ADELANTOS EDITORIALES

El destructor • Pablo Hiriart

Sí podía saberse.

Escrito en OPINIÓN el

Sí podía saberse lo que iba a ocurrir si Andrés Manuel López Obrador llegaba a la Presidencia. Bastaba observar, poner atención, seguir los pasos que fue dando desde sus orígenes como soldado priísta. Eso es justamente lo que ha hecho Pablo Hiriart desde hace 34 años: señalar y documentar cada una de las afrentas que la democracia mexicana ha soportado a manos del fundador de Morena.

Sí podía saberse que el único requisito para lucrar bajo el cobijo de AMLO era serle fiel. Así ocurrió cuando gobernó la Ciudad de México. Sí podía saberse que las instituciones serían despreciadas: lo había anunciado. Sí podía saberse que la corrupción inundaría su mandato: había precedentes, videos, documentos, una cauda de impunidades

Esta obra compila esa historia. Y, mediante una serie de diálogos de primer nivel, el autor demuestra algo aún más grave: a la vista de lo que ha hecho López Obrador, no hay razones para esperar que respete un resultado adverso en 2024.

Sí puede saberse. Sí puede hacerse algo.

Fragmento del libro “El destructor” de Pablo Hiriart, editado por Grijalbo. Cortesía de publicación Penguin Random House.

Pablo Hiriart es periodista, egresado de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Comenzó su carrera en Proceso. Reportero fundador de La Jornada y director fundador de La Crónica de Hoy. Ex director de Notimex y La Razón.

El destructor | Pablo Hiriart

#AdelantosEditoriales

 

Capítulo I

EL HUEVO DE LA SERPIENTE

El huevo de la serpiente es transparente. A través de la cáscara se ve el embrión del reptil venenoso. Ingmar Bergman lo utilizó como metáfora para ilustrar el proceso de acumulación de poder en un solo hombre que acabaría por destruir la democracia alemana, ante la mirada complaciente de la mayoría.

La película del cineasta sueco llegó a México, al Centro Universitario Cultural (CUC), durante mis años felices cuando estudiaba en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Al igual que a varios de quienes la vimos, a mí se me grabó lo dicho por el científico Hans Vergérus, quien dirigía un extraño laboratorio: “Cualquiera puede ver el futuro, es como un huevo de serpiente. A través de la fina membrana se puede distinguir un reptil ya formado”.

De ninguna manera Andrés Manuel López Obrador es comparable con Adolfo Hitler. Sería absurdo y falso. Aunque sí hay similitudes en la actitud de dirigentes políticos, de la iniciativa privada e intelectuales y comunicadores, quienes vieron la gestación de la serpiente tras la cáscara y negaron lo que tenían ante sus ojos, le dieron calor con sus simpatías o la dejaron crecer desde su arrogante indiferencia.

El reptil alemán fracasó en Múnich, donde intentó quebrar la vida institucional de su país con un golpe y fue a la cárcel. Pronto lo perdonaron, porque contaba con el respaldo popular y con ideales, y la indulgencia lo fortaleció. Los demócratas de Alemania le abrieron paso a su propio destructor. El presidente Paul von Hindenburg lo nombró canciller, puesto desde donde Hitler maniobró para acumular funciones, suspender libertades y, a la muerte del mandatario, asumió el poder absoluto.

A López Obrador se le giró una orden de aprehensión por la toma de pozos petroleros en Tabasco y el mismo gobierno que lo acusó se encargó de dejarla sin efecto.

El presidente Ernesto Zedillo dio un paso más: lo quiso convertir en su aliado. Yo estaba de visita en la oficina de un alto funcionario en Los Pinos cuando tomó el teléfono rojo para decirle al entonces director del Infonavit, Arturo Núñez: “Ya hubo acuerdo, prepara todo porque te vas a Tabasco en lugar de Roberto Madrazo”. La maniobra, sin embargo, no fructificó.

Al final de ese sexenio, López Obrador fue candidato a jefe de Gobierno del Distrito Federal (gdf) por encima de la ley. No cumplía con el requisito de la residencia efectiva porque su domicilio estaba en Tabasco, como lo indicaba su credencial de elector. Desde el gobierno se desalentó al Partido Revolucionario Institucional (PRI) capitalino para llevar a cabo la impugnación. Pase usted, otra vez.

