Albert Einstein revolucionó el mundo de la ciencia a través de sus teorías. Sin embargo, no estuvo solo en ese largo itinerario. ¿Cuál fue la verdadera participación de su primera esposa? ¿Debería haber compartido con ella el Premio Nobel que le otorgaron?
Marie Benedict rescata en esta novela un debate existente entre una parte de la comunidad científica acerca del papel que la esposa de Einstein, Mileva Maric, podría haber desempeñado en el desarrollo de la Teoría de la Relatividad.
La autora narra todos los años de relación de la pareja, que van de 1896, cuando ambos estudiaban física en Zurich, hasta su divorcio en 1914. A lo largo de la novela se destaca la lucha constante de Mileva Maric por tener éxito en un campo de estudio dominado por los hombres.
En esta fascinante y poco conocida historia, la autora nos deja ver, a través de las páginas, cómo Einstein relega a Mileva al papel de un ama de casa tradicional, aunque la sigue utilizando para discutir parte de sus teorías con ella. El menosprecio llega a tal grado que, cuando uno de los artículos que escribieron juntos es nominado al Nobel, sólo Einstein recibe el reconocimiento, pues únicamente lleva su firma.
Una intrigante narración que arroja una mirada hacia el trabajo y sacrificios de una científica injustamente olvidada, quien colaboró en una de las teorías más revolucionarias de la historia moderna.
Fragmento del libro “El otro Einstein” de Joyce Tyldesley, editado por Paidós, 2023. © 2016 Traducción: Ana Herrera Ferrer. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.
Marie Benedict es abogada y ha trabajado en algunas de las firmas más prestigiosas de Estados Unidos. Se graduó con honores de la Universidad de Boston con especialización en Historia del Arte. Como abogada se ha enfocado en defender los derechos de las mujeres y desde esta preocupación comenzó a escribir novelas biográficas donde visibiliza el papel de ellas a lo largo de la historia.
Capítulo 1
Mañana
20 de octubre, 1896
Zúrich, Suiza
Alisé las arrugas de mi blusa recién planchada, arreglé el lazo alrededor de mi cuello y acomodé un mechón de cabello en el moño firmemente apretado. La húmeda caminata por las calles brumosas hacia el campus del Politécnico Federal Suizo había descompuesto mi cuidadoso arreglo. Me frustraba que mi oscuro y pesado cabello se negaba a mantenerse en su lugar. Quería que cada detalle de aquel día fuera perfecto.
Enderecé los hombros intentando verme más alta y coloqué una mano sobre la enorme perilla de latón del salón de clases. Grabada con patrones griegos, gastados por el paso de las generaciones, la perilla hizo ver aún más pequeña mi mano de tamaño infantil. Hice una pausa. Gira la perilla y empuja la puerta, me dije. Puedes hacerlo. Cruzar el umbral no es nada nuevo. Has pasado antes sobre la supuesta división insuperable entre hombres y mujeres en innumerables salones. Y siempre has tenido éxito.
Aun así, dudé. Sabía muy bien que, mientras el primer paso es el más difícil, el segundo no resulta más fácil. En aquel momento casi podía escuchar a papá apremiándome. «Sé valiente», susurraría papá en nuestra nativa y poco usada lengua serbia. «Eres mudra glava. Una sabia. En tu corazón late la sangre de bandidos, nuestros ancestros eslavos que recurrían a cualquier medio para cumplir su cometido. Cumple tu cometido, Mitza. Cumple tu cometido».
No podría decepcionarlo.
Giré la perilla y la puerta se abrió de par en par. Seis rostros me miraron: cinco estudiantes con trajes negros y un profesor con levita negra. Detecté impresión y desdén en sus caras pálidas. Nada —ni siquiera los rumores— había preparado a estos hombres para ver a una mujer entre sus filas. Casi se veían tontos con sus ojos saltones y mandíbulas desencajadas, pero sabía que no me podía atrever a reír. Me propuse no poner atención a sus expresiones, ignorar las caras pastosas de mis compañeros estudiantes, quienes estaban desesperados por parecer mayores de dieciocho años con sus bigotes exageradamente encerados.
El amor por aprender física y matemáticas fue lo que me hizo venir al Politécnico, no el deseo de hacer amigos o complacer a los demás. Me recordé a mí misma este simple hecho mientras me preparaba para encarar a mi instructor.
El profesor Heinrich Martin Weber y yo nos miramos. Su larga nariz, sus espesas cejas y su barba meticulosamente recortada hacían justicia a su amplia reputación de profesor de física.
