ADELANTOS EDITORIALES

Mariposas amarillas y los señores dictadores • Michi Strausfeld

América Latina narra su historia.

Escrito en OPINIÓN el

Michi Strausfeld,una de las expertas en literatura latinoamericana más reconocidas del mundo, analiza en este espléndido libro las ideas y prejuicios que han atravesado a lo largo de más de quinientos años la historia del continente. Lo hace a partir de la relectura de autores de primer nivel como Gabriel García Márquez, lio Cortázar, Elena Poniatowska, Mario Vargas Llosa, Alejo Carpentier, Carlos Fuentes, Juan Carlos Onetti, Augusto Roa Bastos, Domingo F. Sarmiento, Isabel Allende, Alfredo Bryce Echenique, Darcy Ribeiro, Tomás Eloy Martínez, Juan Rulfo, Octavio Paz o Guillermo Cabrera Infante.

En total, más de doscientos cincuenta escritores y escritoras dan muestra de la riqueza y el bagaje cultural único de América Latina, siempre entrelazado con su destino político. A través de poemas, relatos y novelas Strausfeld nos guía por la agitada y fascinante historia del continente al tiempo que nos deleita con una serie de semblanzas breves de los principales representantes de su literatura, que la autora conoció y trató personalmente. Descubriremos también cuán críticos son los textos contemporáneos con los hechos del pasado, con qué lucidez las grandes figuras de las letras hispanoamericanas analizaron las situaciones de sus respectivos países y cómo sus obras se han convertido en la corrección de unos manuales muchas veces falsarios. En palabras de Vargas Llosa, «la literatura cuenta la historia que la historia que escriben los historiadores no sabe ni puede contar». Así pues, Mariposas amarillas y los señores dictadores es un paseo literario por la verdadera historia del continente latinoamericano y una invitación sincera, lejos de la mirada eurocéntrica, a reabrir el diálogo entre América Latina y Europa.

Fragmento del libro “Mariposas amarillas y los señores dictadores. América Latina narra su historia” de Michi Strausfeld editado por Debate. Cortesía de publicación Penguin Random House.

Michi Strausfeld (1945) es una de las principales embajadoras de la literatura hispanoamericana en lengua alemana y una de las expertas más reconocidas del mundo en su campo. Estudió Filología inglesa y románica para luego doctorarse en Literatura latinoamericana, centrándose particularmente en la nueva novela latinoamericana encarnada en la obra de Gabriel García Márquez.

Mariposas amarillas y los señores dictadores • Michi Strausfeld

#AdelantosEditoriales

 

Primera parte

1

Colón

Éste es el paraíso. Estas gentes aman al prójimo como a sí mismos [...] estos parajes son los del Paraíso terrenal.

COLÓN, Carta al papa Alejandro VI

Antes de ser encontrada por los navegantes, ha sido inventada por los humanistas y los poetas.

ALFONSO REYES, Capricho de América

Una de las figuras más controvertidas y enigmáticas de la historia universal es Cristóbal Colón —admirado y odiado, ha inspirado la fantasía de numerosos autores y las más diversas interpretaciones a uno y otro lado del Atlántico—. Se ha escrito una infinidad de libros sobre él y, sin embargo, sigue siendo un enigma. Nadie discute que fue un marino genial, un aventurero y a la vez un hombre de una cultura asombrosa para la época, como demuestran sus cartas, diarios o también los comentarios a la Medea de Séneca. La importancia de su viaje de descubrimiento, uno de los acontecimientos históricos más espectaculares, explica que dure tanto esta polémica.

Ensalzado por los cronistas de su tiempo, su gloria fue incuestionable durante siglos. «Porque en la verdad, aunque otra cosa se pudiesse presumir de los contrarios indiçios ó fábulas, para estorbar el loor de don Chripstóbal Colom, no deben ser creydos. Suya es esta gloria, y á solo Colom, despues de Dios, la deben los reyes de España passados é cathólicos, é los presentes y por venir. Y no solamente toda la nasçion delos señorios todos de sus Magestades; mas aun los reynos extraños, por la grande utilidad que en todo el mundo ha redundado destas Indias, con los innumerables tesoros que de ellas se han llevado é cada dia se llevan, é se llevarán en tanto que haya hombres», escribía el cronista Gonzalo Fernández de Oviedo en su Historia general y natural de las Indias, islas y Tierra-Firme del Mar Océano (1535). También Bartolomé de las Casas, por lo demás tan crítico, se deshacía en elogios: «Aquel ilustre y grande Colón», a cuya «virtud, ingenio, industria, trabajos, saber y prudencia» quiso Dios «confiar una de las egregias divinas hazañas que por el siglo presente quiso en su mundo hacer». En 1892, con las pomposas celebraciones del cuarto centenario del Descubrimiento, España seguía bajo el hechizo de su hazaña.

