ADELANTOS EDITORIALES

En el corazón de las trincheras • Julio Godínez

Un héroe cuya vida había permanecido ignorada hasta ahora.

Escrito en OPINIÓN el

En medio de la guerra más cruenta, aprenderán que solo el amor y la amistad son capaces de salvarlos.

La Primera Guerra Mundial está causando estragos entre los miles de jóvenes que desembarcan en el frente. Con la promesa de otorgarles la ciudadanía, el gobierno de Estados Unidos comienza a reclutar mexicanos para engrosar sus filas. Marcelino Serna, antiguo miembro del bando villista, había desafiado al temible general John J. Pershing años atrás; pero ahora, convertido en soldado estadounidense, se encuentra nuevamente con él, aunque esta vez seguirá sus órdenes, arriesgando su vida y demostrando el valor que corre por sus venas. En medio del horror, Marcelino conocerá a Élise, una joven enfermera canadiense con quien vivirá una intensa historia de pasión, forjada al fragor de las batallas y de instantes robados a la muerte, pues en las trincheras cada día puede ser el último.

Julio Godínez, autor de El mexicano de Buchenwald, vuelve a sorprendernos con una impactante novela histórica que recupera la figura del soldado mexicano más condecorado de la Primera Guerra Mundial y el primer hispano en recibir la Cruz por Servicio Distinguido.

Fragmento del libro de Julio GodínezEn el corazón de las trincheras” editado por Planeta, 2023. Cortesía de publicación otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

Julio Godínez (Ciudad de México, 1980) es un escritor y periodista que husmea en el pasado para entender el presente. Ha realizado crónicas, reportajes y entrevistas en países de cuatro continentes, tanto para medios mexicanos como internacionales.

En el corazón de las trincheras • Julio Godínez

#AdelantosEditoriales

 

Uno

Adiós, América

El graznido sordo de las gaviotas ha cesado. Después de revolotear durante horas, las aves de pico y patas amarillas han desaparecido por completo. En su lugar, en el cielo azul y limpio, unas líneas de humo gris se alargan como un velo hasta disiparse en la distancia. Es pasado el mediodía del 4 de junio de 1918 y, sobre las aguas infinitas del mar Atlántico, nueve buques civiles navegan en formación de escuadra con destino a la gran guerra en Europa.

A bordo de cada una de las embarcaciones del tamaño de un pueblo entero, una multitud verde olivo viaja abigarrada dueña de un brío y una arrogancia digna de cualquier conquistador. En las últimas semanas, estos muchachos provenientes de cada rincón de Estados Unidos han sido azuzados una y otra vez con la consigna: «Adelante con la guerra lozana y alegre».

Lo cierto es que pocos, muy pocos, de quienes aquí son transportados —rodeados del aroma a sudor y tabaco que asciende y se aleja— conocen de qué se trata realmente la guerra, sus consecuencias y sus alcances. Para muchos, la idea de dejar sus hogares para partir a un conflicto que poco o nada comprenden representa la oportunidad de asistir a la aventura de sus vidas, de conocer qué se oculta del otro lado del mar. Para otros tantos, se trata de una forma de escapar de sus realidades mundanas o de cumplir con su deber como ciudadanos. Para unos cuantos más se convirtió en una obligación de la que no pudieron escapar. Sea cual sea su razón de viajar aquí, todos estos muchachos han dejado sus vidas atrás, amores, familias y empleos, para asistir al llamado de una figura de cabello cano, barba larga de chiva y ceño fruncido, quien, apuntando directamente con su dedo, los amagó diciendo: «I want you».

Sobre la cubierta de una de las embarcaciones, un coro de soldados rubios ríe y canta con ánimo festivo para aligerar el largo trayecto que tiene por delante. Más allá, algunos miembros de la División 89, provenientes del Medio Oeste del país, fuman y matan el tiempo lanzando osadas apuestas entre ellos sobre quién será el primero en disparar a un alemán. Los hombres ubicados en el extremo de esa agrupación miran e intentan mantenerse al margen de un singular grupo cuyo rostro pulido como el bronce contrasta con el suyo y el del resto de los ocupantes del barco.