Esperé a que hablara. Hacer cualquier otra cosa habría parecido una insolencia y no podía permitirme una marca semejante, ya que mi mera presencia en el Politécnico era considerada por muchos como un desafío. Caminaba sobre una delgada línea entre mi insistencia por seguir este sendero nunca antes andado y el conformismo que se esperaba de mí.
—¿Y tú eres…? —preguntó como si no me estuviera esperando, como si nunca hubiera oído de mí.
—Señorita Mileva Maric, señor —Rogué que mi voz no temblara.
Lentamente, Weber consultó la lista de la clase. Por supuesto, sabía perfectamente quién era yo. Debido a que él era el director del programa de física y matemáticas, y dado a que sólo cuatro mujeres habían sido admitidas antes de mí, tuve que hacer una petición directamente a él para entrar al primer año del programa de cuatro años, conocido como Sección Seis. ¡Él personalmente había aprobado mi entrada! La consulta de la lista de clase era un descarado y calculador movimiento, telegrafiando su opinión sobre mí al resto de la clase. Les dio licencia para seguir el ejemplo.
—¿La señorita Maric de Serbia o algún país austrohúngaro de ese estilo? —preguntó sin levantar la mirada, como si fuera posible que hubiese otra señorita Maric en la Sección Seis, una que proviniera de un lugar más respetable. Con su pregunta, Weber dejó perfectamente clara su visión respecto al este eslavo de Europa, que nosotros, como oscuros foráneos, éramos de algún modo inferiores a las personas alemanas de Suiza. Era otra preconcepción que tendría que refutar si quería tener éxito. Como si ser la única mujer en la Sección Seis (tan sólo la quinta en haber sido alguna vez admitida en el programa de física y matemáticas) no fuese suficiente.
—Sí, señor.
—Puedes tomar tu asiento —dijo finalmente e hizo un gesto hacia la silla vacía. Y fue mi suerte que la única vacía era la más lejana a su podio—. Ya hemos empezado.
¿Empezado? La clase no empezaba sino hasta dentro de otros quince minutos. ¿Le habían dicho a mis compañeros algo que a mí no? ¿Habían conspirado para encontrarse antes? Quería preguntar, pero no lo hice. Discutir sólo habría alimentado el fuego contra mí. De cualquier manera, no importaba. Simplemente llegaría quince minutos antes al día siguiente. Y cada vez más temprano de ser necesario. No me perdería una sola palabra de las lecciones de Weber. Estaba equivocado si él pensaba que un inicio prematuro me disuadiría. Era la hija de mi padre.
Asintiendo a Weber, miré el largo camino desde la puerta hasta mi silla; deshabituada, calculé el número de pasos que me tomaría para cruzar el cuarto. ¿Cómo sería mejor manejar la distancia? Con mi primer paso, intenté mantener la postura y esconder mi cojera, pero el arrastre de mi pie cojo hizo eco a través del salón. En un impulso, decidí no enmascararlo en lo más mínimo. Lo mostré plenamente para que todos mis colegas vieran la deformidad que me ha marcado desde que nací.
Golpear y arrastrar. Una y otra vez. Dieciocho veces hasta que alcancé mi silla. Aquí estoy, caballeros, sentí que decía con cada arrastre de mi pie cojo. Echen un vistazo; supérenlo.
Sudando por el esfuerzo, me percaté de que la clase se hallaba en completo silencio. Estaban esperando a que me sentara, y quizás avergonzados por mi cojera o mi sexo o ambos, mantenían los ojos apartados.
Todos excepto uno.
A mi derecha, un hombre joven con una desordenada mata de rizos café oscuro me observaba. Inusualmente, me encontré con su mirada. Pero incluso cuando lo miré con la cabeza alta, retándolo a burlarse de mi esfuerzo, sus ojos entrecerrados no se apartaron. En su lugar, se formaron pequeñas arrugas en las esquinas del rostro mientras sonrió a través de la oscura sombra de su bigote, mostrando una mueca de gran desconcierto, incluso de admiración.
¿Quién creía que era? ¿Qué significaba aquella mirada?
No tenía tiempo de darle sentido mientras tomaba asiento. Alcanzando mi bolsa, saqué papel, tinta y una pluma, alistándome para la lección de Weber. No dejaría que la atrevida, despreocupada mirada de un compañero privilegiado me confundiera. Vi de frente al profesor, aún consciente de la observación de mi compañero sobre mí, pero actué como si no lo viera.
