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Adictas a la insurgencia • Celia del Palacio

La historia perdida de las mujeres que lucharon por la libertad de México.

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Escrito en OPINIÓN el

La lucha por la Independencia de México convocó a un sinnúmero de mujeres; sin embargo, su indispensable participación en la historia ha sido reducida, en el mejor de los casos, a breves menciones en los libros o simplemente dejada al olvido.

Celia del Palacio, novelista e historiadora, recupera las vidas y los nombres de todas estas mujeres de armas tomar que son fundamentales para comprender el destino de la causa insurgente, las pasiones y los anhelos que la animaron.

Josefa Ortiz de Domínguez, Leona Vicario o la Güera Rodríguez son sólo algunas de las más conocidas «adictas a la insurgencia», como se les clasificó en su tiempo.

Pero este apasionante libro, muy al estilo de Vidas imaginarias de Marcel Schwob, también rescata las historias de María Luisa Camba, la Fernandita, concubina de Hidalgo que lo acompañó en su levantamiento vestida de hombre; las Once Mil Vírgenes, habitantes de Tepozán que se ocupaban de seducir a las tropas realistas para convertirlas a la causa rebelde; las mujeres de Miahuatlán, quienes al ver a sus maridos e hijos presos por el ejército imperial los rescataron con lo que tenían, piedras y sartenes; entre muchas otras mujeres que dieron la vida y empeñaron la libertada para alcanzar sus ideales.

Fragmento del libro Adictas a la insurgencia, de Celia del Palacio © 2019, Planeta. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

Adictas a la insurgencia

#AdelantosEditoriales

 

Adictas a la insurgencia

Las mujeres de la élite

Muchas mujeres que pertenecieron a las clases privilegiadas de la Nueva España se involucraron en la insurgencia y acogieron en su casa a los desafectos del régimen, propiciando la celebración de tertulias y otras reuniones en las que se conspiraba. Incluso, muchas de ellas no dudaron en comprometer su seguridad personal, su fortuna y hasta su vida para ayudar a la causa de la libertad.

Mariana Rodríguez del Toro de Lazarín y Lazo de la Vega

Desde 1808, en la casa de don Miguel Lazarín y Lazo de la Vega, alguacil mayor de guerra, se realizaban tertulias aparentemente inofensivas en las que la mejor sociedad de México se daba cita para comentar los acontecimientos, tocar el pianoforte, escuchar a talentosos músicos populares tocar la vihuela y el violín, recitar sonetos a la mayor gloria del monarca, don Fernando VII, el Deseado.

El caserón solariego se encontraba en la calle de Donceles. En él se daban cita semana a semana los abogados, los clérigos más ilustrados, los coroneles y otros oficiales del ejército virreinal, criollos en su mayoría.

Don Miguel, un hombre de casi cincuenta años, de regular estatura, frente amplia y despejada, contrajo nupcias con doña Mariana Rodríguez del Toro en 1795, cuando ella acababa de cumplir veinte años. Ella era quien presidía las reuniones y desde su poltrona dorada —llamada «trono» en las casas de postín por su ornamentación— doña Mariana, con gran finura, conducía sin tropiezos a sus invitados por los vericuetos de la tertulia hasta el final de la velada.

La fortuna del matrimonio era considerable, producto de la mina más rica de la Nueva España, La Valenciana, situada en Guanajuato y de la cual don Miguel poseía una parte. Además de tener el palacio en la calle de Donceles y varios ranchos en Guanajuato, eran socios de algunos negocios en la Ciudad de México. Eso les procuró relaciones con los mejores estratos sociales tanto de la capital de la Nueva España como del interior. Asimismo, contaron con la amistad personal del propio virrey Iturrigaray y su esposa.

Era menos conocida la participación del matrimonio Lazarín y Lazo de la Vega en las conspiraciones de 1808, cuando un grupo de criollos descontentos con la política económica española y esperanzados ante la posibilidad de conseguir la autonomía de la metrópoli después de la invasión francesa a España, instó al virrey a tomar el liderazgo en la separación de la Nueva España.