El alemán Johannes Fastenrath editó en 1895 en Dresde un amplio volumen donde enumera en detalle las celebraciones españolas. En su introducción dice sobre Colón: «Visionario y calculador, aventurero y místico, fue el primero en llegar a donde aún no había llegado nadie por iniciativa propia, y descubrió una imponente Atlántida, más bella aún de lo que soñara el poeta, para todos los demás, sólo que no para sí mismo». Las consecuencias para la población nativa, la aniquilación de pueblos y culturas enteros, debido a enfermedades importadas y a los trabajos forzados, no eran planteadas todavía en 1892.

La grandiosa celebración llevada a cabo en Madrid en 1892, cuyos preparativos ocuparon varios años, se proponía mostrar de nuevo a España como brillante «Imperio en el que no se ponía el sol», ya que por aquel entonces Cuba y Puerto Rico seguían siendo sus colonias.

Curiosamente, el volumen de Fastenrath no incluye la oda «A Colón» del genio nicaragüense Rubén Darío, que fue el único en perturbar el coro de los admiradores con palabras críticas.

El poema comienza con los versos: «¡Desgraciado Almirante! Tu pobre América, / [...] la perla de tus sueños, es una histérica / de convulsivos nervios». Luego Darío lamenta el Descubrimiento: «¡Pluguiera a Dios las aguas antes intactas / no reflejaran nunca las blancas velas; / ni vieran las estrellas estupefactas / arribar a la orilla tus carabelas!». La estrofa final termina con el ruego: «¡Cristóforo Colombo, pobre Almirante, / ruega a Dios por el mundo que descubriste!».

El siglo XX ofreció una imagen sumamente crítica de Colón, sobre todo en América Latina. Ya en 1958, el filósofo de la historia mexicano Edmundo O’Gorman publicó su ensayo pionero La invención de América, en el que afirmaba que el continente no fue descubierto sino inventado. Esta tesis sigue teniendo repercusión hasta hoy. Interpreta la hazaña de Colón como el inicio de un proceso ideológico, ya que ni entonces ni ahora se tuvo debidamente en cuenta la autonomía de América. Aproximadamente al mismo tiempo, el cubano José Lezama Lima, poeta, erudito y novelista, explicaba en su ensayo La expresión americana (1957) lo distintivamente «propio» del continente. Entonces como ahora, los especialistas siguen debatiendo sobre O’Gorman, y en los años previos a las celebraciones del quinto centenario en 1992 se volvió a discutir su libro con gran vehemencia tanto en España como en América Latina. Se elogia o se rechaza, se polemiza sobre él y se critica, pero su tesis sigue muy viva, y el título se ha convertido en proverbial.

¿En qué radica el ininterrumpido poder de fascinación de Colón? Todo en él parece contradictorio: a todas luces era un hombre profundamente religioso y a la vez un empirista avanzado, quería hallar oro y riquezas como fuera, pero lo abrumaron el paradisiaco paisaje y los «buenos salvajes». Y, sin embargo, fue el iniciador de su esclavitud.

Ya los primeros cronistas de América Latina, que conocieron personalmente a Colón, escucharon a los testigos presenciales de sus viajes o viajaron a América, sostenían opiniones encontradas. Desde un principio se mezcló la hagiografía (como en el relato de su hijo Fernando) con la severa condena. Pedro Mártir de Anglería, Gonzalo Fernández de Oviedo o Francisco López de Gómara, por nombrar sólo a tres de los más importantes testigos y cronistas, pero sobre todo fray Bartolomé de las Casas, al que debemos el aterrador relato sobre la «destrucción» de la Indias y las atrocidades de los españoles, juzgaron de modo muy diverso el «Descubrimiento» de Colón en 1492 y sus consecuencias para Europa, por un lado, y para América, por otro: la polémica en torno al Nuevo Mundo comenzó ya en el siglo XVI.

Se retoma y varía a intervalos regulares, sin dejar nunca de suscitar nuevas percepciones. En vísperas de las celebraciones del quinto centenario en 1992 se menoscabó con vehemencia el mérito de Colón, dado que en realidad el continente fue descubierto quizá otros quinientos años antes por el vikingo Leif Eriksson. Colón, por su parte, habría obtenido su conocimiento de los países ignotos de un «piloto anónimo» o «marino desconocido» que le entregó importantes documentos en su lecho de muerte en Lisboa. Estas leyendas (o quizá verdades), muy difundidas, reaparecen una y otra vez en los diferentes textos, ya sea para afirmarlas o para rechazarlas.

