ADELANTOS EDITORIALES

Prehistorias de mujeres • Marga Sánchez Romero

Descubre lo que no te han contado sobre nosotras.

Escrito en OPINIÓN el

¿Qué papel tuvieron las primeras mujeres en la prehistoria?

Es hora de romper mitos y destapar la contribución esencial de nuestras antepasadas más antiguas.

Este es un libro sobre las mujeres de hoy y cómo la historia nos ha situado en lugares secundarios.

¿Qué papel tuvieron las primeras mujeres en la prehistoria? ¿De verdad eran ellas las que se quedaban cuidando a la prole? ¿Cómo eran realmente la maternidad y la educación de los hijos? ¿En qué momento empezaron las mujeres a perder poder?

En el relato que se ha construido de las sociedades prehistóricas, las mujeres han ocupado un lugar secundario que la ciencia no se ha preocupado por entender y explicar en profundidad hasta ahora, cuando el feminismo reivindica el papel fundamental de las mujeres en la historia. Este apasionante ensayo nos descubre también cómo el inicio de la arqueología en el siglo xix como disciplina científica marcó la visión que se tenía de las mujeres y cómo esta sirvió para justificar las desigualdades.

Un libro que trata de romper mitos, nos hace reflexionar sobre el origen de la desigualdad y destapa la contribución esencial de nuestras antepasadas más lejanas.

Fragmento del libro de Marga Sánchez RomeroPrehistorias de mujeres”, editado por Paidós, © 2023. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

Marga Sánchez Romero (Madrid, 1971) es catedrática de Prehistoria, divulgadora y vicerrectora de Igualdad, Inclusión y Sostenibilidad en la Universidad de Granada. Su principal interés como investigadora es reivindicar la importancia del papel de las mujeres y la infancia en las sociedades prehistóricas

Prehistorias de mujeres • Marga Sánchez Romero

#AdelantosEditoriales

 

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LO QUE SE ESPERA DE NOSOTRAS

Imagínate que te pido que me cuentes lo que has hecho durante el día de hoy, que me digas todo lo que te ha pasado y todas las personas con las que te has relacionado: con quién has trabajado o discutido, con quién te has encontrado en la cola del supermercado, a quién has saludado al salir de casa, qué libro has leído o qué serie de televisión has visto, con quién te has tomado una caña o un café, con quién has wasapeado... ¿Todo correcto? Bien. Ahora te pido que borres de ese relato a las mujeres. Y no solo a ellas, sino a todo lo que se supone que se relaciona con ellas. ¿Podrías contarme tu día igual? ¿Crees que tu relato estaría completo? ¿Sería comprensible? Algo así es lo que hemos hecho con el relato histórico: hemos borrado a las mujeres de esa narración y hemos generado una historia incompleta y, en consecuencia, poco comprensible.

Y sí, por supuesto que la historia no es el pasado. En tu relato, tú también habrás omitido algunas situaciones, por pudor, porque las consideras poco significativas o porque, simplemente, no me las quieres contar. Porque, al fin y al cabo, el relato lo estás narrando tú, con tus circunstancias, tus posicionamientos éticos e ideológicos y tu forma de entender el mundo. Igual que quienes nos dedicamos a la historia y a la arqueología también narramos esos relatos desde puntos de vista muy concretos. Aquí es probable que alguien ya se esté mesando los cabellos (sí, arrancándose­ los) o que haya caído en la tentación de cerrar el libro. Espera un poco, dame una oportunidad. Llevo años escu­ chando decir que hacer historia o arqueología desde una perspectiva feminista es hacer política. Claro, porque no incluir a las mujeres en el relato, hablar solo de hombres, no es hacer política, es ser científico y objetivo, es contar lo que pasó y punto. Hablaré de objetividad más adelante, pero, en resumen, nosotras estamos de más porque no hemos hecho gran cosa a lo largo de la historia.

