ADELANTOS EDITORIALES

¿Feminista, yo? • Ana Vásquez Colmenares

Guía básica para entender los feminismos y sus debates.

Escrito en OPINIÓN el

"En todos mis futuros, el feminismo será parte importante de mi misión y mi manera de ver el mundo. Así que lo digo con toda claridad: soy feminista, y con ello logré reconciliarme conmigo misma, sentirme cómoda en mi propia piel, más conectada con mi ser femenino y más hermanada con otras mujeres, más libre, independiente y feliz".

Como es bien sabido, el feminismo no es un tema acabado; por el contrario, los distintos puntos de vista que existen en torno a este tema, de dónde surgieron esos feminismos para entender dónde estamos paradas, sus protagonistas, la visión patriarcal y los posibles caminos para abrir brechas diferentes, así como comprender qué es lo que ya no podemos aceptar como sociedad, es lo que plantea Ana Vásquez Colmenares como una guía para construir un mundo basado en la igualdad.

De esta forma, principiantes en el tema, conocedor@s e interesad@s encontrarán, con un lenguaje accesible y personal, el universo que estos feminismos plantean para elegir y vivir de acuerdo con el que más nos acomode.

Porque como dice Chimamanda Ngozi Adichie: “Todos deberíamos ser feministas”.

Fragmento del libro “¿Feminista yo?” de Ana Vásquez Colmenares de editorial Grijalbo. Cortesía de publicación de Penguin Random House.

Ana Vásquez Colmenares Guzmán ha sido titular de la Secretaría de las Mujeres de Oaxaca y secretaria de las Culturas y Artes de ese mismo estado. Profesora del ITAM por 17 años, universidad donde se graduó de la licenciatura en Ciencias Políticas.

¿Feminista, yo? | Ana Vásquez Colmenares

#AdelantosEditoriales

 

Capítulo 1

¿Qué es y qué NO es el Feminismo?

De acuerdo con onu Mujeres, el feminismo “es una teoría social que reconoce a las mujeres en todas sus capacidades y derechos, hasta ahora reservados a los hombres”, que busca reivindicar los derechos de las mujeres. Asimismo, señala que es un “movimiento social y político que surge a finales del si­glo XVIII, momento en el cual las mujeres, como grupo colectivo humano, toman conciencia de la dominación y explotación de que han sido objeto en la sociedad patriarcal […] y que lucha por la igualdad entre mujeres y hombres”.

La verdad es que aun antes de que existiera el concepto, y mucho antes de la Revolución francesa, momento histórico que identificamos como Primera Ola, hubo mujeres cuasifeministas o protofeministas,* para ser más exactas. Casi 70 años antes de la era cristiana, en el Antiguo Egipto, vivió una joven llamada Cleopatra, cuyo interés por el saber, su libertad sexual y su pragmatismo para lograr sus objetivos la hicieron ganarse mu­chas enemistades tanto en la élite egipcia como en la romana, empezando por la disputa que sostuvo con su propio hermano para ocupar el trono. Pese a todos los obstáculos de un orden social donde las mujeres casi no contaban y las violencias que padeció, hábil y tenaz logró ser faraona, la posición de máximo poder en ese territorio. Por otro lado, tenemos a la astrónoma, matemática, música, inventora y filósofa Hipatia de Alejandría, quien en el siglo iv llegó a ser una respetada erudita, a quien no pudieron doblegar para vestirse a la usanza femenina y quedar­ se en casa como toda mujer de su tiempo, e impartía cátedra en túnica, como el resto de los grandes maestros griegos, un gesto simbólico en favor de la defensa de la igualdad ante el conoci­miento. Un siglo más tarde, tenemos a la emperatriz Teodora, la mujer más influyente del Imperio bizantino; polémica, como muchas mujeres poderosas, con una infancia muy dura, de ado­ lescente empezó su trayectoria como actriz y bailarina y posible­ mente también se vio forzada a la prostitución; ya de adulta conoció a Justiniano, futuro emperador y entonces guardia im­ perial, y pese a restricciones legales y otros obstáculos se casa­ ron. Teodora no fue emperatriz consorte, sino soberana con derecho propio (el día de la coronación, ambos fueron corona­dos). Y bajo el reinado de ambos, Bizancio vivió una época de esplendor político, cultural y militar; incluso gracias a ella pu­dieron mantener unido su gran imperio en momentos críticos. Además, Teodora trabajó en favor de las mujeres, promoviendo derechos de custodia a madres, instituyendo la pena de muerte por violación y prohibiendo la prostitución forzada y el asesina­ to de mujeres señaladas como “adúlteras”.