COLÓN NO ES CANONIZADO

El novelista cubano Alejo Carpentier publicó en 1979 El arpa y la sombra, una novela que relata el intento históricamente acreditado del papa Pío IX de otorgarle a Colón un honor insólito a finales del siglo XIX. Pío IX pensó que América necesitaba un santo que pudiese ser aceptado a ambos lados del Atlántico. ¿Por qué no elegir entonces a Cristóbal Colón, que había llevado a Cristo a hombros hasta el Nuevo Mundo? Carpentier se extendía en una entrevista sobre los asombrosos detalles que había investigado con exactitud: «El papa Pío IX presentó a la Sagrada Congregación de Ritos la primera solicitud, años después una segunda, pero no vivió para ver si se trataba el caso o no. Finalmente, en vísperas del 400 aniversario del Descubrimiento de América, el papa León XIII hizo un tercer intento, que fue apoyado por 850 obispos. Esta vez se reunió la Congregación de Ritos, tuvo lugar el proceso, se examinaron todos los argumentos a favor y en contra. Pero los jueces rechazaron la candidatura de Colón, no lo proclamaron santo, y en mi novelita cuento por qué».

¿Qué nos cuenta esta novela? Primero leemos las consideraciones del papa Pío IX (su pontificado de 1846 a 1878 fue el más largo de la historia) sobre cómo habría que llevar a cabo la canonización de Colón. Ha estudiado las actas, recuerda su trayectoria de monje franciscano a Papa, pero sobre todo la misión de atender un ruego del presidente chileno Bernardo O’Higgins y de reestructurar en aquel país a la desacreditada Iglesia. Como canónigo emprende el viaje, los preparativos duran meses. Siguen el largo trayecto en barco a Buenos Aires y el complicado cruce de los Andes. Para cuando el grupo alcanza por fin su destino, O’Higgins ha sido derrocado y los sacerdotes enviados han de regresar de inmediato a Europa, para no indignar a la población por los cuantiosos gastos. En su prisa bordean así el peligroso cabo de Hornos.

Pero las impresiones de la espectacular naturaleza y los amables habitantes no se le borran de la mente, el canónigo queda hondamente impresionado y fascinado por lo que ha vivido y ha visto en Argentina y en Chile. Ya como Papa recuerda sobre todo su asombro ante los imponentes paisajes y las extrañas costumbres, pero no deja de pensar también en la amenaza potencial que podría suponer el continente si sucumbe a ideas peligrosas como la masonería o incluso el comunismo. Y por eso encarga un estudio para investigar la vida de Colón e iniciar «por la vía extraordinaria» el proceso de canonización, porque quiere asentar firmemente a América Latina en la Iglesia católica.

La parte principal de la novela es una autobiografía ficticia de Colón, que pretende contarlo todo «tal como sucedió realmente», lo que por supuesto es mentira. Pero basándose en muchas fuentes antiguas, desde el Diario de a bordo hasta las crónicas de los testigos de la época, Carpentier despliega poco a poco el cuadro: el aventurero está poseído por la idea de encontrar una nueva ruta marina a las Indias; y, como también es un granuja, cree al normando Maese Jakob y el relato del marino anónimo en las tabernas de Lisboa acerca de que ya los vikingos habrían encontrado allá por el año 1000 un país lejano —Tierra Verde o la Tierra del Vino— y habrían contado cosas maravillosas de él. Basándose en su lectura de los clásicos, sobre todo de Séneca, que menciona en varias ocasiones la existencia de otros países más allá de Tule, pero también en la profecía de la Biblia en el libro de Isaías, se hizo una idea precisa de la aventura que le esperaba, y que se convirtió para él en una obsesión. Para Carpentier no cabe duda de que Colón sabía lo que le esperaba al final del viaje: tierra; pero perdió casi dos décadas en conseguir el dinero necesario para la expedición, y entretanto cultivó todos los vicios, «menos la pereza». En Lisboa se casó con una dama rica, enviudó pronto (lo que seguramente no le generó un gran desconsuelo), regresó a España y convivió con una mujer en el monasterio de La Rábida sin estar casado, pese a tener un hijo con ella: un pecado imperdonable en la mentalidad católica. ¿Hubo quizá también alguna relación más íntima con la reina Isabel —Carpentier lo sugiere—, que finalmente le procuró el dinero necesario? Quizá provenía de judíos ricos que de ese modo trataban de librarse del destierro.