Creo que coincidirás conmigo en que la historia y la arqueología no hablan de nosotras ni se preocupan por las aportaciones, las experiencias, los trabajos y los conocimientos que las mujeres hemos desarrollado. Para comprobar esto solo tienes que abrir un libro de texto de primaria o secundaria, ver algún documental que hable de los orígenes de nuestra especie o visitar un museo. Llevo más de quince años, a veces me aburro yo misma, diciendo que el Museo de Almería es el que más mujeres representadas tiene en nuestro país, un 33 por ciento, es decir, de cada tres figuras humanas, una es una mujer. De ahí, para abajo: el Museo Arqueológico Nacional, remodelado en 2014, en sus salas de prehistoria tiene un 25 por ciento, de manera que, de cada cuatro representaciones, una es mujer. Es verdad que todas ellas tienen actitudes activas, no vale solo con poner mujeres al fondo y quietecitas, pero sigue siendo un número muy bajo. Y el Museo Arqueológico de Asturias, reabierto en 2011, presenta un 12 por ciento. Es decir, de cada diez representaciones humanas, una y un poquito es una mujer. Y esto es solo una pequeña muestra. ¿Por qué sucede algo así?

Las razones son múltiples, podríamos decir que no podemos contar en los museos ni poner en libros de texto lo que no se conoce. Así que la poca presencia de mujeres en estos lugares podría estar justificada por la falta de información científica. Aunque eso no es cierto, la arqueología con perspectiva de género lleva mucho tiempo produciendo conocimiento sobre las mujeres en las sociedades prehistóricas. Pero romper con la norma, con el estereotipo, es muy difícil. Pongo un ejemplo.

En 2009 se descubrió en Módena, en un cementerio tar­doantiguo fechado entre los siglos?iv y vi d.?C., un enterramiento con dos individuos cogidos de la mano. De inmediato, este hallazgo inspiró una historia en la que estos dos individuos, por supuesto hombre y mujer, eran amantes que habían sido enterrados juntos para la eternidad (recuerda que estamos en Italia); los denominaron los «amantes de Módena». Este es el discurso que ha prevalecido desde entonces y así se expusieron los restos en el museo de la ciudad. En realidad, la mala preservación de los huesos im­ pidió que se pudiera identificar el sexo de estas dos perso­ nas y, en todo momento, quienes los habían encontrado dejaron claro que no podían afirmar que los cuerpos ente­ rrados fuesen el de un hombre y una mujer. Pero eso daba igual, ¡cómo resistirse!, no había mejor reflejo del mito del amor romántico y eterno.

Diez años después, el análisis realizado en las proteínas del esmalte dental determinó que los cuerpos pertenecían a dos hombres de unos veinte años de edad. Más gente me­sándose el cabello. ¿Qué ocurre entonces con la teoría de los amantes? ¿Ya no es válida? Este ejemplo demuestra dos cosas. En primer lugar, que el imaginario de la gente en ocasiones funciona independientemente de la propia investigación científica, incluso a veces en contra del propio conocimiento científico, porque el estereotipo, el relato que entendemos como el natural, el correcto, el bueno, está predefinido. En segundo lugar, y en mi opinión, lo relevan­te es que, cuando no teníamos los datos científicos, el discurso de los amantes era irrebatible, nadie lo cuestionaba, y ahora que tenemos ese conocimiento las posibilidades interpretativas se abren: ¿eran amantes realmente? En esos momentos la homosexualidad estaba prohibida y eso di­ cen las leyes, pero... ¿también funcionaba así en lo cotidia­ no? La prohibición no elimina lo prohibido, solo logra ocultarlo. ¿Eran simplemente dos soldados que murieron juntos en la batalla? Probablemente sea difícil que lo averi­güemos alguna vez. O quizá no, porque la investigación científica está constantemente buscando y encontrando nuevas formas de acceder al conocimiento, y en arqueología ahora somos capaces de saber cosas que hace cincuenta años ni siquiera podíamos imaginar, pero lo que me im­porta de este caso es cómo nuestros prejuicios nos condicionan. Nota: en el museo de Módena en la cartela aún pone «amantes», se ha asumido que es posible que lo fueran y se ha elegido esa interpretación.

Al igual que con esta pareja, nuestra sociedad vive en el eterno prejuicio sobre las mujeres. La desigualdad existe, y en buena parte se debe a que hemos construido un conocimiento sobre las mujeres y los hombres, sobre sus identidades, sus relaciones y sus capacidades, que la justifica. Y la arqueología ha contribuido a construir esos discursos, lo lleva haciendo desde el siglo XIX, cuando se conforma como disciplina científica.