Algunos miembros del ayuntamiento encabezados por Francisco Primo de Verdad y Ramos se habían atrevido a proponer la creación de una junta de México que organizara la administración y el gobierno ante la ausencia del rey de España, Fernando VII, apresado por Napoleón. Otros simpatizantes de la autonomía, entre ellos don Miguel y doña Mariana, habían convencido al virrey José de Iturrigaray y a su esposa, doña María Inés de Jáuregui, de encabezar un gobierno autónomo en México.

Sin embargo, varios peninsulares poderosos como Miguel Bataller, Pedro Catani y el hacendado Gabriel del Yermo se enteraron de los planes autonomistas del virrey y planearon un golpe en su contra.

La noche del 15 de septiembre de 1808, cuando Iturrigaray y su esposa regresaban de ver una zarzuela en el Coliseo, fueron tomados presos por los golpistas y acusados de traición al gobierno español. En su lugar, quedó don Pedro de Garibay, militar de más de ochenta años que no duró más de seis meses como virrey y que cedió el poder al, hasta ese momento, arzobispo de México, Francisco Xavier Lizana y Beaumont. Quienes habían mostrado sus simpatías por la junta de México fueron también arrestados, por lo que don Miguel y doña Mariana tuvieron que mantenerse con un bajo perfil por algunos meses.

Poco después, el matrimonio Lazarín y Lazo de la Vega reanudó sus relaciones con otros criollos inconformes, quienes se seguían reuniendo con regularidad en la casona de la pareja con el pretexto de hablar de literatura. De vez en cuando, Mariana invitaba también a conocidos opositores de la autonomía a quienes divertía con bailes o representaciones teatrales, mientras que en otras habitaciones los conjurados seguían planeando sus movimientos.

En 1809, aquel grupo tuvo conocimiento de la conjura que se llevaba a cabo en Valladolid, en la actual Morelia, y más de alguno de ellos pretextando negocios en aquellos territorios, participó en las reuniones de don Mariano Michelena, uno de los principales conjurados, por lo que los amigos de don Miguel y de doña Mariana siempre tenían noticias frescas de los planes de autonomía que se fraguaban más allá de la Ciudad de México.

Pero también aquella conjura fue desarticulada a fines de 1809 y sus miembros, aunque tratados con mayor suavidad que a los conspiradores del año anterior, fueron puestos en prisión.

A principios de 1810, el mismo don Miguel llegó a la tertulia con noticias de las conspiraciones que se estaban llevando a cabo en San Miguel el Grande y en Querétaro. Más de alguna vez la casona de la calle de Donceles recibió en su seno a don Ignacio Allende, apuesto capitán de dragones de la reina, que junto con Miguel Hidalgo e Ignacio Aldama conspiraba en El Bajío.

Entre copas de manzanilla y dulces melodías salidas de la vihuela de un músico ciego, se fue armando el plan, cada vez más posible, cada vez más creíble, de una rebelión armada que iniciaría en octubre o diciembre de 1810.

El matrimonio Lazarín y Lazo de la Vega y sus amigos compartían las simpatías por el movimiento y decidieron apoyarlo con armas y dinero. Las tertulias se hicieron cada vez más frecuentes y los invitados cada vez más numerosos. Doña Mariana tenía también algunas reuniones particulares con varias mujeres simpatizantes de la rebelión y en las tardes dedicadas a la costura, fraguaron involucrar en los planes del grupo a personas de otras clases sociales y hasta de otras razas. Pronto las sirvientas, las cocineras, las lavanderas, las chocolateras, las atoleras formaban una red de información que llegaba hasta las casas del mismo presidente de la junta de seguridad de la Inquisición, Miguel Bataller y del arzobispo y virrey Lizana.

Al llegar a oídos de la Regencia de Cádiz que el virrey Lizana trataba con cierta suavidad a los conjurados y que su administración era conciliadora con los criollos, se nombró a un nuevo virrey: don Francisco Xavier Venegas, que llegó a Veracruz el 25 de agosto de 1810. Pronto su fama de reprimir cruelmente a todos los facciosos recorrió los territorios de la Nueva España.

La conspiración de Querétaro fue también descubierta y el levantamiento planeado para diciembre de 1810 tuvo que anticiparse. Así, el cura de Dolores, don Miguel Hidalgo y Costilla, inició el movimiento la madrugada del 16 de septiembre.