Liébano Sáenz, secretario particular del entonces presidente, me dijo para este libro que el candidato a jefe de Gobierno por el PRI, Jesús Silva-Hérzog, quería bajar a López Obrador de la candidatura porque, en efecto, era ilegal.

“No quisimos echarle a perder el trabajo a (el candidato del PRI, Francisco) Labastida ni a Santiago Creel (el candidato del Partido Accional Nacional a la jefatura capitalina), a quien se le consultó y dijo que él iba a ganar en las urnas”. En realidad “no hicimos nada para evitar la candidatura (ilegal) de AMLO. Fue un error que ahora estamos pagando. Así como otros que, en su momento, también cometieron errores”.

José Luis Luege, quien en esa época era presidente del Partido Acción Nacional (PAN) en el Distrito Federal, llevó el caso al Tribunal Electoral capitalino y comenta: “Nos dieron palo. Pudimos subirlo al Tribunal Electoral Federal y habríamos ganado, porque López Obrador no tenía los cinco años de residencia en la capital previos a la elección. En el equipo de Vicente Fox y de Creel no quisieron. Diego (Fernández de Cevallos) estaba de mi lado para ir hasta las últimas, pero Fox y Santiago decidieron que podría ser contraproducente”.

Lo dejaron pasar, por encima de la ley.

El 29 de octubre de 2001, la reportera Karina Soriano, de Crónica, dio a conocer una investigación documentada en la que afirmó que López Obrador violó un amparo que dictó suspender obras de vialidad en el predio El Encino. El jefe de Gobierno se negó a rectificar y continuó las obras, aun cuando los propietarios estaban protegidos por una figura constitucional, joya del derecho en México, contra actos de la autoridad.

Más de tres años tardó la Cámara de Diputados en iniciar el juicio de procedencia y votar su desafuero. Ya estaba encima el proceso electoral para la Presidencia de la República y el desaforado dobló al gobierno y a la ley con un par de marchas multitudinarias. López Obrador salió fortalecido rumbo a la cita con las urnas en julio de 2006.

Perdió. Al anochecer de ese domingo 2 de julio le llamé a Ulises Beltrán, el padre de una brillante generación de encuestadores mexicanos surgidos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi). Seis años atrás también le llamé, a las cuatro de la tarde, y me anticipó: “Ganó Fox por seis puntos”. En 2006 volvió a ser certero: “Viene apretadísima, pero tengo arriba a Calderón por un pelito”.

Los datos oficiales lo fueron confirmando: el Programa de Resultados Electorales Preliminares (prep) no dejó de funcionar toda la noche y la madrugada del día 3 de julio. Las televisoras salvaron al país de un caos mayor: transmitieron de manera ininterrumpida el conteo.

“En el prep siempre estuvo arriba Felipe Calderón”, recuerda Luis Carlos Ugalde, presidente del Instituto Federal Electoral (IFE) en esa elección. “Fue en los cómputos distritales del miércoles 5 cuando AMLO inició arriba, una estrategia del prd para generar la sensación de que iba a ganar. El cruce se dio a las cuatro de la madrugada del jueves 6 de julio”.

La prueba es el mea culpa de un testigo de calidad: “Fernando Belaunzarán acaba de confesar esa estrategia en Twitter. Él era operador de AMLO en Sonora”.

Felipe Calderón le ganó a López Obrador por 236 003 votos.

El perredista rechazó el resultado sin tener pruebas, desconoció al ganador y al gobierno surgido de esa elección, se autoproclamó “presidente legítimo” e instó a sus partidarios a tomar Reforma, bloquear carreteras en los estados y estrangular el Istmo de Tehuantepec, mandó “al diablo” a las instituciones, nombró un gabinete paralelo, alteró el escudo nacional para ceñirse la banda tricolor en el pecho e inició una campaña para que ninguna autoridad, en ningún municipio del país, reconociera al “usurpador”. Se accedió a un recuento parcial de votos: en una muestra de 9% de casillas instaladas en el país se abrieron paquetes con boletas que ya habían sido contadas por los funcionarios (ciudadanos) y por otros ciudadanos en los distritales, en presencia de los representantes de los partidos políticos. El panista no redujo su ventaja. Y el viernes 14 de julio en entrevista con Carmen Aristegui en W Radio, López Obrador descubrió su verdadera intención de fregar a México: “Ni con el voto por voto aceptaré a Calderón” como presidente.