Mil años después, en nuestro continente, nace Malinalli o Malintzin, una gran intérprete y joven estratega mesoamerica­na, mal llamada la Malinche, conocida en México como la gran “traidora nacional”, la “vendepatrias”, por apoyar al conquista­dor Hernán Cortés, al punto de que el sustantivo malinchismo en México significa “apego a lo extranjero con menosprecio a lo propio”. Pero esa es la versión oficial, tergiversada y falsa que se construyó en el siglo xix, tres siglos después de que ella ha­bía muerto. Te cuento: en la época de Malinalli también en este continente había esclavitud y las familias se conformaban de manera distinta a la familia nuclear que existe hoy. Como dice la historiadora Isabel Revuelta Poo:

[...] las mujeres que no se consideraban principales en esos hoga­ res —en su mayoría integrados por varias familias— eran las más propensas a la esclavitud. Quienes no eran esposas o hijas del matrimonio principal podían ser vendidas para el beneficio común de esos hogares comunitarios. Ese fue el destino de la joven Malinalli: la vendieron como esclava en dos ocasiones an­tes de que la entregaran a Cortés como tributo de guerra. Su verdadero nombre seguirá siendo un misterio. […] Algunos sos­tienen que se llamaba Malinalli como la planta de la enredadera en náhuatl. Otros refieren que los españoles la bautizaron como Marina, sin embargo, la r en náhuatl no se podía pronunciar y se sustituyó por el sonido de la l, Malina y en diminutivo, Malint­zin. Con ese nombre pasó a la historia.

Nació en lo que hoy es Coatzacoalcos, Veracruz, región habi­tada por olmecas que hablaban la lengua popoluca. Su segunda lengua fue el náhuatl, que aprendió por vivir en una región do­minada por el poderío mexica, y de hecho “creció con una des­confianza total hacia los mexicas, quienes constantemente asolaban a su pueblo en busca de tributos de toda índole, algu­nos que se pagaban con la vida”. Bernal Díaz del Castillo en sus crónicas relató que a ella le correspondía heredar los dominios de su padre. Al parecer, muerto este, siendo aún niña, su madre tuvo que volverse a casar y “para beneficiar a su hijo varón recién nacido y evitar que lo hicieran prisionero o lo designaran para sacrificios humanos, prefirió vender a Malintzin a traficantes de esclavos”. Si esa no es una actitud derivada de la total sumisión de su madre a un sistema patriarcal y androcéntrico no sé qué es.

Y los infortunios de esta nena apenas empezaban:

Entre aves, plumas, frutos, cestas, textiles [...] la [niña], con do­minio del náhuatl, fue exhibida como un producto más, [esclavi­zada] y ofrecida al mejor postor […] La compraron unos comer­ ciantes mayas chontales [y la llevaron a] tierras muy lejanas. En ese lugar la sometieron a las labores de mujer y de servidumbre, propias de una esclava, y con ello a un destino que con seguri­dad debió de ser doloroso y traumático.

En esa tierra aprendió su tercera lengua. Pocos años más tarde, en 1519, a la llegada de Hernán Cortés a tierras mesoa­mericanas, el cacique la “entregó” como “ofrenda” de paz, entre otras esclavas, siendo aún adolescente. Para que estas mujeres esclavizadas pudieran ser “concubinas” de los conquistadores españoles, y estos lavar su conciencia, de acuerdo con el canon católico, a estas niñas y adolescentes esclavizadas, incluyendo a Malintzin, les fue impuesto un “nombre de pila”, es decir, un bautizo forzado, una fe y una identidad ajenas, con rituales y lengua desconocidas para ellas, y con eso quedaba “formaliza­do” el poder violarlas. Cortés, sin conocerla aún, la asignó, tal vez por su buen aspecto, al hombre con más rango de su tropa, Alonso Hernández Portocarrero.