El 3 de agosto de 1492 se echaron a la mar las tres pequeñas carabelas, la Santa María, la Pinta y la Niña. Setenta días más tarde, el 12 de octubre, Rodrigo de Triana avistó por fin tierra, la isla de Guanahaní. «Ellos andan todos desnudos y también las mujeres [...] y todos los que yo vi eran todos mancebos, que ninguno vide de edad de más de 30 años, muy bien hechos, de muy hermosos cuerpos y muy buenas caras, los cabellos gruesos como sedas de cola de caballos y cortos. [...] Ellos no traen armas ni las conocen, porque les mostré espadas y las tomaban por el filo, y se cortaban con ignorancia.» Así reza la entrada en el Diario de a bordo de Colón.

Comenzó entonces la búsqueda desesperada de oro, que había que encontrar, puesto que España lo necesitaba con urgencia. En vano. Colón regresó con algunos «indios», un par de papagayos y fruslerías de oro, que no suscitaron entusiasmo alguno. Carpentier nos muestra el suntuoso recibimiento de los Reyes Católicos en Barcelona: «Y llegome el día. Día de fiesta en toda Barcelona. Como feriante que entra en castillo trayendo grande espectáculo, entré yo en el palacio donde se me aguardaba, seguido de mi gran compañía de Retablo de las Maravillas de Indias —primer espectáculo de tal género presentado en el gran teatro del universo—». Y poco después: «En anchas bandejas de plata —muy anchas para que las muestras pareciesen más numerosas—, el ORO: oro en trozos brutos, casi del tamaño de una mano; oro en diminutas mascarillas; oro en figulinas [...] no tanto oro, en realidad, como yo lo hubiese deseado».

Pese a la decepción de la Corte por la modestia de los obsequios y trofeos, Colón consiguió reunir medios para otros tres viajes. Ninguno de ellos trajo la riqueza exigida, por lo que terminó embarcando a indios para que trabajaran como esclavos hasta que protestaron airadamente algunos monjes. Años más tarde, la reina Isabel y la Iglesia prohibieron esa trata de personas.

Ni con la mejor voluntad cabría calificar la vida de Colón y las consecuencias de su descubrimiento como «santas»: en las islas del Caribe se impuso el atropello. Los españoles violaron, saquearon y mataron; en unas pocas décadas, se aniquiló prácticamente a los nativos, mientras los conquistadores buscaban como posesos oro, perlas y especias. Colón mintió y engañó para poder perseguir su quimera. No vivió para ver el descubrimiento de los enormes yacimientos de oro y plata en México: ¿una ironía de la historia?

La tercera parte de la novela nos lleva de vuelta a Roma, y Carpentier hace que el lector escuche las conversaciones en los pasillos del Vaticano en las que se discute y se critica la canonización prevista. Sigue el proceso propiamente dicho, en el que un Abogado del Diablo desarma de modo concluyente los argumentos a favor. Jules Verne, Victor Hugo, Bartolomé de las Casas o Alphonse de Lamartine declaran como testigos y expresan sus reparos, mientras que Léon Bloy interviene impertérrito en favor de Colón. Éste lo escucha todo como «Invisible», y pronto queda claro que nunca en su vida ha tenido una conducta ejemplar —algo que él sabía muy bien—. Otro Invisible, Andrea Doria, consuela al resignado Colón asegurándole que nunca hubo un santo marino.

En realidad, Colón nunca se arrepintió, sino que estaba orgulloso de su vida como exitoso Descubridor y mujeriego y de la gloria obtenida. Pero lamentaba el desdén de la Corte y la miseria material de sus últimos años de vida en Valladolid: para Carpentier, en definitiva, era un estafador estafado. Parece improbable que tras una vida así pu­diera esperar el perdón de sus pecados y fechorías, ya que «Los carniceros desolaron las islas. / Guanahaní fue la primera / en esta historia de martirios», según Pablo Neruda en su Canto general.

Carpentier entendía su trabajo en esta novela como el de un «poeta que ha de ser más bien un inventor de acciones, ya que lo realmente ocurrido a veces puede coincidir con lo que habría sido probable y posible», tal y como formulara Aristóteles en su Poética. Para él Colón era un protagonista maravilloso, alguien que «mentía igual de disimulada y descaradamente que Benvenuto Cellini en su Vita o que Rousseau en sus Confesiones. [...] Por eso me he permitido variar la fórmula de Aristóteles según la que el novelista puede estructurar la historia como podría o debería haber ocurrido, como él puede imaginársela», decía en la entrevista de 1979. El «mito» del gran Descubridor se desmoronaba de manera imparable.