Los primeros arqueólogos, los que dan contenido a la disciplina, son, como en todas las ciencias de la época, hombres de las élites intelectuales y económicas. Y sí, hubo (muy pocas) mujeres arqueólogas, pero quienes instituyeron la arqueología como ciencia fueron los hombres. Unos hombres cuyas preocupaciones e intereses estaban influenciados por las transformaciones sociales, políticas, ideológicas y económicas que se sucedieron a lo largo del fasci­nante siglo ?XIX, y que marcarán de manera evidente el desarrollo de la disciplina.

Imagina la Europa del XIX, una Europa que se está reconstruyendo tras las guerras napoleónicas. Los Estados europeos se reconfiguran y reordenan, buscan en el pasado referentes identitarios, buscan a sus antepasados, buscan razones que los refuercen en sus reivindicaciones territoriales y nacionales, que los ayuden a situar la frontera unos kilómetros más allá o más acá. Y ahí el patrimonio histórico, los restos arqueológicos y las obras de arte juegan un papel indiscutible en la generación del concepto de na­ción. Es en este momento cuando se organizan los primeros museos nacionales de arqueología y bellas artes, cuando se transforman los gabinetes y colecciones reales en colecciones estatales con la función clara de educar a la ciudadanía sobre su pasado.

En ese contexto surge el conocido Sistema de las Tres Edades: Edad de Piedra, Edad del Bronce y Edad del Hierro. Esta ordenación de la prehistoria la establece un arqueólogo, Christian Jürgensen Thomsen, mientras ordena los materiales de lo que será el futuro Museo Nacional de Dinamarca. Y es una de las razones que más han influido en la ocultación de los trabajos y las experiencias de las mujeres en las sociedades prehistóricas. Recuerda el momento histórico en el que estamos: acaba de culminar hace unas décadas la Revolución Industrial, un proceso de profundas transformaciones sociales, culturales y tecnológicas que cambia las formas económicas y de producción, transforma las condiciones de trabajo y provoca movimientos demográficos; que está basada, en buena parte, en la extracción y el uso de minerales y carbón. Así que, para la arqueología de la época, que es profundamente eurocéntri­ca, lo que ha movido el mundo (es decir, Europa) en el siglo?XIX es lo que lo ha movido en cualquier periodo histó­rico, y así pone en el centro del progreso humano unas tecnologías muy concretas, la lítica y, sobre todo, la meta­ lúrgica. Ya tenemos claro lo que ha hecho avanzar a las sociedades.

Pero se da una circunstancia más, que tiene que ver con las características de los objetos que se exponen en los museos, los del siglo XIX y muchos de la actualidad. Cuando alguien ve una punta de flecha, una daga o una punta de lanza en una vitrina de una exposición casi no necesita leer la cartela que lo identifica, en la que seguramente pondrá eso —?punta de flecha, daga, punta de lanza— y no dará más información. Ese tipo de objetos se autoexplican. Sabemos en qué actividades se utilizan. Pero ¿y si vemos en esa misma exposición una raedera o un raspador? En la cartela seguramente pondrá raedera o raspador. Pues nos hemos quedado igual. Tienes que conocer previamente algo más sobre esas sociedades para saber el tipo de actividades en las que se podían usar esos instrumentos. Por lo tanto, probablemente, saldrás igual que has entrado. De modo que, aunque unas y otras piezas se expongan en un número similar, la información que somos capaces de transmitir es muy diferente en uno y otro caso. Nos quedaremos sin saber que las raederas y los raspadores son útiles de piedra que se utilizan en la producción de cerámica, en el tratamiento de pieles o en el procesado de la carne para consumirla. Empezamos a visibilizar y, por tanto, a valorar las actividades de forma desigual. Aquí introduciré un inciso: hay muchas y muchos profesionales en los museos españoles que están intentando cambiar las cosas, y en las páginas de este libro conoceremos ejemplos excelentes sobre cómo se trabaja para cambiar esta trayectoria, pero si hoy visitas el museo de tu ciudad, es muy probable que te sigas encontrando estas pautas, sobre todo en las exposiciones permanentes. Volvamos al siglo XIX porque siguen pasando cosas que influyen en las razones por las que la arqueología silencia a buena parte de las mujeres. Y esta que te contaré ahora es de las cruciales. El gran movimiento social que se produce en el siglo XIX es el sufragismo, la reivindicación por parte de las mujeres del derecho a voto. Y en la segunda mitad del siglo, las sufragistas intensifican sus reivindicaciones: quieren votar porque quieren elegir, pero sobre todo porque quieren ser elegidas, quieren estar en los lugares en los que se toman las decisiones. Y esto choca de frente con los intereses del poder establecido en ese momento. A veces creo que nunca reconoceremos lo suficiente a esas mujeres que se dejaron parte de su vida, en ocasiones en situaciones extremadamente duras, para conseguir derechos que hoy nos tomamos muy a la ligera; flaco favor hacemos a su memoria. Y también aquí los discursos sobre las sociedades del pasado, especialmente las prehistóricas, ayudan a sustentar esa negación de derechos a las mujeres.