En el primer encuentro con emisarios de Moctezuma, a quienes los españoles no les entendieron ni una palabra, la figu­ra de Malintzin se vuelve crucial. Como dice Revuelta:

Malintzin pudo haberse quedado callada. Ella sí entendió lo que decían los emisarios del gran tlatoani mexica […] ese gobernan­te que causaba tantos males a los suyos. Pero eligió no quedarse callada, decidió hablar con los mensajeros mexicas y hacerle ver a Cortés que dominaba el náhuatl. Se dirigió a Gerónimo de Aguilar, ahora en maya chontal para que él en castellano pro­nunciara lo que Cortés tanto deseaba escuchar: las palabras del mismísimo tlatoani. En ese instante, decidió hacerles ver a todos que era una mujer inteligente y entendía la magnitud y la impor­tancia de esa primera traducción; que comprendía los alcances de lo que estaba pasando. […] Al romper el silencio, Malintzin eligió ser la intérprete de Hernán Cortés, no al revés. No como lo cuenta la historia maniquea que la condena a una absurda traición hacia quienes ella no tenía posibilidad de sentir lealtad o pertenencia alguna. Los mexicas y su férreo sistema tributario propiciaron su venta como esclava. Tampoco sentía deuda algu­na con sus amos chontales: la regalaron, entre joyas y víveres… como parte de un botín de guerra a otros. Malintzin eligió vol­ver a adaptarse. El mundo tal como lo conocía una vez más ha­bía desaparecido. No se conformó con preparar los alimentos de Hernández Portocarrero y ser su mujer, como el resto de sus compañeras indígenas. Convirtió la acción de traducir e inter­pretar en una excepcional herramienta y no solo en un medio de supervivencia, sino en una ventaja personal ante quienes domi­naron la situación desde entonces: los españoles. […] Malintzin no traicionó a nadie. No sentía a nadie como “suyo”. Eligió esa compleja estrategia para reiniciar su vida una vez más.

Según las crónicas, “Era de buen ver, entrometida y desen­vuelta”, cita con evidente mirada machista de López de Góma­ra, el biógrafo de Cortés. Este, al darse cuenta de que Malintzin dominaba el náhuatl y el maya chontal, y de su facilidad para aprender pronto el español, su cuarta lengua, la retuvo como intérprete. Ella llegó a ser consejera y amante del conquistador, por lo cual desde una estrecha mirada nacionalista mexicana se la ha juzgado y difamado.

Malintzin, ya como doña Marina, un título que en el nuevo orden le daba estatus, viviría varios años al lado de Cortés, de manera ininterrumpida desde que Hernández Portocarrero se regresó a España. Se convirtió en la amante “oficial”; fue su embajadora, su consejera, viajó con él a sus expediciones, vivió con él en sus aposentos; fue su confidente, su portavoz. Incluso tuvieron un hijo en común, Martín, uno de los primeros mesti­zos surgidos de la conquista de México, que Cortés reconoció y a quien puso su nombre, un gesto muy importante en un orden social patrilineal, es decir, donde el apellido y los bienes se transmiten por vía paterna, como el patriarcado. Hasta ahí, como ves, la historia es muy distinta de esta narrativa de una mujer malvada, interesada, traicionera, que construyó la historiografía oficial, es decir, el estudio e interpretación de la historia que nos cuentan los vencedores, la de los libros de texto gratui­tos, por ejemplo. Ella no llegó a Cortés voluntariamente, fue una joven indígena violada, esclavizada y privada de su libertad, cuya inteligencia y sagacidad le permitieron sobrevivir y hasta adquirir poder y amar en un mundo masculinizado, un mundo de guerra y coloniaje. La historiografía oficial construida por los criollos del siglo xix, pero continuada por los gobiernos re­volucionarios, sigue calumniando y apuntando su dedo acusa­dor contra Malinalli, a quien despectivamente asocian con traición y le asignan un papel desde una visión tan misógina como la que ha repetido que Eva condenó a la humanidad al pecado original por su desobediencia y lujuria.

Hablando de mujeres que vivieron en tiempos y sociedades lejanas, pero en un orden social patriarcal, en mis clases o con­ferencias me preguntan si el patriarcado ha existido siempre. La respuesta es no. Diversos estudios retratan que el patriarcado data de miles de años; existió en culturas antiguas como Meso­potamia, pero también tuvo un amplio desarrollo en otras cul­turas y civilizaciones como las antiguas china o egipcia o del Anáhuac.