Weber, sin embargo, no era tan resuelto. Ni indulgente. Mirando al hombre joven, el profesor aclaró su garganta, y cuando él no redirigió sus ojos hacia el podio, dijo «Tendré la atención de toda la clase. Esta es su primera y última advertencia, señor Einstein»
Capítulo 2
Tarde
20 de octubre de 1896
Zúrich, Suiza
Al entrar al vestíbulo de la pensión Engelbrecht, cerré la puerta silenciosamente tras de mí y le di el paraguas empapado a la sirvienta. Llegaron risas hasta la entrada, provenientes de la sala. Sabía que las chicas me esperaban ahí, pero aún no me sentía con ánimos para un bien intencionado interrogatorio. Necesitaba un tiempo sola para pensar sobre mi día, incluso si eran únicamente unos pocos minutos. Tomándome tiempo para pisar suavemente, empecé a subir las escaleras hacia mi habitación.
Crack. Maldito sea ese escalón suelto.
Con faldas grises ondeando tras ella, Helene emergió de la sala con una humeante taza de té en la mano. «Mileva, ¡te estamos esperando! ¿Lo habías olvidado?» Con su mano libre, Helene tomó la mía y me llevó hasta la sala pequeña, la cual llamábamos entre nosotras «el cuarto de juegos». Nos sentíamos con derecho a nombrarlo, ya que nadie más lo usaba.
Reí. ¿Cómo lo habría logrado durante los últimos meses en Zúrich sin estas chicas? Milana, Ružica, y sobre todo Helene, una hermana espiritual con agudo ingenio, modales amables y, muy extrañamente, un cojeo similar. ¿Por qué había dejado pasar incluso un solo día sin tenerlas dentro de mi vida?
Hace muchos años, cuando papá y yo llegamos a Zúrich, yo no podía haber imaginado amistades como estas. Mi juventud, marcada por mis compañeros de escuela, —alienación en el mejor de los casos, burlas en el peor— significaba una vida de soledad y conocimiento. O eso pensaba.
Bajando del tren luego de un viaje a empujones de dos días desde nuestro hogar en Zagreb, Croacia, papá y yo estábamos un poco temblorosos. El humo del tren ondeaba por toda la estación de trenes de Zúrich, y yo tenía que esquivar a la gente para hacer mi camino en la plataforma. Con un satchel en cada mano, uno muy pesado con mis libros favoritos, me tambaleé un poco mientras caminaba por la concurrida estación, seguida por papá y un portero llevando nuestras bolsas. Papá se apresuró a mi lado, intentando ayudarme con uno de mis satchels.
—Papá, yo puedo hacerlo —insistía mientras intentaba liberar mi mano de la suya—. Tienes tus propias maletas que cargar y sólo tienes dos manos.
—Mitza, por favor déjame ayudarte. Puedo aguantar con facilidad una maleta más que tú —río—. Sin mencionar que tu madre estaría horrorizada si te dejo peleando con tantas maletas por toda la estación de Zúrich.
Bajando mi maleta, intenté extraer mi mano de la suya —Papá, tengo que poder hacer esto sola. Voy a vivir sola en Zúrich, después de todo.
Me miró por un largo momento como si la realidad de mí viviendo en Zúrich acabara de registrarse en su mente, como si no hubiésemos trabajado por esta meta desde que era una niña pequeña. Reticente, dedo a dedo, liberó nuestras manos. Esto fue difícil para él; eso lo entiendo. Mientras sé que parte de papá disfrutaba mi búsqueda por una educación particular, mi escalada le recordaba su propio trabajo duro para ascender desde que era campesino hasta lograr ser un exitoso burócrata y propietario de tierras, a veces me pregunto si se sentía culpable por impulsarme en mi precario camino. Se había enfocado durante tanto tiempo en el premio de mi educación universitaria, que adivino que nunca vislumbró decirme adiós realmente y dejarme en este lugar extranjero.
Salimos de la estación y nos detuvimos en las ajetreadas calles de Zúrich. La noche comenzaba a caer, pero la ciudad no estaba oscura. Me encontré con la mirada de papá, y sonreímos asombrados; sólo habíamos visto una ciudad encendida por el usual brillo turbio de las lámparas de aceite. Luces eléctricas iluminaban las calles de Zúrich, y eran inesperadamente brillantes. Bajo su brillo, podía ver los detalles más finos en los vestidos de las damas que pasaban a nuestro lado; sus movimientos eran más elaborados que los de los retraídos estilos que he visto en Zagreb.