A Carpentier le gustaba calificarse de «nuevo cronista de Indias». Los primeros autores habrían logrado algo gigantesco, que ponía el listón muy alto para cualquier novelista moderno. Al fin y al cabo habían encontrado o inventado palabras adecuadas para cosas, animales, plantas y mucho más que no conocían y no habían visto nunca antes, y lo habían sabido comunicar a los españoles en la patria. Todos los cronistas se quejaban de lo difícil que era hacer creíble y comprensible lo nuevo. Gonzalo Fernández de Oviedo era consciente de lo arduo que resultaba describir correctamente un solo pájaro desconocido de plumaje exótico y hallar las palabras idóneas. En su revelador artículo «Problemática de la actual novela latinoamericana», Carpentier escribía que el continente necesita una prosa barroca para «nombrar las cosas».

García Márquez, en «Fantasía y creación artística», lo formula así: «En América Latina y el Caribe, los artistas han tenido que inventar muy poco, y tal vez su problema ha sido el contrario: hacer creíble su realidad. Siempre fue así desde nuestros orígenes históricos, hasta el punto de que no hay en nuestra literatura escritores menos creíbles y al mismo tiempo más apegados a la realidad que nuestros cronistas de Indias. También ellos — para decirlo con un lugar común irreemplazable — se encontraron con que la realidad iba más lejos que la imaginación». También él leyó con entusiasmo los antiguos textos y crónicas; Colón y otros descubridores lo fascinaban. En su novela El otoño del patriarca incluye frases tomadas casi literalmente del Diario de a bordo. Allí leemos: «[...] que habían llegado unos forasteros que parloteaban en lengua ladina pues no decían el mar sino la mar y llamaban papagayos a las guacamayas, almadías a los cayucos y azagayas a los arpones, y que habiendo visto que salíamos a recibirlos nadando en torno de sus naves se encarapitaron en los palos de la arboladura y se gritaban unos a otros que mirad qué bien hechos, de muy fermosos cuerpos y muy buenas caras, y los cabellos gruesos y casi como sedas de caballos». Un homenaje indirecto, quizá.

DESMITIFICANDO A COLÓN

Ese mismo año de 1979 apareció también la novela El mar de las lentejas, del cubano Antonio Benítez Rojo, que mezcla la tradicional historia «verdadera» del Descubrimiento con muchos sucesos inventados. El nombre de «mar de las lentejas» remite al primer mapa del geógrafo francés Guillaume Le Testu, que entendió «Antilles» como «Lentilles», lentejas. Para el autor, el Caribe es un metaarchipiélago que no conoce fronteras ni centro.

En cuatro narraciones, Benítez Rojo evoca el primer siglo tras el Descubrimiento, desde el segundo viaje de Colón en 1493-1496 hasta la muerte de Felipe II en 1598. Nos habla de un soldado (ficticio), Antón Babtista, que acompañó a Colón en 1493. Se tematiza la explotación de los crédulos nativos, a los que se usa y luego se tira. Lejos de la patria, los españoles valoraban sobre todo las libertades sexuales y no se privaban de violar. Al final, Babtista vive como un invitado honorable entre los nativos y hace que le sirvan, con lo que cada vez engorda más. La comida era muy importante para los españoles, ya que el hambre, tan generalizada en la patria, había empujado a los barcos a muchos habitantes de Extremadura. Él disfruta del lujo desconocido, pero su conducta en ese paraíso se caracteriza por los abusos y los caprichos. Benítez Rojo juega con gran maestría con las entradas del diario de Colón. El objetivo primordial de su obra es desarrollar una mirada crítica y documentada de la historia de la colonización española del Caribe.