Así pues, la desigualdad entre mujeres y hombres, es decir, la jerarquía construida socialmente en torno a la diferencia sexual, se puede verificar en todo tipo de sociedades, eso sí, en grados muy variados, en todos los momentos de la historia de la humanidad, al menos en los últimos 5?000 años. En mu­chas sociedades por milenios las mujeres han estado excluidas del espacio público o donde se toman las decisiones vitales para su vida y su comunidad, sin acceso legal a las tierras, a heredar, ganar dinero, estudiar y confinadas principalmente a labores de reproducción y de cuidados; y hoy en día, a pesar de ser llamadas en algunos contextos “las reinas del hogar”, están metidas en cuatro paredes donde su “reinado” es ser “so­beranas” de los pesados quehaceres y tareas domésticas, de la crianza y del inacabable cuidado de todas las personas inte­grantes de “la familia”: un espacio sin remuneración económica alguna, vacaciones, seguridad social, sin prestigio o reconoci­miento social, donde permanecen mayormente invisibiliza­das, donde se ha declarado que están para complacer el deseo sexual de un hombre y, si tienen suerte, ser la “esposa trofeo”, pero sin que sus decisiones vitales —incluyendo las que inci­den directamente en su cuerpo y su salud, como la maternidad o su economía— pudieran ser elegidas por ellas mismas en igualdad de oportunidades.

Aunque hay debate, puede en general concluirse que el pa­triarcado apareció una vez que las sociedades humanas se volvie­ron sedentarias (paradójicamente, gracias al invento aparente­mente femenino de la agricultura), lo cual refuerza en definitiva la división sexual del trabajo entre actividades “reproductivas” (gestación, lactancia, crianza y cuidado, incluyendo cultivo y preparación de alimentos, acarreo de agua, crianza de animales, atender a personas enfermas, hilar y confeccionar ropa) y “pro­ductivas” (producción de medios materiales para satisfacer otras necesidades básicas como techo y alimentos). Así pues, la agri­cultura permite acumular alimentos y semillas más allá de la precaria subsistencia, y ello evolucionará también hacia la apari­ción por primera vez del concepto de propiedad privada.

En antiguas sociedades de subsistencia y politeístas (recono­cían no a una sola deidad, sino a muchas), lo femenino no solo no era considerado inferior, sino que era valorado, honrado y apreciado, pues estaba asociado con uno de los grandes misterios: el dar vida. Tampoco implica que las sociedades prepa­triarcales fueran, como a veces se ha afirmado, “matriarcados”, es decir, dominadas por mujeres que oprimían a los hombres, pues ese modelo de explotación nunca se ha comprobado que haya existido. Más bien se trata de sociedades más igualitarias donde mujeres y hombres colaboraban para lograr su subsistencia en un entorno natural siempre imprevisto y donde las mujeres te­nían un rol activo en la toma de decisiones comunitarias. Hay evidencia de que en épocas prepatriarcales sus deidades princi­pales eran fundamentalmente femeninas y las mujeres tenían una participación muy destacada en estas religiones antiguas, ritualistas, y la descendencia y linaje se definían por línea ma­terna, es decir, eran sociedades matrísticas o incluso matrili­neales, pero no matriarcados.

¿Cómo surgió entonces el modelo patriarcal al menos en Occidente, el norte de África y Oriente Medio? Veamos un buen resumen hecho por Julia Evelyn Martínez. Les re­comiendo leer su texto completo; pero aquí les pongo un ex­tracto:

En el transcurso del tiempo y con el advenimiento de las socie­dades excedentarias apareció también la necesidad de acumula­ción de riquezas y de transmisión de la herencia entre generacio­nes. Los varones, al haberse especializado en la producción de la riqueza material en la etapa anterior asumieron unilateralmente el control de la propiedad y de la distribución de esta. En este proceso, se utilizó la división sexual del trabajo preexistente como el nuevo marcador de la identidad y del poder de mujeres y hombres dentro de la sociedad. […] La esfera del cuidado y de la reproducción pasó a ser “menos importante”, y como un mun­do “femenino por naturaleza”. Como contrapartida, el ámbito de lo productivo no solo pasó a ser considerado “más importante”, sino que se configuró socialmente como un espacio por excelen­cia masculino. Como resultado, se institucionalizó mediante la costumbre, la religión, la violencia, la ley y la superioridad de los hombres sobre las mujeres.

