ADELANTOS EDITORIALES

El ritmo infinito • Michael Spitzer

El ser humano y la música a lo largo de la historia.

Escrito en OPINIÓN el

En el transcurso de la historia, la música nos ha definido como especie. Sin embargo, es una parte ignorada del relato de nuestros orígenes. En busca de ese cosmos musical, este libro nos ofrece un viaje estimulante sobre la relación del ser humano con este arte. Una obra extraordinariamente tejida que abarca desde su evolución hasta los daños del colonialismo musical, pasando por un enfoque más científico sobre cómo responde el cerebro a la experiencia de músicos y aficionados.

Una lectura para reflexionar sobre la importancia de la música y su presencia en nuestras vidas.

Fragmento del libro El ritmo infinito” de Michael Spitzer. Editado por Paidós, 2023. Traducción: María Dolores Ábalos Vázquez. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

Michael Spitzer es pianista, catedrático de Música y director del Departamento de Música Clásica en la Universidad de Liverpool. Reconocido como un experto en Beethoven con intereses en la filosofía y la psicología de la música, presidió la Society for Music Analysis.

El ritmo infinito | Michael Spitzer
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Voyager

Imaginen que dentro de varios miles de millones de años, posiblemente mucho después de que la Tierra haya sido consumida por el Sol, unos alienígenas abren la sonda espacial Voyager 1, lanzada hace cuarenta años por la NASA, y se ponen a escuchar el Disco de Oro, provisto de veintisiete muestras de la música de la Tierra, así como de saludos en cincuenta y un idiomas (véanse figuras 1.1). Partiendo de la base de que nuestros alienígenas sepan descifrar las jeroglíficas instrucciones de uso grabadas en el disco de metal, podrían escoger entre una asombrosa variedad de sonidos: el Concierto de Brandemburgo n.º 2, de Bach; gamelán cortesano de Java, percusión de Senegal, «Johnny B. Goode», de Chuck Berry, la Quinta sinfonía de Beethoven, zampoñas de las islas Salomón, y muchos más. ¿Qué habrían dicho esos alienígenas? El cómico Steve Martin dijo bromeando que había sido interceptado y descodificado un mensaje extraterrestre: «¡Enviad más Chuck Berry!». Es mucho más probable que nunca lo sepamos. La lección que se puede extraer de este ejercicio mental es que las pequeñas trifulcas territoriales de la música adquieren una perspectiva más amplia. Contemplada desde una distancia interestelar, la Tierra puede no tener un solo lenguaje musical, del mismo modo que tampoco parece probable que exista una única lengua alienígena. Sin embargo, podemos discernir que hay algo irreductiblemente humano en toda la música de la Tierra. Imaginar la cultura humana desde la perspectiva de una especie no humana puede ser saludable. El filósofo Thomas Nagel hizo eso por nuestra teoría de la consciencia con un famoso ensayo titulado: «¿Qué se siente al ser un murciélago?». ¿Qué pueden contarnos los alienígenas de lo que se siente como ser humano musical?

Pongan a Beethoven, a Duke Ellington y a Nusrat Fateh Ali Khan, el rey del qawwali (véase figura 1.2), en un bar, invítenlos a una copa y pregúntenles de dónde viene la música. Sus respuestas no serán tan distintas como cabría esperar. «No significa nada si no tiene swing», dice Ellington. «Desde el corazón puede llegar al corazón», responde Beethoven. Según Khan: «Uno ha de estar deseando liberar la mente y el alma del propio cuerpo para extasiarse a través de la música». Lo que están diciendo es que la música es vida, emoción y espíritu. Que lo que brota de la música no se puede reducir a las notas. Que la música es esencialmente humana, y que nos hace humanos.