Cuatro años más tarde que El arpa y la sombra, en 1983, apareció otra novela sobre Colón. El argentino Abel Posse utilizaba en Los perros del paraíso hechos, tiempos y lugares con plena libertad y brindaba con su interpretación del Descubrimiento una corrección radical del eurocentrismo, contraponiendo las altas culturas de América a la hibris europea. En su novela, Colón cree estar en el Paraíso, experimenta una peripecia en el Nuevo Mundo, ya sólo quiere vivir en la hamaca desnudo como los nativos —hasta que por fin es detenido y transportado encadenado a España—. Efectivamente, en 1500 regresó preso de su tercer viaje, aunque nada más llegar a la patria fue indultado por la reina. Posse desmitifica a Colón basándose en unos hechos durísimos: su Descubrimiento sólo perjudicó al continente y trajo enormes sufrimientos y desgracias a la población nativa. Mientras Colón se creía en el Paraíso, como en la desembocadura del Orinoco, los nativos llevaban tiempo instalados en un infierno cotidiano. También Posse cita las Cartas de Colón y su Diario de a bordo, y contrapone la dulzura de los nativos a la brutalidad de los descubridores. El resultado es demoledor: «Comprendió que América quedaba en manos de milicos y corregidores como el palacio de la infancia tomada por lacayos que hubiesen sabido robarse las escopetas. Murmuró, invencible: Purtroppo c’era il Paradiso...!».

Abel Posse se enfrentó con ese ahínco a la figura de Colón porque veía unos paralelismos nítidos entre el Descubrimiento en el siglo XV y el imperialismo de Estados Unidos en el siglo XX. Traza también sutiles vínculos con la dictadura militar argentina, con Eva y Juan Perón y otros personajes y acontecimientos históricos. Karl Marx y Friedrich Nietzsche se embarcan con Colón; Cervantes y Descartes son fácilmente reconocibles: la «novela carnavalesca» en el sentido de Mijaíl Bajtín rebosa de referencias intertextuales. Posse corrige también al «gran Carpentier»: según él, su sugerencia de que podría haber habido una relación amorosa entre Colón y la reina Isabel sería claramente un error.

Las cuatro partes de la novela incluyen un «prólogo cronológico» y remiten cada una a un elemento, para lo que el autor se basa en una profecía de los textos mayas Chilam-Balam: «Ha comenzado la era del Sol en Movimiento / que sigue a las edades del Aire, el / Fuego, el Agua y la tierra. Éste es / el comienzo de la edad final, nació / el germen de la destrucción y de la / muerte. El Sol en Movimiento, el Sol / en la tierra, eso pasará». Las múltiples referencias de la novela exigen cierto olfato detectivesco, pero no merman el disfrute de esta historia de Colón irónica y jovial a un tiempo. ¿Son los «perros del paraíso» los nativos oprimidos que están tratando de entrar?

DEL MONÓLOGO AL DIÁLOGO

El descubrimiento de América siempre fue un híbrido entre verdad e invención, entre historia y literatura, como muestran los textos de Colón y los cronistas y también el repetido tratamiento del tema por parte de novelistas, historiadores y ensayistas. Todos ellos suelen aprovechar los aniversarios como un pretexto para aportar nuevas interpretaciones. Así ocurrió con la celebración del quinto centenario en 1992, que dio lugar a conmemoraciones de un tinte más reflexivo, tanto en España como en América Latina, y por este motivo se presentó una infinidad de publicaciones. Ahora se hablaba de «encuentro entre dos mundos» y no tanto del «Descubrimiento» como de un «encubrimiento». Colón fue sistemáticamente denostado. El objetivo de la conmemoración debía ser transformar la «invención» en realidad y la ignorancia en familiaridad, a fin de que a la dependencia y a la represión, a las que había que sumar las numerosas violaciones de la soberanía nacional, les sucediera por fin una convivencia colaborativa y solidaria. Un noble propósito.

Previamente tuvo lugar en España un controvertido debate sobre las actividades previstas. La Exposición Universal de Sevilla, con el lema «La Era de los Descubrimientos», debía erigirse en el eje central de las celebraciones. El Archivo General de Indias, con sede allí, conserva más de cuarenta mil documentos, y tres mil mapas y dibujos fueron declarados «patrimonio nacional». Había que examinar todos los documentos y almacenarlos gradualmente como microfilmes, y se esperaban hallazgos espectaculares, también en los importantes archivos privados, ahora accesibles, de la Casa de Alba, el Archivo General de Simancas y la Casa de Contratación en Sevilla, o en el impresionante archivo de la Casa de Medina Sidonia, que durante siglos había registrado todas las travesías marinas y capturas pesqueras. Los trabajos continúan.