El proceso de institucionalización del patriarcado comenzó con las invasiones de comunidades de subsistencia y con las vio­laciones masivas de sus mujeres, como un ritual de humillación y de sometimiento simbólico de los pueblos a sus invasores. A continuación, se procedió a la imposición de dioses masculi­nos —con características bélicas y violentas— en sustitución de las deidades femeninas: Ishtar fue reemplazada por Marduk; Gaia fue derrocada por Zeus; Isis fue sustituida por Horus y Asherah lo fue por Yahvé. Las nuevas religiones incorporaron en sus mitos fundacionales la idea de la inferioridad de las mujeres y la justificación de la aplicación de la violencia sobre ellas. Tan­ to en la mitología griega como en las tradiciones judeocristianas, que van a tener una influencia enorme […] se insistió en los ras­gos de superioridad del hombre, a la vez que se reforzó sistemá­ticamente la idea de inferioridad, maldad y dependencia de las mujeres. [Y una anotación mía: en religiones de nuestro conti­nente también hay presunción de procesos de masculinización religiosa similares.] […] El patriarcado se afianzó posteriormente con la instauración de leyes y códigos inspirados en las ideas de la nueva mitología religiosa y con el objetivo de convertir en nor­mas jurídicas estas ideas. Una de las primeras leyes de este sistema fue la Ley del Velo, instituida aproximadamente en el año 1500 a.?de?C., y que fue sancionada para legitimar el poder de los hombres sobre el cuerpo y la sexualidad de las mujeres. [sic.] De acuerdo con esta ley, estaban obligadas a usar velo todas aquellas mujeres que le servían sexualmente a un solo hombre con fines de procreación, a quienes en adelante se les denominó “mujeres res­petables”. Estas mujeres para mantener su estatus de respetabili­ dad (y no ser víctimas de violencia sexual de otros hombres) es­ taban forzadas a mantener la fidelidad al hombre al que servían sexualmente y a proporcionarle una descendencia legítima y numerosa. La institucionalización del patriarcado finalmente se operativizó mediante el establecimiento de la familia patriarcal (poligámica o monogámica) orientada al control de la sexualidad y de la función reproductora de las mujeres para asegurar hijos legítimos a los cuales traspasar el patrimonio familiar. La subor­dinación femenina quedó así consolidada.

¿Cómo se ha sostenido desde ese entonces a la fecha el pa­triarcado? Como cualquier sistema social, económico o político: su reproducción ha sido posible mediante el uso combinado de mecanismos coercitivos (uso de la violencia) y de mecanismos no coercitivos (proceso de socialización de género).

Desde tiempos antiguos, el feminismo como idea, es decir, sin ser todavía un movimiento definido y articulado, fue tergi­versado y mal entendido. La inglesa Mary Beard en Mujeres y poder, un pequeño gran libro, que te recomiendo por su profun­didad, claridad e ironía, explica que en la época clásica griega, ante los “peligros” de la acción de la mujer sexualmente libre y poderosa, surge el arquetipo de Medusa, una mujer-monstruo que simboliza la venganza, la mujer despreciada, incapaz de amar y ser amada (aunque en realidad es una mujer violada, una víctima revictimizada); y por si no fuera poco ha servido para justificar la exclusión de las mujeres de las estructuras de poder y, yo agregaría, de la libertad de elegir sus placeres.

Nos cuenta Nuria Varela que hay dos registros iniciales del concepto de feminismo, ambos peyorativos, ambos expresados por varones. Uno en 1871 en un libro de medicina donde Fer­ dinand-Valère Fanneau describe al “feminismo” y al “infantilis­ mo” como características que “detienen el desarrollo” del varón enfermo de tuberculosis; luego en 1872, en plena lucha sufragis­ ta, Alexander Dumas hijo, escribió sarcásticamente: “Las femi­ nistas, perdón por el neologismo, dicen: todo lo malo viene del hecho de que no se quiere reconocer que la mujer es igual al varón, que hay que darle la misma educación y los mismos de­ rechos que al varón”. La connotación negativa permaneció, hasta que en 1882 la sufragista y ensayista Hubertine Auclert resignificó el término feminista y lo dotó de una fuerza reivin­ dicativa, en favor de los derechos de las mujeres, como en su momento indígenas en este continente reclamarían para sí el uso del término indio, al que los europeos habían otorgado un sentido negativo y discriminatorio. Por cierto, Hubertine Auclert fue una de las primeras mujeres en defender el uso del femenino en sustantivos, como una manera de visibilizar a las mujeres. También peleó por una mayor igualdad en el matrimonio, pro­poniendo la separación de bienes, que hoy es práctica común.