Con el mismo uniforme verde olivo, ese puñado de muchachos de facciones gruesas y semblante orgulloso viaja discreto y en silencio, como si quisiera pasar desapercibido, en un rincón de la popa.

Entre ellos, un soldado de ojos negros en forma de almendra se deleita en la borda con su primer encuentro con el mar. Hasta hace unas horas, este muchacho, dueño de un gesto sosegado, imaginaba el océano tan extenso y vasto como el desierto de Samalayuca, de su natal Chihuahua. Sin embargo, al contemplar la magnitud de estas aguas, repara en que nada, absolutamente nada que haya visto antes se compara con el paisaje que ahora tiene delante.

Ataviado con el recién estrenado uniforme que aún conserva el olor a nuevo, sus botas de cuero y un sombrero de campaña de fieltro, el soldado raso Marcelino Serna se siente privilegiado de viajar aquí, a bordo de este barco, y de formar parte de las Fuerzas Expedicionarias Americanas. El joven alza la mirada al cielo azul y limpio. Por un momento, con el aire salado y fresco golpeando su rostro, piensa en que nunca antes, en toda su vida, había sido tan feliz como en este momento.

—Estamos finalmente en altamar. Las gaviotas no se alejan tanto de tierra firme —dice en español Alberto Aguirre, un sol-dado de cara alargada, bigotes ralos y aspecto recio, quien escruta suspicazmente desde hace horas el horizonte con sus ojos oscuros bajo la sombra de su sombrero de tres picos.

Aguirre, apenas unos años más grande que Serna, funge como cabo e intérprete de los miembros del discreto grupo que, en su mayoría, no hablan una palabra de inglés. Hasta hace unos meses, estos muchachos trabajaban de sol a sol como campesinos, mineros o ferrocarrileros y habitaban en comunidades de mexicanos apartadas de las grandes ciudades de Estados Unidos.

El viaje transcurre sin novedad durante un par de horas. De pronto, sin que parezca mediar razón alguna, el silbato de este gigante de hierro resuena enérgicamente. Los soldados de la División 89 que atrás cantaban y reían hacen silencio.

El molesto pitido agudo se repite a intervalos; los barcos contiguos activan también sus silbatos de vapor. Enseguida, la vibración de los motores se reduce drásticamente sin que la nave se detenga por completo. Marcelino observa deslumbrado en dirección a la chimenea que parece ahogar sus nubes grises. Por un segundo, se pregunta si los silbidos serán un intercambio de comunicaciones entre la escuadra naval o, si acaso, se trata de una señal de emergencia que alerte a la tripulación para disponerse a abandonar el buque por alguna razón desconocida. Desconcertado, Aguirre examina las aguas que lo rodean hasta donde su mirada le permite. El persistente sonido le hace imaginar el peor de los escenarios, en el que un ataque enemigo termina con sus aspiraciones de formar parte de la guerra, incluso antes de llegar a ella.

El aullido del silbato de la embarcación no hace más que incrementarse a intervalos más cortos. De lejos, Aguirre observa a dos oficiales de la división lanzar órdenes indistintas que no alcanza a comprender; en vano se moviliza entre la tropa con la intención de escuchar. Por alguna razón, la multitud se compacta en dirección a las puertas de acceso por donde intenta ingresar. De repente, los motores se espabilan. Las chimeneas vomitan nuevamente unas nubes negras y espesas cuando el barco se pone en marcha a toda máquina.

El movimiento zarandea a la multitud en cubierta. Aguirre pide a los hombres que dependen de él para recibir instrucciones que ingresen por la puerta que tienen delante, siguiendo al resto de los soldados. Al ser quienes se encontraban más alejados, los mexicanos no logran alcanzar el acceso que, con la confusión y la urgencia, se ha vuelto un embudo. El cabo ordena al grupo desplazarse al próximo acceso que se encuentra libre. Serna recorre a trancas algunos metros entre la muchedumbre y los objetos de navegación, amarres, bultos y cajas de madera que halla a su paso.

Sin que nadie lo espere, el barco vira violentamente sobre estribor.