Los caballos de un carruaje de alquiler galoparon sobre los guijarros de la estación donde estábamos, y papá los llamó. Mientras el chofer desmontaba para cargar nuestro equipaje en la parte trasera del coche, me envolví en mi chal buscando calor en el aire frío de la tarde. La noche antes de partir, mamá me regaló el chal con rosas bordadas, con lágrimas pendiendo en las esquinas de sus ojos, pero nunca cayendo. Sólo más tarde comprendí que el chal era como su abrazo de despedida, algo que podía mantener conmigo, ya que ella tendría que quedarse en Zagreb con mi hermana pequeña Zorka y, mi hermano pequeño, Miloš.
Interrumpiendo mis pensamientos, el chofer preguntó:
—¿Están aquí para ver los monumentos?
—No —respondió papá con un acento apenas perceptible. Siempre había estado orgulloso de su alemán sin errores gramaticales, la lengua hablada por aquellos con poder en Austro-Hungría. Era el primer paso que dio para iniciar su escalada, solía decir cuando nos incitaba a practicarla. Hinchando ligeramente su pecho dijo—: estamos aquí para inscribir a mi hija en la universidad.
Las cejas del chofer se levantaron con sorpresa, pero mantuvo su opinión en privado.
—Universidad, ¿eh? Entonces supongo que querrán la pensión Engelbrecht o alguna de las otras pensiones de Plattenstrasse —dijo mientras sostenía abierta la puerta del carro para que entráramos.
Papá hizo una pausa mientras esperaba a que yo me acomodara y luego le preguntó al conductor:
—¿Cómo sabe nuestro destino?
—Ahí es a donde llevo a muchos de los estudiantes del este de Europa para alojarse.
Escuchando a papá gruñir como respuesta mientras se deslizaba a mi lado, me di cuenta de que no sabía cómo interpretar aquel comentario. ¿Era un insulto a nuestra herencia del este? Se nos había dicho que, a pesar de que habían mantenido firmemente su independencia y neutralidad frente al despiadado imperio europeo que los rodeaba, los suizos miraban hacia abajo a cualquiera procedente de los alcances del Imperio austrohúngaro. Y así con todo, los suizos eran las personas más tolerantes de otras maneras; ellos tenían las admisiones a universidades más indulgentes con las mujeres, por ejemplo. Era una confusa contradicción.
Apuntando a los caballos, el conductor hizo sonar la fusta en el aire y el coche avanzó con un ritmo constante, camino abajo en la calle de Zúrich. Esforzándome por mirar a través de la ventana manchada de barro, vi un tranvía eléctrico zumbando cerca del coche.
—¿Viste eso, papá? —pregunté. Había leído sobre tranvías pero nunca había visto uno de primera mano. Su visión me llenó de regocijo; era prueba tangible de que la ciudad tenía un pensamiento avanzado, al menos en cuanto a transportes. Sólo podía esperar que la forma en que los ciudadanos tratasen a las estudiantes fuera tan avanzada para concordar con los rumores que había escuchado.
—No lo vi, pero lo escuché. Y lo sentí —respondió papá con calma, dando un apretón a mi mano. Sabía que estaba emocionado, pero quería parecer sofisticado. Especialmente luego del comentario del chofer.
Me giré para abrir la ventana. Escarpadas y verdes montañas enmarcaban la ciudad, y juro que pude oler hojas perennes en el aire. Seguramente las montañas eran demasiado distantes como para compartir la fragancia de sus abundantes árboles. Sin importar la fuente, el aire de Zúrich era, por mucho, más fresco que el de Zagreb, siempre oliendo a caballo y cultivos quemados. Quizá la esencia venía del aire fresco volando desde el lago de Zúrich que bordeaba el lado sur de la ciudad.
En la distancia, en lo que parecía ser la base de las montañas, vislumbré edificaciones amarillo pálido, construidas con estilo neoclásico, acomodadas como telón de fondo a las agujas de las iglesias. Los edificios eran notablemente parecidos a los bocetos del Politécnico que había visto en mis papeles de solicitud, pero mucho más grandes e imponentes de lo que los había imaginado. El Politécnico era una nueva suerte de colegio dedicado a producir maestros y profesores para varias disciplinas científicas o matemáticas, y era una de las pocas universidades en Europa que concedía grados a las mujeres. Aunque durante años soñé con poco más, era difícil asimilar que en pocos meses estaría por fin asistiendo al Politécnico.