Como hemos venido hablando de desigualdad entre hombres y mujeres, patriarcado y feminismo, vale aclarar la diferencia entre sexo y género, conceptos clave para la teoría feminista.

Para este enfoque, el sexo o la biología no son la causa de la desigualdad, sino las posiciones de género socialmente cons­ truidas. El psicólogo Robert Stoller (1968) concluyó tras una extensa investigación que el género es un término que tiene más connotaciones psicológicas y culturales que biológicas. Si los tér­ minos apropiados para sexo son macho y hembra, los térmi­ nos correspondientes para género son masculino y femenino, que son totalmente independientes del sexo (biológico). Así, el sexo biológico se refiere a las diferencias físicas, anatómicas, ge­ néticas, hormonales y fisiológicas de los seres humanos que per­ miten designarlos como hombres o mujeres (varón o hembra de la especie humana), aunque esta discusión es más compleja, pues, por un lado, sabemos que alrededor de 1.7% de las per­ sonas al nacer tiene una anatomía que no se ajusta al dimorfismo sexual de pene y testículos para los varones o vagina y vulva para las mujeres. Denominadas intersexuales son personas que han sido y siguen siendo objeto de una inaceptable y profunda dis­ criminación, estigmatización y violencias.

Por otro parte, hay una confusión en el lenguaje, pues hay quienes usan el término sexo como sexualidad o práctica erótica.

Debe quedar claro que el género, desde la perspectiva feminis­ ta, es una construcción social respecto a los roles, comportamientos, actividades y atributos que una sociedad determinada, en una época determinada, considera “apropiados” para hombres y mujeres.

Marta Lamas explica que la palabra género en español origi­ nalmente se refería a clase, tipo o especie de algo, como género musical, género literario, género taxonómico, etcétera; en cam­ bio, en inglés género y sexo eran ocupados indistintamente como sinónimos. Tomemos en consideración que en inglés las “cosas” usualmente no tienen género, los artículos o pronom bres suelen ser neutros y esto representa una diferencia sustan­cial cuando se traduce del inglés al español. Por ejemplo, en inglés la gender gap es la brecha, en una variable, donde los hombres y las mujeres tienen distintas métricas, generalmente desfavorables para las mujeres. Se debería traducir brecha de sexo, pero se suele traducir como “brecha de género”.

Es hasta la mitad del siglo xx que surge una acepción distin­ta de la palabra género en las ciencias sociales. Los antecedentes los encontramos en la afirmación de Simone de Beauvoir, quien en 1949 escribió que “la mujer no nace, se hace”, refiriéndose al proceso de construcción social que atravesamos para asumir los roles impuestos a nuestro sexo, más allá de las características biológicas. Como categoría de análisis, el concepto de “género” es utilizado por primera vez en las ciencias sociales en 1955 por el psicólogo, pediatra y sexólogo, John Money, quien realizó importantes experimentos para probar que las características de género de una persona se aprenden y son determinadas cul­turalmente. Es decir, según esta postura, no hay una “esencia” en los seres humanos, sino determinaciones biológicas que son moldeadas por la historia, la cultura, el contexto, etcétera.

La antropóloga Gayle Rubin (1975) se refirió la catego­ría de “género” respecto a la existencia de prescripciones o normas, no escritas muchas veces, que tienen las mujeres en las sociedades patriarcales, tales como el hecho de que la mater­nidad, los cuidados, el trabajo doméstico, la heterosexualidad y la ausencia de poder sean vistos como características propias del “género” femenino; y, a su vez, que se haya asumido que el trabajo productivo, el poder y la apropiación del espacio públi­co fueran características del género masculino. La aportación de Rubin explica que el orden social y político históricamente ha minimizado a las mujeres al grado de reducirlas a un objeto que, por definición, es algo que se intercambia. Esta caracterís­ tica es fundamental, pues el género desde la mirada feminista es una categoría opresiva para las mujeres, quienes no han tenido históricamente derechos para sí mismas; forman parte de alian­ zas o pactos masculinos, sin gozar de sus beneficios, en virtud del sistema que Rubin llama “sexo-género”, mediante el cual la sociedad interpreta como realidades “biológicas” o “natura­ les” lo que en realidad son fruto de la actividad y construcción humanas, que se aprenden a través del proceso de socialización, son específicas al contexto o época y son cambiantes. El género, entonces, determina qué se espera, qué se permite y qué se va­lora en una mujer o en un hombre en un contexto determinado, las responsabilidades asignadas, las actividades realizadas, el acceso y el control de los recursos, así como las oportunidades de adopción de decisiones. Como explica Rosa Cobo (2014), el género constituye tanto una estructura de poder (como la clase social o la raza) como un corpus conceptual de carác­ ter transdisciplinar (o sea, un conjunto de conceptos que toca muchas disciplinas de conocimiento), cuyo objetivo ha sido poner de manifiesto los mecanismos y dispositivos que crean y reproducen los espacios de subordinación, discriminación y opresión hacia las mujeres en cada sociedad, tanto en lo públi­co como en lo privado.