En las bibliotecas del extranjero se habían hecho una y otra vez sorprendentes descubrimientos. Así, en 1983, se encontraron en la British and Foreign Bible Society los manuscritos originales de Alva Ixtlilxóchitl. Este autor mexicano había recalcado en su obra (en torno a 1600) la relevancia de las antiguas culturas mexicanas, como la de los toltecas o los chichimecas, y su equiparación con las culturas europeas, por lo que no puede sorprender que semejante postulado tuviera que «desaparecer» y el manuscrito constara como «perdido». Algo similar había ocurrido ya con el texto del peruano Guamán Poma de Ayala, aparecido en 1908 en la Biblioteca Real de Copenhague, o con la crónica de Bernardino de Sahagún, descubierta en 1793 en Florencia por un bibliógrafo que dio a conocer en latín el contenido de su hallazgo, el valiosísimo Codex Florentinus. Algunas de estas historias sobre códices desaparecidos, desconocidos y reencontrados se leen como una novela policiaca.

Isabel Álvarez de Toledo, duquesa de Medina Sidonia e historiadora aficionada, publicó en 1992 el ensayo No fuimos nosotros en Francia, ya que ninguna editorial española se mostró dispuesta a imprimir ese texto «herético». Sostenía que marroquíes y musulmanes habían llegado hasta América ya en el siglo XI, como «demostraban» documentos y mapas del archivo familiar, en el que, en efecto, figuran minuciosamente registradas todas las travesías, pero clasificadas de un modo tan caprichoso que nadie que no esté iniciado puede descifrarlas de manera convincente. La duquesa «roja» afirmaba, sin embargo, haberlo conseguido e interpretaba los hechos con una libertad que con seguridad espantaría a cualquier historiador.

Antes de la efeméride, literatos y artistas recibieron el encargo oficial de tratar y de dar forma nueva a aspectos concretos de esa historia de quinientos años. Durante las «I Jornadas Iberoamérica: Encuentro en la Democracia», celebradas en Madrid en abril de 1983, el presidente Felipe González dijo: «Quinientos millones de personas quieren celebrar su 500 aniversario en libertad y democracia, bajo condiciones dignas», y el ministro de Cultura Javier Solana abogó por redefinir las relaciones entre la «madre patria» y sus «hijos» hispanos, esta vez de forma paritaria, para poder hablar «de igual a igual» y aprender mutuamente: del monólogo se pasó al diálogo.

En América Latina la celebración fue preparada por diversas comisiones nacionales. Pero «Nueve años son muy pocos para acabar de hacer juntos tantas cosas comunes que se nos han quedado sin terminar», comentó García Márquez. Y sin embargo, las expectativas eran enormes a los dos lados del Atlántico. ¿Realmente se avecinaba un nuevo comienzo? ¿Quería en verdad España defender de forma altruista en Bruselas los intereses latinoamericanos y basarse para ello en las raíces culturales y lingüísticas comunes?

La ambivalencia con que discurrió la gran efeméride la ilustra bien el solemne tedeum que celebró el 12 de octubre de 1992 en Santo Domingo el papa Juan Pablo II para agradecer la cristianización del Nuevo Mundo, mientras, al mismo tiempo y en el mismo lugar, los contrarios a la celebración protestaban frente al ostentoso Faro a Colón que había engullido entre cuarenta y setenta millones de dólares estadounidenses. Allí reposan presuntamente los «auténticos restos» de Colón, mientras Sevilla sigue afirmando que sus huesos están enterrados en su catedral.

La «fiesta» terminó el 12 de octubre de 1992 en Sevilla, al igual que la Exposición Universal con la que España se había celebrado más a sí misma que al Descubrimiento.