Para separar a las mujeres de sus anhelos de formar parte del poder que les conferiría el voto, los intelectuales de la época rebuscan y actualizan textos antiguos y escriben tratados dedicados al matriarcado primitivo, retomando mitos en los que las sociedades en las que las mujeres gobiernan distan mucho de ser civilizadas y avanzadas. Aquí entran en escena nuestras amigas las amazonas, temidas y deseadas por igual, un mito que tiene mucho de realidad y que conoceremos más de cerca cuando hablemos de ese amenazador binomio mujeres/armas. En el contexto ideológico del siglo XIX sirven para explicar, como escribe J. Jakob Bachofen en su libro de 1861 El matriarcado: una investigación sobre la ginecocracia en el mundo antiguo según su naturaleza religiosa y jurídica, la degeneración del matriarcado primitivo. Según este y otros autores del momento, las amazonas se cortan el pecho para poder disparar con el arco, abandonan a los hijos varones o gustan de asesinar a hombres. Su irremediable ocaso, vencidas por ejércitos masculinos, dio inicio a una nueva etapa en la historia de la humanidad, la del patriarcado, un cambio imprescindible porque sin intervención activa en la naturaleza, es decir, sin las tecnologías relacionadas con los hombres, el género humano no habría podido sobrevivir. No será la última vez que escuchemos esto. Una ecuación —naturaleza? (mujeres) ­ cultura (hombres)— que explica perfectamente por qué son ellos los que deben gobernar y tomar las decisiones, y que vamos a ver repetida en el imaginario colectivo sobre la prehistoria a finales del siglo XIX y principios del XX. Estas sociedades prehistóricas se convierten en un ámbito muy fructífero para la creación de estereotipos que refuerzan la posición de las mujeres en roles subordinados y desiguales frente a los hombres. Y se concreta en una iconografía muy potente, llena de suposiciones y símbolos de carácter moral y filosófico, que posee un importante empeño divulgativo.

A finales del siglo XIX y principios del XX, se generaliza en Europa una tendencia a representar escenas de la prehistoria. Pintores y escultores crean obras donde pueden verse cuerpos semidesnudos, cubiertos de pieles y llenos de anacronismos en las que las mujeres tienen dos opciones: aparecer como madres o aparecer como cuerpos sexualizados. En realidad hay una tercera opción: aparecer no haciendo nada. Un buen ejemplo de esta producción artística es la serie «30 escenas de la vida del hombre primitivo», que Émile Bayard creó para ilustrar el libro Primitive Man de Louis Figuier en 1870. En una de ellas, A family in the stone age, podemos ver un claro ejemplo de la primera opción, la mujer madre. Merece especial atención una imagen dedicada a la familia paleolítica.

[PONER IMAGEN 1 LIBRO MUJERES]

Detengámonos en ella un momento. En el centro de la imagen el hombre de pie, erguido, mirando hacia el horizonte, va a ver venir todo lo que pase, será el primero en recibir la información. Su actitud dice «aquí estoy yo». Ella, en la parte inferior de la imagen, con la cabeza agachada, mira hacia abajo, hacia el bebé que sostiene en brazos, volcada en la maternidad. Ella no va a recibir información de primera mano, porque no está en eso; de hecho, casi no está. Esta imagen lo explica prácticamente todo: ayuda a cons­ truir el concepto de familia nuclear, papá, mamá y las tres criaturas; sitúa a los personajes en dos dimensiones distintas, la de la mirada hacia fuera y la de la mirada hacia den­ tro; invisibiliza la infancia, porque las criaturas están de espaldas; refuerza el concepto de maternidad vinculado a lo natural y lo esencial, y sostiene la creación del concepto de instinto maternal en este momento. La maternidad, como veremos, como sabemos, no es esto. Es trabajo, conocimiento, tecnología, innovación, esfuerzo y, sí, por supuesto, emoción y sentimientos. Pero de los primeros conceptos aquí no vemos ninguno.