La música está vinculada a nuestros orígenes como especie. De manera que resulta irresistible escribir una obra con letra grande y en negrita, una «gran historia». Tal historia ahondaría más que los habituales relatos sobre quién escribió qué y cuándo (Bach, 1685-1750; escribió la Pasión según san Mateo en 1730). Sería una fiesta a la que todos estarían invitados: el rey David con su lira y los compositores de los salmos; Pitágoras; Lucy, la australopiteco; simios cantarines y loros danzarines. Comenzaría con la música cósmica de las esferas y hablando de cómo los organismos más elementales se estremecen ante los sonidos. Incluiría los lenguajes protomusicales del primer Homo sapiens, y se preguntaría qué los diferencia del canto de las aves o de la llamada de los gibones. Seguiría el rastro de la difusión y la evolución paralela de todas las músicas del planeta, y se centraría en cómo y por qué la música occidental se fragmentó con arreglo a sus propias leyes, no como un triunfo inevitable, sino con unas consecuencias tanto buenas como malas. Una consecuencia es, por ejemplo, que la música occidental operó como vehículo de la supremacía blanca.

Una evolución de la música parece una perspectiva halagüeña. Pero son muchos los escollos contra los que puede chocar. Hasta 1877, cuando Edison inventó el fonógrafo, no hay música grabada. Las obras musicales creadas una tras otra no existen antes del 800?d.?C. La más temprana notación musical griega es del 500?a.?C. Antes de esa fecha, todo era silencio. Los historiadores de la música miran con envidia a los arqueólogos, que trabajan con vestigios y con fósiles. La música no cuenta con fósiles, salvo una curiosa flauta de hueso que fue descubierta en unas cuevas antiguas. Una descripción de la evolución de la música a partir de objetos físicos sería como Hamlet sin el príncipe, multiplicado por diez. El resto, efectivamente, es silencio.

Algunos preliminares

Afortunadamente, hoy en día la perspectiva es mucho más prometedora de lo que parece. Pero antes tengamos en cuenta algunas limitaciones preliminares. Es obvio que la música existe desde que empezó a existir el hombre, de modo que escribir su evolución podría parecer un trabajo sencillo que no reviste mayor dificultad. El elefante —o? más bien el mamut lanudo— en la cacharrería es que, durante casi toda su existencia, no tenemos ni idea de cómo sonaba la música. El primer sonido registrado de una pieza de música fue un solo de corneta áspero y anónimo grabado en un fonógrafo en 1878 en San Luis, en Estados Unidos. Hasta entonces sólo tenemos signos en unos papeles llamados partituras. Nos gusta aparentar que sabemos cómo reproducir estos signos hasta convertirlos en sonidos. Pero lo cierto es que la práctica de la ejecución está construida sobre un edificio de convenciones un tanto destartalado. Instituciones como Record Review o Building a Library, de Radio 3, se basan en la hipótesis de que no hay dos versiones de una obra que suenen igual. La práctica de la ejecución o de la interpretación cambia constantemente. Las libertades que se tomaban los cantantes de ópera a principios del siglo?xx, como el portamento, hoy en día nos hacen reír (portamento es cuando el cantante se desliza de una nota a otra sin que haya discontinuidad, como un trombón). Si escuchan una tras otra las grabaciones de la Sinfonía Patética de Chaikovski, desde la interpretación de Serge Koussevitsky en 1930 hasta la de sir Simon Rattle de hoy en día, verán que cada vez van más aprisa. Chaikovski se va acelerando. Los coros del Saint John’s y el King’s College de Cambridge se enorgullecen de tener unos sonidos únicos, modelados en parte por las características acústicas de las dos capillas. Si pasea por Cambridge oyendo primero unas vísperas y luego otras, vivirá una experiencia diferente, aunque los coros estén cantando las mismas piezas.