Todas esas violaciones a las leyes quedaron impunes. “Pasó cerca la bala”, dijeron los empresarios y continuaron su rutina sexenal sin cambiar en nada.

Vieron a la serpiente en el cascarón y optaron por convencerse de que sólo fue una anécdota. La bala ya “había pasado”. Y no dieron crédito a su propia narrativa: “Es un peligro para México”.

En 2012 López Obrador volvió a perder la Presidencia, con una diferencia más holgada que hizo poco creíble y menos incendiaria su narrativa del fraude electoral: en el Zócalo capitalino, con un chivo, seis gallinas, dos patos y ocho pollitos recién nacidos quiso convencer a todos de que le habían robado la elección. Los animales que llevó a la principal plaza del país no fueron parte de una representación sino, según dijo, de una realidad: gente del pueblo se los entregó porque con ellos quisieron comprar su voto en favor de Enrique Peña Nieto. Y el día de la toma de posesión del ganador de las elecciones, partidarios de López Obrador atacaron con violencia a la policía con el fin de tomar el recinto legislativo de San Lázaro e impedir que el presidente electo rindiera la protesta constitucional. Atacaron con bombas incendiarias, piedras, palos, fuego de sopletes. Y no pasó nada: los agresores detenidos muy pronto salieron libres, y el instigador político de la violencia, López Obrador, no fue molestado ni con un citatorio.

“Déjalo, hombre, ya está en la lona”, me dijeron colaboradores, políticos y amigos.

Respondí con una columna en La razón: “López Obrador está en la lona, pero está en el ring”.

De nueva cuenta los empresarios contribuyeron a la supervivencia de las causas que daban calor al nido donde incubaba el huevo de la serpiente. Pagaban sueldos bajos a los trabajadores cuando podían pagarles más, aunque sacrificaran un par de puntos del retorno de su inversión. Regateaban el pago de horas extra. Exhibían su cercanía con altos funcionarios en fiestas, les prestaban sus aviones y yates, salían fotografiados codo a codo con ellos en revistas de sociales. Tenían al poder político comiendo en su mesa y lo mostraban como blindaje para abusos fiscales, contaminar ríos, construir en lugares prohibidos para venderle casas a gente de escasos recursos que perdían la propiedad en la primera inundación (Acapulco, por ejemplo) y se quedaban con la deuda del pago de la hipoteca.

El presidente Peña Nieto tenía claro lo que se debía transformar en el país y lo hizo en tiempo récord: reforma educativa, reforma en telecomunicaciones y reforma energética. Afectó los intereses sindicales espurios enraizados y los del hombre más rico de México.

Con esos adversarios colosales, además de López Obrador activo y en campaña, Peña Nieto renunció de manera inexplicable a ejercer su principal talento: la capacidad para conectar con la gente. Esas reformas en el tramo inicial de su mandato parecían la punta de un iceberg modernizador del país, que empezaba a moverse. Pero no, esa punta era todo el iceberg: no tenía nada abajo. Carecía de respaldo social.

Ocurrió lo que nunca hubiéramos esperado de esa aspiradora de simpatías que era donde se plantara: le cedió la iniciativa y el terreno a sus colosales adversarios. Delegó el poder en Luis Videgaray, funcionario que carecía de las virtudes humanas y políticas del presidente. Peña dejó de ser Peña. En unos cuantos meses fue anulado por Videgaray, quien impuso una rígida estrategia de gobierno cupular en la naciente administración.

Recuerdo cuando un amplio contingente de estudiantes en paro marchó desde el Instituto Politécnico Nacional (ipn) hacia Bucareli para llevar su pliego de demandas a la Secretaría de Gobernación (Segob). Como era usual, instalaron un templete en la calle y los oradores exigieron ser recibidos. Salió el secretario Miguel Osorio en mangas de camisa, se subió al templete a dialogar con los estudiantes y despresurizó el conflicto. Dentro del gobierno, la actitud del titular de Gobernación fue vista como un pecado contra el primer mandamiento del nuevo estilo de gobernar: la política es cupular.