El movimiento hace que los hombres pierdan el balance. Marcelino Serna y Luis López, un muchacho enjuto quien es el único soldado que el mexicano conocía previo a enrolarse, alcanzan a sostenerse de los pasamanos de cubierta mientras otros son asidos por sus compañeros antes de que caigan y rueden por el piso. Unos más no tienen tanta suerte y pierden el equilibrio. Como bultos de harina, caen sobre el piso de madera del buque. Marcelino observa desde el centro de la cubierta a un soldado rubio deslizarse peligrosamente junto a él. El soldado se golpea con varios objetos en dirección de los márgenes de la embarcación. Fríamente y sin medir el peligro que representa su acción, el chihuahuense se lanza hacia él para prenderlo de su cazadora a la altura de los hombros, justo antes de que caiga al vacío a través de la barandilla. Pálido y con el miedo dibujado en su mirada, el soldado rubio se encarama. Enseguida se gira para agradecer con un gesto a su compañero de rasgos indígenas, quien vuelve por la cubierta para integrarse con los suyos en medio del caos y la confusión.

Unos segundos más tarde, el barco vira de nuevo en sentido opuesto, a babor, para recuperar la vertical de inmediato sobre las olas. Algunos hombres aprovechan el momento para incorporarse e ingresar como cabras alocadas a través de la puerta que conduce al interior del buque. Serna aguarda asido del pasamanos cualquier orden de Aguirre preparado para una nueva embestida.

Antes de que pueda recibir alguna instrucción de parte del cabo, un destello cegador golpea su rostro. El joven se gira para buscar el origen de ese extraño resplandor. Los únicos objetos de donde pudo provenir el halo de luz son de los barcos más próximos que, igual que el suyo, van camuflados de las chimeneas a la base con varias líneas negras inconexas. El destello lo golpea directamente en los ojos una vez más. Detrás de la embarcación más próxima a la de él, alcanza a mirar un objeto que extrañamente emerge del agua. Se pregunta si se trata de algo de carga que ha caído por la borda de alguno de los barcos a causa del movimiento.

En este momento, casi todos los ocupantes del barco, incluidos los mexicanos, han ingresado a sus entrañas sin reparar en aquella misteriosa presencia que parece flotar entre las crestas de la corriente marina. Inquieto y aún en espera de la orden de su cabo, Marcelino vuelve a mirar al agua. Entre la corriente parece hallar el objeto que ahora se ve mucho más expuesto, tanto que puede observar un cilindro oscuro y prominente que emerge como un sombrero de copa.

—Serna. Vámonos pa’ dentro, cabrón. ¿Qué esperas? —urge Aguirre al soldado desde el margen de la puerta.

Con la alarma repicando y el barco a toda máquina, el soldado raso señala con la mano en dirección a esa extraña presencia.

—¿Qué ocurre? ¿Qué hay?

—Ahí, mira. Detrás del barco.

El cabo agudiza la vista en esa dirección. Su rostro se transforma cuando parece reconocer el misterioso objeto.

—Carajo… —exclama desconcertado y desaparece deprisa por la puerta.

Confundido, Serna regresa la mirada al agua para darse cuenta de que el cuerpo cilíndrico forma parte de una estructura mucho más grande que se asoma y navega sobre las olas a gran velocidad.

Un grito en inglés se ahoga entre un nuevo chillido del silbato y el rugido de los motores que marchan a tope. Sobre la cubierta, un oficial ordena a Serna con una seña que ingrese por la puerta del barco de inmediato. Antes de que el soldado pueda reaccionar, Aguirre regresa al exterior seguido de todo el grupo de soldados a su cargo.

El barco vuelve a zarandearse agresivamente sobre uno de sus costados. La sacudida hace que la nave se incline esta vez mucho más. A lo lejos, otra vez se escuchan varias órdenes en inglés.

—Debemos quedarnos adentro —dice con su cara pálida aún de niño Manuel Chávez, el más joven del grupo, desde la boca de la puerta.

Delante de él, Víctor Baca, quien es una cabeza más alto y reservado que el resto de sus compañeros, sostiene a Tobías González del brazo para que alcance el pasamanos.