La situación se vuelve aún más desesperada si se considera lo que nos cuenta la partitura musical, que es bien poco. Comencemos nuestro cronograma en 1786, cuando Mozart compuso el maravilloso Concierto para piano n.º 23 en la mayor, K. 488. Y por seguir el argumento, digamos que la partitura que nos ha llegado es una representación más o menos precisa de los sonidos que el público oyó en Viena durante uno de los conciertos de abono interpretados por el propio Mozart durante la primavera de ese año (sin tener en cuenta que seguramente Mozart habría «sincopado» su parte de piano como un improvisador moderno). Ahora apliquemos una técnica de ingeniería inversa a la historia de la música y remontémonos lo más atrás posible. Lo haremos observando cómo se van fundiendo los signos de las partituras musicales, uno tras otro, hasta que ya no queda nada.

Hace 300 años

Robinson Crusoe se publica en 1719. Jean-Antoine Watteau pinta ese mismo año Los placeres del amor. Bach concluye el primer libro de El clave bien temperado en 1722. La partitura nos muestra la melodía, la armonía y el ritmo. Pero no sabemos a qué volumen ni a qué velocidad se tocaba la música. El preludio en do mayor con el que comienza el ciclo hoy en día se interpreta o bien suavemente, piano, o con mayor seguridad, forte, a cualquier velocidad posible. Los signos del tempo y de la dinámica han desaparecido del mapa.

Hace 500 años

Miguel Ángel empieza a pintar el techo de la Capilla Sixtina en 1508. Escribe una serie de sonetos a su amante, Tommaso dei Cavalieri, en 1509. Durante su estancia en Ferrara en 1505, el gran compositor flamenco Josquin des Prés escribe una misa en honor a su soberano, la Missa Hercules dux Ferrariae. Aquí no sólo no hay indicaciones sobre el volumen o la velocidad, sino que Josquin no anota tampoco el legato ni el staccato, la suavidad o la intensidad con la que han de ser cantadas las notas. La expresión ha desaparecido del mapa.

Hace 800 años

Las primeras catedrales góticas. El crucifijo de Cimabue, 1287. En 1250, Hildegarda de Bingen, abadesa de un convento en Rupertsberg, teóloga, compositora, poeta e inventora de la botánica alemana, escribe tanto la letra como la música de un drama litúrgico, el Ordo Virtutum. Estos cantos no tienen armonía ni ritmo ni tempo ni dinámica ni expresión, sólo los tonos. Ni siquiera sabemos si las monjas entonaban estos cantos haciendo solos o en grupo. Casi todo ha desaparecido del mapa.

Hace 1.700 años

San Agustín completa sus Confesiones en el año 400?d.?C. Como entendido en música, san Agustín escribe: «No busques las palabras como si supieras explicar lo que deleita a Dios. Canta lleno de júbilo». No tenemos ni idea de la música que escuchaba san Agustín, y debemos esperar hasta el siglo?IX?d.?C. para encontrar la primera notación de canto. Escrita como líneas onduladas encima del texto, esta notación «neumática» indica el contorno de una nota, no el tono exacto. Es un descendiente de los acentos masoréticos (ta’amim) de la cantilena bíblica judía en la recitación de la Torá. En realidad, es una mnemotecnia que refresca la memoria de los lectores que ya se sabían la melodía. El tono, el último parámetro que quedaba en el mapa de la música, ha desaparecido. También ha muerto la idea de la autoría. Estamos acostumbrados a atribuir un nombre a la música dirigida a los seres humanos. Pero esta música es huérfana. Podríamos decir que la idea del compositor se hunde con el barco de la música.