El coche se detuvo bruscamente. La ventanilla del conductor se abrió, y este anunció nuestro destino: «Plattenstrasse 50». Papá le dio algunos francos a través de la ventanilla, y se abrió la puerta hacia la calle.
Mientras el conductor bajaba nuestro equipaje, un sirviente de la pensión Engelbrecht se apresuró hacia la puerta principal y bajó los escalones de la entrada para ayudarnos con el equipaje de mano. Entre las hermosas columnas que enmarcaban la puerta de la casa de cuatro pisos de ladrillo, surgió una atractiva y elegantemente vestida pareja.
—¿Señor Maric? —preguntó el caballero, de mayor edad y tamaño.
—Sí, y usted debe ser el señor Engelbrecht —respondió mi padre con una ligera reverencia y un apretón de manos. Mientras los hombres intercambiaban saludos, la ágil señora Engelbrecht bajó las escaleras para acompañarme al interior del edificio.
Una vez terminadas las formalidades, los Engelbrecht nos invitaron a papá y a mí a tomar el té y los pastelillos que habían sido dispuestos en nuestro honor. Mientras seguíamos a los Engelbrecht desde la entrada hasta la sala, vi a papá dirigiendo una mirada aprobatoria al candelabro de cristal que colgaba frente al salón principal y que hacía juego con los apliques de la pared. Casi podía escucharlo decir: «Este lugar es suficientemente respetable para mi Mitza».
Para mí, la pensión parecía antiséptica y exageradamente formal comparada con mi casa; los olores de la madera, el polvo y la comida condimentada de casa habían sido limpiados. A pesar de que los serbios aspirábamos al orden alemán adoptado por los suizos, vi desde entonces que nuestros intentos apenas rozaban los parámetros suizos de limpieza y perfección.
Durante el té, los pasteles y algunas bromas, y bajo el persistente cuestionamiento de papá, los Engelbrecht nos explicaron el funcionamiento de su pensión: los horarios establecidos para las comidas, visitas, el aseo de la ropa y la habitación. Papá, que anteriormente había sido militar, inquirió sobre la seguridad de los inquilinos, y sus hombros se relajaron con cada respuesta favorable y con cada evaluación que hacía al elegante tapiz azul de las paredes y las ornamentadas sillas grabadas que estaban reunidas alrededor de la gran chimenea de mármol. Sin embargo, sus hombros nunca se relajaron por completo; papá quería una educación universitaria para mí casi tanto como yo misma la deseaba, pero la realidad de la despedida fue mucho más difícil para él de lo que yo hubiera podido imaginar.
Mientras daba sorbos a mi té, escuché risas. Risas de chicas.
La señora Engelbrecht notó mi reacción.
—Ah, has escuchado a nuestras jóvenes damas en un juego de naipes. ¿Puedo presentarte a nuestras otras jóvenes huéspedes?
¿Otras jóvenes huéspedes? Asentí, aunque desesperadamente quería agitar mi cabeza para decir que no. Mis experiencias con otras mujeres de mi edad generalmente terminaban mal. Las cosas en común entre ellas y yo eran pocas, en el mejor de los casos. En los peores, había sufrido degradación y maldad a manos de mis compañeros de clases, tanto hombres como mujeres, especialmente cuando se enteraban del espectro de mis ambiciones.
Aun así, las normas de cortesía exigían que nos levantáramos, y la señora Engelbrecht nos guió a través del salón hacia una habitación más pequeña, diferente en decoración: candelabro y adornos en latón en vez de cristal, paneles de roble en vez del tapiz azul en las paredes, y una mesa de juego en el centro. Mientras entramos, creí haber escuchado la palabra krpiti y miré hacia papá, que se veía igualmente sorprendido. Era una palabra en serbio que usábamos cuando nos sentíamos decepcionados o estábamos perdiendo, y me pregunté quién podría estar utilizando aquella palabra. Seguramente habíamos escuchado mal.
Alrededor de la mesa estaban sentadas tres chicas, todas más o menos de mi edad, con cabello oscuro y cejas pobladas, no muy distintas a las mías. Incluso vestían de manera muy similar con rígidas y blancas blusas con lazos a la altura del cuello y simples faldas oscuras. Vestimentas serias, no como aquellos vestidos con volantes, elegantemente decorados de color amarillo limón o rosa, usados por muchas mujeres jóvenes, como las que había visto en las calles cercanas a la estación.
Levantando las miradas de su juego, las chicas rápidamente colocaron las cartas boca abajo y esperaron a ser presentadas.