Por fin doña Mariana y su esposo sintieron que todos sus sueños se estaban convirtiendo en realidad. Las angustias, los miedos a ser descubiertos eran compensados con creces con las noticias de las victorias del ejército insurgente en su paso por las ciudades de El Bajío. Constantemente los conspiradores hacían llegar a Allende e Hidalgo sus contribuciones económicas y la información que lograban conseguir sobre los movimientos de los ejércitos realistas.

La correspondencia entre los conjurados de la Ciudad de México y los rebeldes de El Bajío era copiosa. A través de arrieros llegaban las cartas, el dinero y las armas. Las cartas eran firmadas con seudónimos y pronto se armó toda una red de correspondencia dirigida y firmada por personajes literarios, gracias a la idea de Leona Vicario, integrante también de las tertulias. Cuando se supo en el grupo que el ejército insurgente estaba usando como estandarte una imagen de la virgen de Guadalupe, los integrantes de la tertulia comenzaron a llamarse a sí mismos Los Guadalupes.

La noche del Lunes Santo en abril de 1811, la tertulia en la casa del matrimonio Lazarín y Lazo de la Vega se inició como siempre. Al filo de las siete de la noche fueron descendiendo de sus carruajes los elegantes caballeros como don Carlos María de Bustamante, los venerados curas como Juan Manuel Sartorio, las bellas damas como doña Leona Vicario y Margarita Peinbert, los respetables matrimonios como don Antonio Velasco y doña Petra Teruel.

El ceremonial fue el mismo de siempre. Doña Mariana esperaba a sus invitados en lo alto de la escalera, moviendo con soltura el precioso abanico bordado de lentejuelas. La brisilla que lograba levantar apenas movía los bucles dorados que le cubrían las orejas. Una diadema de esmeraldas coronaba el peinado y hacía perfecto juego con los aretes, cuyos reflejos verdes se vislumbraban entre los cabellos. Sin duda era una de las mujeres más bellas de la Ciudad de México. Sólo había tenido un hijo y en ese momento, con treinta y seis años de edad, no esperaba que la providencia la premiara con más familia. Su figura se conservaba espigada y la piel parecía de alabastro; por su finura, bajo el tenue arrebol de las mejillas, podían verse algunas venitas azules y la sonrisa dejaba ver una hilera de blancos dientes que el tabaco no había logrado pigmentar.

Los sirvientes mulatos agasajaron a la concurrencia con las deliciosas bebidas preparadas para la ocasión: chocolate, aguas de vida, licores de fruta, aguardiente catalán, vinos de burdeos o agua de fruta. Ya sobre las mesas del espacioso salón del «trono» estaban dispuestas las viandas: canapés de colores y sabores exóticos, las charolitas de plata con cigarrillos para hombres y mujeres junto a los braseritos de plata para encenderlos, frutas confitadas, además de arreglos de flores en jarrones de cristal de pepita.

Doña Margarita Peinbert cantó para los invitados, acompañada al piano por su pretendiente, don José Ignacio de la Garza. Las notas eran conmovedoras y la voz cristalina de la joven llenó a los asistentes de nostalgia. No estaban demasiado animados después de saber que el ejército insurgente había sido derrotado por las tropas realistas en el Puente de Calderón, cerca de Guadalajara. Ya hacía varias semanas que los conjurados se arrastraban tan penosamente por las tertulias como Hidalgo y su ejército por los desiertos del norte.

Acababan de dar las ocho y media de la noche, cuando el violento toque de campanas de la catedral, seguido por salvas de artillería, alarmó a los invitados de doña Mariana. Estaban apenas acordando quién iría a enterarse de las noticias, cuando llegó don Benito Guerra con un gesto profundamente afectado.

Miguel Hidalgo y sus oficiales habían sido hechos prisioneros en Acatita de Baján, cerca de Saltillo. El gobierno virreinal, regocijado, no había dudado en anunciar de inmediato el acontecimiento.

La canción que el músico ciego ya iniciaba se interrumpió. El miedo congeló las gargantas de todos los asistentes. Sólo se oían las campanas de todos los templos de México que anunciaban sin parar la noticia.

«Nada que hacer», decían unos por lo bajo.

«Esto se acabó», afirmaban otros apurando los vasitos de anicete y de jerez para atemperar el susto.

La confusión y el desánimo hicieron presa de todos. De pronto doña Mariana se levantó por encima de los murmullos apagados y el humo de los cigarros de la concurrencia.