La segunda opción, la del cuerpo sexualizado, se expresa magníficamente a través de una serie de fotografías premeditadamente eróticas y de estilo prehistórico que durante un tiempo muy breve, entre 1905 y 1908, tuvieron un éxito notable y que muestran a mujeres desnudas o escasamente vestidas con pieles de animales y adornadas con collares de hueso portando en ocasiones arcos y flechas. Su máximo exponente es Achille Lemoine y sus modelos posan al aire libre en entornos que evocan paisajes de la Antigüedad, convirtiendo la recreación histórica en una nueva forma de presentación del desnudo femeni­ no. Para tu información, una vez subí a Facebook una de estas imágenes de Lemoine y su algoritmo me advirtió muy seriamente de que si seguía por ese camino de mostrar senos femeninos iban a tener que tomar serias medidas...

En este contexto, se entiende el tratamiento de la imagen femenina en la exposición realizada en 1916 en el Real Instituto Belga de Ciencias Naturales. El museo, en su afán educativo y divulgador, programó una muestra que realizará un recorrido por el conocimiento que se tenía en esos años sobre la evolución humana. Para ello, y siendo conscientes de que una imagen vale más que mil palabras, encargó al escultor Louis Mascré, asesorado por el arqueólogo Aimé Rutot, quince esculturas que mostraran las distintas etapas en la evolución. De ellas, trece representan a hombres y solo dos, a mujeres. No sorprende, ¿verdad? Estas dos representaciones femeninas son La mujer de raza neandertal y La mujer negroide de Laussel, y vuelven a llevar­ nos a esa elección básica que tenemos las mujeres. La mujer neandertal supone una vuelta de tuerca a la imagen de maternidad que hemos visto en la obra de Émile Bayard.

[PONER IMAGEN 2 LIBRO MUJERES]

Aquí, esta neandertal, que aún sufre el estigma del poco conocimiento que existe sobre las poblaciones neanderta­les en este momento, es representada casi como una simia salvaje que defiende a su cría del peligro. Es, otra vez, una maternidad animal, esencial, natural, que vincula la natu­raleza femenina a la idea de la maternidad. La segunda es­ cultura, la mujer negroide de Laussel, no sale mucho mejor parada en lo que a estereotipos se refiere. Representa en tres dimensiones a la denominada Venus de Laussel, tam­bién conocida como Venus del Cuerno, descubierta en 1911 en el abrigo de Laussel, en la Dordoña, y datada hace unos 25.000 años. Este bajorrelieve representa una mujer con caderas anchas, y pubis y senos prominentes, con una mano en el vientre y con la otra sujetando un cuerno hacia el que vuelve la cabeza.

En su reinterpretación, Mascré y Rutot utilizan elementos de otras figurillas femeninas de la época, como los peinados de las figuras de Brassempouy y de Willendorf, y adornos procedentes de las sepulturas del yacimiento paleolítico de Grimaldi, que se unen a la gestualidad de la propia representación de Laussel. Los rasgos negroides que presenta la figura se deben precisamente a una errónea interpretación de los esqueletos de esa sepultura descubierta en 1901, un hombre de unos diecisiete años y una mujer de más de cincuenta que presentaba un ligero prognatismo, lo que en un primer momento llevó a la conclusión de que se trataba de poblaciones negroides. En cualquier caso, como observamos, la escultura de Mascré muestra la des­ nudez del cuerpo femenino de manera muy distinta a como lo hace el original de Laussel, y, por tanto, una y otra transmiten mensajes muy diferentes. La escultura recreada en el Real Instituto Belga de Ciencias Naturales se exhibe, muestra su cuerpo. Porque es el cuerpo el que define a las mujeres, ya sea el cuerpo maternal o el cuerpo sexuado, pues esas son las dos opciones. Si observamos las trece figuras masculinas, vemos a hombres de diversas edades que están tallando, pescando, cazando, procesando huesos... to­dos ellos están relacionados con la tecnología. De nuevo aparece la oposición entre naturaleza y cultura. Y ya sabe­mos quién gana en esa rivalidad artificial.

Y en medio de todos esos estereotipos están las venus...

Pero ese es otro capítulo.