—¿Qué chingados pasa, Aguirre? ¿Por qué nos regresamos? —pregunta González.

—Un submarino —afirma el cabo señalando en dirección del objeto cilíndrico.

—¿Qué jijos es un submarino? —cuestiona Luis López, el soldado enjuto e hijo de campesinos mexicanos que habitan en una reserva de Colorado, cuando el barco vuelve a recuperar la vertical y acelera.

Marino Ochoa, el más bajo del grupo y quien, hasta hace unas semanas, trabajaba como maestro de escuela enseñando a leer y escribir a hijos de jornaleros, explica que un submarino es una embarcación que puede sumergirse en el agua y trasladarse durante horas.

—Además, puede disparar proyectiles a largas distancias para hundir barcos como este —agrega Aguirre.

Serna repara en que jamás ha escuchado de una máquina capaz de viajar y atacar debajo del agua; por un momento, encuentra esas capacidades más que fascinantes, imposibles.

Los ojos de Chávez parecen desorbitarse cuando mira el aparato del tamaño de dos carros de ferrocarril emerger del agua.

—Esa cosa, ¿de verdad puede atacarnos? —pregunta incrédulo Bicente Ochoa, hermano del maestro Marino.

Nadie responde porque nadie conoce la respuesta.

A la distancia, el oficial vuelve a gritar varias órdenes al grupo de Aguirre, que observa consternado el movimiento del submarino que mantiene medio cuerpo fuera del agua. El barco acelera una vez más.

—¿Por lo menos es de los nuestros? —pregunta Elizardo Mascarenos, un joven sumamente curioso de bigote fino, sosteniendo su gorro de dos picos sobre su cabeza.

—Tampoco tengo idea, pero no está siguiendo los movimientos en zigzag de los barcos —sostiene Aguirre mirando la estela en forma de zeta que van dejando los barcos junto a ellos.

—Parece una estrategia de evasión —agrega González, quien desde hace semanas se ha mostrado bastante suspicaz a las instrucciones de la comandancia americana.

—¿Zigzag? ¿Evasión? ¿Qué demonios quiere decir eso, cabrones? ¿Nos van a quebrar o no? —pregunta lacónico el corpulento Baca.

—Nos van a hundir en medio del mar. Ámonos pa’ dentro, Aguirre —insiste Chávez sosteniéndose con fuerza del marco de la puerta.

A solo unos metros de ellos, el oficial rubio parece haberse cansado de gritar sus órdenes y se aproxima furioso al grupo.

—¿Sabes nadar? —cuestiona el cabo a Chávez sin dejar de observar en dirección de la nave subacuática.

El soldado niega con la cabeza.

—Entonces es mejor que nos quedemos aquí afuera cuando nos disparen, sin importar lo que nos digan —replica—. Este barco se convertirá en nuestro ataúd si un bombardeo submarino nos sorprende ahí dentro, ¿comprendes? Y de ahí, ni los santos a los que les rezas podrán sacarnos.

Chávez se persigna con un movimiento rápido de manos mirando al cielo. El resto de sus compañeros se sujetan tan fuerte como les es posible a los pasamanos de cubierta y aprietan los ojos a la espera de la primera embestida.

«You, fucking nigros, inside the ship. Now!», alcanzan a escuchar los mexicanos cuando el silbido del barco cesa finalmente y las máquinas se apagan reduciendo su velocidad hasta detenerse, esta vez, por completo.

Serna mira la línea espumosa en forma de zeta que han dejado a su paso las embarcaciones sobre el agua del mar. Todavía desconcertado, Aguirre observa el submarino que también se ha detenido a un costado del barco que siguió durante los últimos minutos.

El oficial rubio se aproxima con largos pasos lanzando alaridos y maldiciendo. El cabo se aproxima a él y se cuadra. Durante varios minutos, el mando de la división se dedica a lanzar improperios a Aguirre, quien lo escucha estoico sin decir palabra. En los ojos azules del superior, Serna puede ver la furia arder que solo se incrementa hasta que una arteria de su frente se inflama.