DOS RAÍCES EQUIVALENTES: LA HISTORIA NO COMIENZA CON COLÓN

En 1992 aparecieron no sólo cientos de publicaciones sobre el tema del Descubrimiento y la Conquista y nuevas ediciones de todas las crónicas relevantes, sino también otra novela que reinterpretaba al controvertido Colón. En Vigilia del Almirante, el paraguayo Augusto Roa Bastos presenta al Descubridor desde distintas perspectivas de forma polémica y heterodoxa, y vuelve a citar para ello los escritos de los primeros cronistas. Su mirada es confrontada con la del Almirante, que defiende su hazaña como narrador en primera persona. Roa Bastos penetra en la mente del Almirante y adopta el lenguaje de sus diarios (que habían transcrito y refundido De las Casas y su hijo Fernando), mientras, por otro lado, como narrador y comentador moderno, le explica al lector la diferencia entre las historias documentadas­ y las ficticias, que se basan en símbolos. «El historiador científico», afirma, «siempre debe hablar de otro y en tercera persona. El yo le está vedado. Los historiadores son de hecho “restauradores” de hechos. [...] Las historias fingidas, en cambio, abren la imaginación al espectro incalculable del azar tanto en el pasado como en el futuro; abren la realidad al tejido de sus oscuras leyes. [...] Hay un punto extremo, sin embargo, en que las leyes paralelas de la ficción llamada historia y de la historia llamada ficción se tocan.» Roa Bastos sostiene también la tesis de que Colón no partió a ciegas, puesto que conocía el mapa de 1474 de Toscanelli y los escritos que éste envió a su amigo Fernão Martins, canónigo de la catedral de Lisboa. En éste aparecían señaladas un par de islas, Antilia, en algún lugar entre Portugal y Catay/Cipango. Toscanelli hablaba de oro, perlas y piedras preciosas que habría allí, pero se equivocó al calcular las distancias. Colón disponía asimismo de numerosas informaciones secretas de un «piloto» al que había conocido en Madeira y que por lo visto murió en su casa, con lo que el Almirante pudo quedarse con sus documentos. Por eso concluye Roa Bastos que ese «piloto desconocido» —al que ya mencionaba De las Casas— sería el auténtico Descubridor, y que todo lo demás sólo es mentira o un mito simbólico. Para ello aporta incluso una irónica prueba. A sus ojos Colón es «el precursor preclaro de conquistadores, inquisidores y encomenderos que descubrieron y expoliaron para Europa el Orbe Nuevo», y por lo tanto un personaje funesto. Su novela concluye con una escena ficticia en que Colón revoca su testamento en su lecho de muerte: «Mando que todas las tierras y posesiones que se me han atribuido en recompensa de un descubrimiento que no ha sido hecho por mí, y de una conquista que yo he comenzado y que va contra todas las leyes de Dios y de los hombres, sean devueltas a sus propietarios genuinos y originarios».

Para Roa Bastos Colón no es ningún filántropo, lo considera más bien un estafador y un fanfarrón que le atrae y a la vez le repele. Por eso aspira a hacer una interpretación moderna y a arrojarlo sin miramientos de su pedestal. La pluralidad de figuras y de historias en esta novela es una invitación al lector, a fin de que revise su visión del Nuevo Mundo y pueda formarse quizá otra opinión de esa «primera globalización».

Todas las novelas sobre Colón que se enfrentaron al Descubridor y a quinientos años de historia en vísperas de la gran conmemoración de 1992 tienen un rasgo en común: la enfática referencia a las devastadoras consecuencias para Latinoamérica. El «enigma» de la persona de Colón sigue sin resolverse, pero estas interpretaciones nos acercan al Almirante lo suficiente como para hacernos una idea de lo fascinantes que fueron su vida y su descubrimiento. Alejo Carpentier pone en boca de Jules Verne, en el proceso de beatificación frustrado, estas palabras: «Por este viaje, el viejo mundo asumía la responsabilidad de la educación moral y política del mundo nuevo. ¿Pero, acaso estaba a la altura de esa tarea, con tantas ideas estrechas como acarreaba, sus impulsos semi-bárbaros, sus odios religiosos...?».

Hasta qué punto el mito de Colón ha estado presente durante cinco siglos puede verse también en el arte y en el cine (en 1992 se produjeron cinco películas, y el portugués Manoel de Oliveira presentó en 2007 su versión: Cristóbal Colón, el enigma). Gaetano Donizetti, Alessandro Scarlatti, Jacques Offenbach, Manuel de Falla o Darius Milhaud se enfrentaron musicalmente al Descubridor, igual que lo hizo Philip Glass desde una perspectiva actual en su ópera de 1992 The Voyage. También escritores alemanes se han ocupado de Colón para ensalzarlo o desdeñarlo: Johann Gottfried Herder, Friedrich Schiller, Friedrich Rückert, Jakob Wassermann o, por último, Hans Christoph Buch.

El estudio de Colón continúa, aunque haya disminuido la atención mediática. Pero muchas incongruencias siguen siendo un misterio, muchos secretos invitan a seguir ocupándose del Descubridor.

Es reveladora la mirada latinoamericana a Europa. ¿Qué se llevó de España al Nuevo Mundo? Para el mexicano Homero Aridjis, en su novela 1492. Vida y tiempos de Juan Cabezón de Castilla, la fecha del Descubrimiento marca el final de la España tolerante de las tres religiones. Con la caída de Granada en 1492 arrancó la marcha triunfal del fanatismo, de la intolerancia y de la Inquisición pujante desde 1481. Pero en 1492 se publicó también la primera gramática de la lengua española de Antonio de Nebrija —un hito intelectual—. Lo oscuro coexistía (aún) con el país culto. Y, en octubre, por último, Colón descubrió América: 1492 fue por tanto un año sumamente rico en acontecimientos.