Hace 2.000 años

No hemos terminado todavía, ya que la música tiene una protovida fantasmagórica. Los griegos de la Antigüedad idearon una teoría elaborada de la música e inventaron tipos de escala musical que todavía utilizamos hoy, como los modos dórico, eólico y lidio. Podemos estar seguros de que su mundo estaba lleno de música. Sin embargo, muy poco ha sobrevivido de esta música en una notación que pueda ser descifrada. El contraste con los templos, las estatuas y la dramaturgia del mundo antiguo es acusado. ¿Dónde está el equivalente musical del Partenón? ¿O de la Trilogía tebana de Sófocles? Un conmovedor ejemplo contrario es el gran mosaico de Alejandro Magno, que se conserva en el Museo Arqueológico Nacional de Nápoles. Siendo una copia de una pintura helenística de principios del siglo?III?a.?C., esta brillante representación de la batalla entre Alejandro Magno y Darío desmiente el mito de que el realismo en el arte ha de esperar hasta el Renacimiento italiano. Mucho tiempo antes, los pintores y los poetas ya sabían representar al ser humano. Entonces ¿por qué no pasaba lo mismo con la música? O bien, si el ser humano musical ya existía en los tiempos antiguos, ¿por qué han desaparecido las pruebas? En un mundo antiguo inundado de esculturas, templos, poemas y obras de teatro tuvo que haber resonado también la música. Sin embargo, desde donde nos encontramos hoy reina un silencio ensordecedor.

Si seguimos remontándonos hacia atrás en busca de los resultados del arte humano registrado, llegamos hasta hace 4.000 años, la época de El poema de Gilgamesh, también llamado La epopeya de Gilgamesh, el primer poema narrativo conocido. Si damos un salto diez veces más grande, retrocedemos hasta hace 40.000 años o más, hasta las primeras pinturas rupestres, como las de la cueva de Lubang Jeriji Saléh, en Borneo (que contiene —en? el momento de escribir este libro— la pintura figurativa más antigua que se conoce, la de un toro). Tenemos literatura, tenemos pintura, pero nada de música. Para un lector moderno es relativamente fácil identificarse con las aventuras del semidiós sumerio, de 4.000 años de antigüedad, descrito en El poema de Gilgamesh. Sin embargo, sabemos que la epopeya originariamente era cantada, y aunque existe una reconstrucción de la música muy imaginativa realizada por Peter Pringle, cantante y escritor de canciones canadiense que canta en sumerio antiguo, acompañándose con un laúd de tres cuerdas llamado «gishgudi», no hay manera de evaluar su precisión. Asimismo, es probable que las cavernas antiguas, dadas sus propiedades acústicas, fueran un buen sitio para hacer música. Un arqueólogo francés llamado Iégor Reznikoff dijo que en las cuevas las pinturas se arracimaban en zonas de máxima resonancia. Muy cerca de las pinturas se descubrieron fragmentos de flautas de hueso.

La falta de un registro material no debe confundirse con la falta de música; el pesimismo está injustificado. Podemos estar casi seguros de que el mundo antiguo tenía música. La curvatura de las cuevas amplifica el sonido con arreglo a unos principios acústicos similares a los techos abovedados de las iglesias y las catedrales, que en el fondo son cuevas modernas en las que se alaba a un dios a través de la música. Y aunque la música no tenga fósiles, sin embargo, «envuelve» los huesos de las tecnologías y los rituales antiguos. Resulta muy prometedor que la mitad del ser humano musical se halle en nuestro interior, en la estructura de la cognición y en las prácticas musicales a las que ésta sirve de soporte. No hemos cambiado tanto desde entonces, a todos los efectos; el Homo sapiens se desarrolló por completo hace 40.000 años, en la misma época que el arte registrado. La idea de que la modernidad evolutiva tuvo lugar hace cuarenta milenios es tonificante; relega la historia moderna a notas a pie de página. Si a través de la superficie podemos detectar diferencias, también podremos extrapolar muchas conclusiones desde donde nos encontramos hoy.

La idea a grandes rasgos

El presente volumen retrocede progresivamente en el tiempo, partiendo de la música del ser humano musical de principios del siglo?xxi; luego recorre varios miles de años de historia humana registrada, y termina abordando de un modo más especulativo la prehistoria y la música prehumana de los animales.