El presidente se aisló de los intelectuales, de los formadores de opinión, de los dirigentes opositores, de todo lo que implicara esfuerzo de concentración para escuchar y hablar con naturalidad los temas delicados que un presidente necesita conversar en corto con quienes ven las cosas desde una posición distinta. En lugar de salir los fines de semana a visitar las zonas populares de México, urbanas y rurales, a tocar gente, mirarla a los ojos, estrechar manos, a establecer contacto personal —su principal fortaleza—, a contrarrestar a López Obrador, que recorría todas las plazas públicas del país donde difamaba el proyecto reformista, Peña Nieto se iba a jugar golf a Punta Mita o a Ixtapan de la Sal.

La ausencia de Peña Nieto en el corazón de buena parte de los ciudadanos de un país presidencialista la ocupó López Obrador. El candidato derrotado que seguía en campaña y vivía del aire, sin cuenta en el banco ni tarjetas ni efectivo, con los 50 mil pesos que le daba el pueblo, decía, logró conectar muy bien con la parte oscura (cual más, cual menos, todos tenemos una) de millones de personas.

Sacó lo peor de cada uno: el resentimiento, la ira y la envidia. Entró muy bien su cizaña polarizadora. Hizo gala de una superioridad moral que no tenía y se presentó ante las clases populares y medias como un mesías. Todos tus problemas son por culpa de otros mexicanos, “ladrones de cuello blanco”. “Si acabamos con ellos se acabarán tus problemas”, decía todos los días ciudad por ciudad, ranchería por ranchería.

El fanatismo empezaba a correr por las venas de México. Dice Amos Oz, en su libro de entrevistas y ensayos Contra el fanatismo, que “la semilla del fanático siempre brota al adoptar una actitud de superioridad moral que impide llegar a un acuerdo”. Ése era AMLO. Así empezó su carrera. Así actuó como candidato y ahora como presidente. Imposible llegar a un acuerdo con él, porque desde el inicio de su vida pública se instaló en la cúspide de una columna de superioridad moral que sólo su megalomanía y el fanatismo de sus seguidores le confieren.

Había materia para aprovechar ese lado oscuro de un amplio sector de la población. Un ejemplo, aunque hay muchos: el gobierno llenó la plancha del Zócalo con camionetas Suburban, muchas de ellas blindadas, con señores de traje y corbata que iban al Informe del presidente que les hablaba de las bondades de las reformas estructurales.

“¡Rateros!”, escuché en el centro capitalino a transeúntes que espontáneamente expresaban con un grito su repudio al elitismo y percibían corrupción. No se hizo nada para tender un lazo con la gente desplazada de la cercanía con el presidente y su gobierno.

“¿Ya ven? Ésos son los que se enriquecen con el dinero de ustedes”, era el discurso de López Obrador. Muy eficaz y fácil de ilustrar. En los estados, no pocos gobernadores aportaban tropelías para multiplicar el descontento y el enojo. El país se polarizó y la violencia criminal repuntó.

Los altos índices de homicidios están ligados al extravío en la política social de los sucesivos gobiernos priistas, panistas y morenista. No es el único factor, pero sí el decisivo.

Fue un error abandonar Solidaridad como política social del Estado. El programa fue sustituido por el individualismo del cheque personalizado y la etiqueta de pobre en la frente del registrado en el padrón.

Es cierto que el individualismo —y la descomposición— es un fenómeno mundial, pero México ya había encontrado un camino para proteger el tejido social y fomentar que las personas fueran escuchadas, se organizaran, se sintieran partícipes e importantes en núcleos humanos de carne y hueso; los vecinos, por ejemplo.

Mark Zuckerberg (citado por Yuval Noah Harari en sus 21 lecciones para el siglo xxi) dijo en el discurso inaugural de la Cumbre de Comunidades el 22 de junio de 2017 que los trastornos sociopolíticos de nuestra época son el resultado, en gran medida, de la desintegración de las comunidades humanas: “Durante décadas la afiliación a todo tipo de grupos se ha reducido hasta una cuarta parte. Son muchísimas las personas que ahora necesitan encontrar un propósito y apoyo en algún otro lugar”.

Esos trastornos sociopolíticos de los que habla el padre de Facebook, en México se expresan en crímenes ejecutados con crueldad inigualable: personas que destazan vivas a otras, las desintegran en ácido, filman los martirios y los suben a internet.