Así, el género se conforma de tres elementos: está en el cuer­ po, pero también en la psique y se desarrolla en la interacción con la otredad, es decir, socialmente. Este modelo psicosocial tripartita aplicado a la categoría de género nos ilustra que, por una parte, está el sexo biológico, luego están los roles de género que son las determinantes sociales y, por último, los estereoti­ pos de femineidad y masculinidad, con sus vivencias subjeti­ vas y sus determinantes psíquicas. De manera que, bajo esta perspectiva, con el sexo biológico no viene la identidad de gé­ nero per se, ni tampoco existe una única manera de vivir las femineidades y las masculinidades dentro de los cuerpos con los que nacemos.

Ahora bien, el género es una categoría que se ha complejiza­do y problematizado, respecto a lo que significa y a las expectativas relativas al desenvolvimiento de ser hombres o mujeres, a lo masculino y lo femenino, despertando cuestionamientos y críticas. Por lo pronto, enfaticemos que es erróneo usar el con­cepto género como sinónimo relativo a “asuntos de mujeres”, porque es un reduccionismo conceptual, ya que la afectación de dicha categoría concierne a todas las personas sexuadas. Diga­ mos también que el concepto feminista de género, como cons­ trucción social, es radicalmente distinto a identidad de género, que se refiere a la vivencia interna e individual del género, que puede o no corresponder al sexo que se le asignó al nacer, y distinto a orientación sexual que alude a la atracción física, emocional, erótica, afectiva y espiritual que sentimos hacia una persona, puede ser de nuestro mismo sexo y género o no.**

Revisados estos conceptos, volvamos al feminismo como marco conceptual y movimiento social y político, y analicemos algunos mitos y argumentos maniqueos y retrógradas que he escuchado en diversas conversaciones sobre el feminismo:

Mito 1: “El feminismo es lo contrario al machismo”

Falso. El machismo es un tipo de sexismo. Se basa en la creen­ cia de la supuesta inferioridad y, por ende, de la subordinación de las mujeres, en lo público y lo privado, respecto a los hom­ bres, en virtud de su sexo; también en la creencia de que es vergonzoso no ser “suficientemente macho”. Se manifiesta en actitudes, conductas y comportamientos que reproducen roles y estereotipos sexistas, que promueven y refuerzan el despre­ cio, la discriminación e incluso la violencias hacia las mujeres, las niñas y todo lo asociado a lo femenino, para afirmar la vi­ rilidad de un macho frente a la otredad. Así pues, se basa en la creencia de supremacía del hombre sobre la mujer, premisa fundamental del sistema patriarcal.

La práctica machista se expresa en diversas formas de dis­ criminación y violencia contra las mujeres por el simple hecho de serlo, como esa frase que oí de un compañero que “animaba” a otro a que se “defendiera”, peleándose a golpes en un plei­ to escolar: “¡Pelea, que lo morado [moretón] se te va a quitar, pero lo niña no!”. Pero no todo el machismo es tan elemental: a veces con objetivos aparentemente “nobles”, “galantes” y “pro­tectores”, como no querer que escuchemos “malas palabras”, salgamos a ciertas horas de la noche, o nos vistamos de cierta manera, infantilizándonos y reduciendo nuestros espacios de libertad.

* El prefijo proto en griego antiguo significa “primero”, “principal”, así que el protofeminismo se refiere a tradiciones filosóficas o pensamiento que se anticiparon a los modernos conceptos feministas, es decir, los anteriores al siglo xviii.

** Veremos más adelante que el concepto género ha sufrido un desliza-miento semántico, y en algunos contextos ha venido a significar una identi­ dad, pero esa no es la definición feminista del término género.