«Moora, J.», lee el mexicano en el pecho del oficial y se da cuenta de que está nada menos que frente al capitán John Moora, segundo al mando del Regimiento 355 de la División 89, de quien conocía su nombre, pero nunca había visto en persona al formar parte de la última línea de tropa que aquí viaja.

Pasados unos segundos, con un grito, la discusión es zanjada por el superior. Aguirre vuelve a cuadrarse y se gira en dirección de sus hombres. Moora lanza un gesto de desprecio hacia el cabo y sus hombres mientras otro oficial, con semblante de pocos amigos, respira agitado detrás de él. Antes de retirarse, el coronel expresa algo en inglés y entre dientes que solamente Aguirre alcanza a comprender.

El cabo vuelve y explica al grupo que todo aquello se ha tratado de un ejercicio militar, de un simulacro de ataque, en el que no corrían peligro alguno y con el que la comandancia quería conocer el nivel de respuesta de las tropas en mar abierto.

Incrédulo, Serna devuelve la mirada al agua. Del lomo de la extraña máquina subacuática de guerra, observa salir a dos hombres uniformados.

Aguirre añade que se trata de un submarino británico en mi-sión que ha venido a escoltarlos durante una parte de su trayecto por el Atlántico y explica que, por haber desobedecido una orden directa de un superior, serán puestos en detención y castigados limpiando los retretes del buque durante el resto del trayecto.

—De cualquier forma, y seguramente, lo íbamos a hacer —replica con desfachatez Mascarenos.

—¿Quién era ese? —pregunta Bicente Ochoa.

—El capitán John Moora.

—¿Ese es Moora? —suelta sorprendido González—. Lo imaginaba mucho más alto.

—Y ¿qué es lo que ha dicho antes de largarse? —pregunta Mascarenos.

—Que no merecemos portar el uniforme americano y que ya se encargará de nosotros más tarde —responde Aguirre.

—Y antes nos ha llamado negros, ¿no es así? —cuestiona González.

El cabo asiente con la cabeza.

Baca lanza un bufido molesto mirando en dirección de los oficiales que se alejan hacia la proa.

—Tranquilo, grandote —dice González junto a su compañero. —Vamos a buscar un lugar para acomodarnos adentro. Estos cabrones nos necesitan más de lo que creen —asegura con des-precio Aguirre—. Así fue en México, así será seguramente en

Europa.

Antes de ingresar al barco por la puerta, Serna recuerda que durante los más de seis meses de estancia en el campo de adiestramiento militar de Kansas, Alberto Aguirre resaltó varias veces lo mismo, que los gringos necesitarían a los mexicanos más de lo que podían imaginar.

En octubre de 1917 Marcelino Serna llegó cargado de ilusiones a Camp Funston acompañado de Luis López, ese muchacho enjuto hijo de campesinos mexicanos que había abandonado por vez primera a su familia que vivía en una comunidad apartada del condado de Morgan, en el estado de Colorado.

Aquella noche, a pesar del frío, el ánimo alborozado de los cientos de muchachos que llegaban provenientes de distintos puntos de Estados Unidos se contagiaba por toda la estación de ferrocarril. La atmósfera en el andén era de tal algarabía que nadie hubiera imaginado que aquella multitud se agrupaba para ir a encarar a la bestia llamada guerra.

Sobre un escritorio instalado a pie de vía, un soldado americano tomó el registro que Serna le entregó en mano. Sin prestarle mayor interés, revisó que había sido inscrito en Denver, su fecha de nacimiento, 27 de abril de 1892, y que era originario de Chihuahua, México. Además, que, durante el último año, había laborado como ferrocarrilero en el mismo estado de Kansas y como campesino en Colorado.

Absurdamente, igual que Luis López, Marcelino Serna fue inscrito en los registros del campo como de raza aria y le fue asignado el número de serie 2195593. En medio de la noche, otro soldado rubio, quien dividía a los hombres como a la paja del trigo, señaló sin aparente lógica y con un movimiento de cabeza a Serna y a López que se formaran detrás de la última fila, detrás de otros recién llegados también de aspecto humilde.