«¿Qué es esto, señores? ¿Ya no hay hombres en América?».

De sus ojos claros salía fuego, las mejillas ardían y su rostro de alabastro era reproche para sus compañeros del sexo fuerte.

«Sería una vergüenza que porque ha faltado Hidalgo, no haya otros americanos que lo sigan y continúen su grande obra».

Don Antonio Raz preguntó incrédulo, «Pero ¿qué podemos hacer?».

«¡Libertar a los prisioneros!», dijo doña Mariana con naturalidad, como si estuviera proponiendo un sarao o una jamaica.

«¿Pero cómo?», preguntó don Benito Guerra a su vez. Y ella respondió resuelta, con los brazos torneados

en jarras:

«¡Hay que apoderarse del virrey en el Paseo y ahorcarlo!».

Todos los asistentes, vueltos uno solo, profirieron una exclamación de asombro. Algunos consideraron que doña Mariana había enloquecido tras la derrota del movimiento. Otros movían la cabeza, sin dar crédito a lo que oían, otros más pidieron sus sombreros y sus abrigos a los lacayos, intentando salir de ahí lo antes posible.

«¡Un momento!». El grito atronador de doña Mariana los detuvo. «Denme un momento para explicar mi punto. No es tan difícil como parece y ciertamente no es una locura. Tenemos relaciones en todos los niveles de la administración y la milicia, así como en las órdenes religiosas. ¡Compañeros, por favor! ¡No vamos a tirar un trabajo de años después de haber llegado tan lejos! Tenemos que buscar a nuestros contactos entre la milicia. Ustedes saben bien que en el Paseo está acantonado el cuerpo de guardia que resguarda la ciudad desde el inicio de la guerra y que todos los días Venegas lo recorre en su carruaje para respirar aire fresco. Tenemos que hacer nuestra a la tropa y secuestrar al virrey en medio de su paseo matinal. Lo llevaremos de inmediato ante la suprema junta que preside Ignacio López Rayón y que él proclame la independencia».

Los asistentes a la tertulia tuvieron que reconocer que era un buen plan, así que, de nuevo entusiasmados, se pusieron a las órdenes de doña Mariana para poner en acción aquella estrategia.

A partir del día siguiente, doña Mariana, acompañada de los capitanes Francisco Omaña y Tomás Castillo comenzó a frecuentar el Paseo. Pronto, era reconocida y apreciada por los oficiales, que la saludaban con respeto. La bella mujer, desde lo alto de su carruaje, hacía mil promesas sin palabras y repartía monedas y golosinas a los soldados mientras sus acompañantes convencían a los oficiales —todos criollos— de tomar como suya la causa insurgente.

La amplia red de Los Guadalupes trabajó con ardor a todos los niveles para llevar a cabo el plan. En la conspiración estaban involucrados varios eclesiásticos e incluso las comunidades religiosas completas de San Francisco, Santiago, Santo Domingo, La Merced y San Agustín.

La víspera de la fecha fijada para el secuestro, don José María Gallardo, uno de los compañeros Guadalupes, temeroso de resultar muerto en aquella escaramuza, quiso confesarse con el padre Camargo; éste, al escuchar el temerario plan, violó el secreto de confesión y corrió a informarle al virrey. Gallardo, pocas horas más tarde, fue aprehendido y presionado para delatar a los conjurados. Los interrogatorios de la junta de seguridad presidida por Miguel Bataller eran muy temidos. Iban socavando la voluntad de los prisioneros y en pocas horas confesaban todo: nombres, fechas y hasta detalles nimios para su descargo.

El 29 de abril de 1811 los principales conspiradores fueron aprehendidos, doña Mariana y su esposo Manuel fueron los primeros. Durante siete meses la tuvieron incomunicada en la cárcel de corte; ahí, muchas veces la sacaban para interrogarla a medianoche e intentaban someter su voluntad de todos los modos posibles. Aun así, doña Mariana no confesó hasta saber que todos los demás involucrados lo habían hecho. Sabiendo que ya todo estaba perdido, sólo confirmó como cierto lo que los demás ya habían dicho después de pronunciar estas palabras:

«Pues ya que los señores o mejor dicho, los nenes, no han tenido carácter, es inútil que guarde más silencio».