El libro se divide en tres partes, contraponiendo tres cronogramas o líneas de tiempo, un poco como la película de Christopher Nolan Dunkerque, que cuenta la historia narrando simultáneamente lo que ocurre en una semana, en un día y en una sola hora. El primer cronograma es la duración de una vida humana. Aquí exploro las muchas maneras en que la música va intrínsecamente unida a la vida, desde los sonidos que se oyen en el útero materno hasta la vejez. El segundo cronograma trata sobre la música en la historia universal. El tercero y más amplio aborda el aspecto evolutivo.

Estamos acostumbrados a que las historias se muevan de izquierda a derecha, desde el pasado hasta el futuro. ¿Por qué he decidido hacer lo contrario? No tenemos otra opción, dado que prácticamente todo lo que podemos saber sobre la historia profunda de la música es una extrapolación desde el presente. Ésta es la primera línea de mi argumento. La segunda es que todo sucede tres veces, en un acto recurrente de rechazo frente a la naturaleza de la música. El pecado original del ser humano musical es haber vuelto la espalda a la música animal. Ésta queda restablecida eones más tarde en el peculiar destino de la música europea, en su giro hacia la abstracción. Y el rechazo de la naturaleza se produce en el microcosmos de la duración de una vida occidental, en la traición cometida contra nuestro innato derecho a la música en favor de la audición pasiva. Todos nacemos con la capacidad necesaria para ser músicos activos. Pero pocos de nosotros terminan participando activamente, es decir, haciendo música. ¿Por qué ocurre eso?

La antigua idea de que la vida repite la historia, o de que «la ontogenia recapitula la filogenia», según el biólogo del siglo?XIX Ernst Haeckel, quedó en su día relegada al cubo de la basura de la historia. Unos psicólogos de la emoción musical han recogido cautelosamente esta idea del cubo de la basura. Por ejemplo, ahora se cree que el embrión humano adquiere la sensibilidad emocional en el mismo orden que la evolución animal. Primero desarrolla el reflejo del tronco encefálico, una reacción rudimentaria ante las señales extremas o rápidamente cambiantes. Esto es algo que hacen los organismos elementales. Luego el embrión aprende a asociar sonidos con resultados negativos o positivos. Tal «condicionamiento evaluativo» es adquirido por los reptiles. Un recién nacido aprende en su primer año de vida las emociones básicas de los mamíferos (como el miedo, la cólera o la felicidad). Los niños sobrepasan a otros mamíferos cuando aprenden emociones más sofisticadas, como los celos o el orgullo, en su etapa preescolar. Estos distintos grados de sensibilidad emocional van asociados a diferentes regiones cerebrales: desde el tronco encefálico (la parte más profunda del cerebro, que se extiende desde la médula espinal), pasando por el cuerpo amigdalino (localizado en los ganglios basales y en parte del sistema de recompensa del cerebro), hasta el neocórtex (parte del estrato externo del cerebro, y responsable de funciones cerebrales de un orden superior, como el pensamiento). Es difícil resistirse a comparar los estratos del cerebro humano con la arqueología. Freud no pudo:

Supongamos que Roma no es un asentamiento humano, sino una entidad psíquica con un pasado similarmente largo y rico, es decir, una entidad en la que nada de lo que existió en otro tiempo se ha extinguido, y todas las primeras fases del desarrollo siguen coexistiendo con la última.

Existe un fragmento muy conocido en la sinfonía de Haydn llamada Sorpresa con el que hasta los más avezados oyentes se estremecen cada vez que lo escuchan. El estallido orquestal que surge tras un murmullo de notas de cuerda activa nuestro reflejo del tronco encefálico. La familiaridad que uno pueda tener con la sinfonía no atenúa el susto porque el tronco encefálico es estúpido (nunca aprende de la experiencia; se estremecerá ante la sorpresa de Haydn independientemente de la cantidad de veces que la oiga). Muchos niveles por encima, Haydn crea una superficie musical de una complejidad exquisita. Dicha superficie le habla al neocórtex del oyente, pues ésta es la parte del cerebro que procesa los esquemas o patrones, las expectativas y los recuerdos de la sintaxis musical.