Antes de abandonar la política social que fortalecía a la comunidad, casos así ocurrían como excepción y eran noticia durante semanas. Ahora es rutina de páginas interiores en los periódicos, si acaso. Roto el tejido social, desintegrados los lazos que unían a vecinos, poblados y colonias, la consecuencia —o una de ellas— fue el repunte de la atrocidad delictiva.

Las bandas que reclutan sicarios se nutren de muchachos que ingresan para ser “alguien”, parte de un grupo, tener compañeros de algo. Y dan rienda suelta a su energía en una actividad, que en este caso es cruel, desalmada. Con esa parte turbia, execrable, encarnada en grupos criminales, Andrés Manuel López Obrador ha hecho una magnífica conexión cuyas evidencias hemos atestiguado. Peña Nieto tenía la obligación de ganarle al pueblo a las organizaciones delictivas y a AMLO, con trabajo político durante todos los días de su sexenio, y no lo hizo.

En una entrevista que seis periodistas le hicimos en Palacio Nacional, le pregunté al presidente si no le preocupaba su decrecimiento en el respaldo de la población para el futuro de las reformas y contestó que él no gobernaba para las encuestas de popularidad.

Quien lo haya convencido de ese falso dilema y equívoco planteamiento fue un facilitador de la llegada de López Obrador al poder. Tenían ante sí al embrión que se desarrollaba tras la delgada membrana, y cuando quisieron reaccionar ya fue demasiado tarde: la serpiente ya estaba ahí.

Un amplio sector ilustrado de la sociedad también vio el huevo y el reptil le pareció pintoresco, inofensivo dentro del cascarón. Al alcance de la mirada de cualquier observador estaba el peligro que representaba AMLO para México.

Peligro para la democracia, porque no era demócrata.

Peligro para la convivencia plural, porque era intolerante.

Peligro para la economía, porque era un profeta del desprecio al sector privado.

Peligro para la vida institucional del país, porque no creía en las instituciones.

Peligro para la unidad nacional, porque era un sembrador de discordias.

Peligro para la seguridad personal y patrimonial de la población. Cuando fue jefe de Gobierno, la violencia y los delitos en la capital del país crecieron hasta el extremo de que las clases medias salieron a las calles para protestar.

Peligro para el Estado de derecho, porque quebrantó la ley una y otra vez desde el gobierno citadino.

Se prefirió mirar hacia otro lado. Hacer como si nada de lo anterior fuera verdad.

Había que burlarse de Peña Nieto porque se puso unas calcetas de correr extrañas, o solazarse en errores tan pequeños e insignificantes como una suma mal hecha o el inglés mal pronunciado. Con esas nimiedades se inundaron nuestros WhatsApp, las redes sociales, las mesas familiares y las reuniones de amigos. Se obstaculizó todo lo que venía de Peña Nieto.

La aversión llegó hasta la insensatez de crear un colectivo llamado “Por una fiscalía que sirva” para frenar la propuesta del presidente de poner a Raúl Cervantes como fiscal general de la República, y lo lograron. Para abajo el brillante abogado y luego no dijeron nada, desapareció el colectivo, cuando el nuevo gobierno nombró a Alejandro Gertz Manero.

¿Resultado? Más de 30 científicos con orden de aprehensión, en paquete, a pedido de la directora de Conacyt, María Elena Álvarez-Buylla. Acuerdos con delincuentes confesos para arreglar declaraciones ministeriales con el propósito de enlodar a personas que le desagradaban a alguien en el poder. Fabricación de delitos para tener encarcelada a una mujer que el presidente detesta, Rosario Robles. Proyecto de reformas constitucionales para crear un Código Penal Federal que nulificaba las libertades individuales ante el Estado. Qué bonito papel de la “sociedad” civil al minimizar el huevo de la serpiente.

Afortunadamente hay vigor y capacidad de reacción, pero el daño es tan profundo que pasarán generaciones antes de que cierre la herida de la polarización social alentada por el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador.

La población, una parte amplia de ella, se ensañó con un presidente que tenía luces y sombras. Frívolo y débil de carácter, pero sin odios ni rencores. Ligero de soportar.

Dejó al país creciendo por encima del promedio mundial. Creó 4 millones de empleos. México exportó más manufacturas que todo el resto de América Latina junta. El salario aumentó 11.7% encima de la inflación. Sacó a 2 millones de personas de la pobreza extrema. Sus grandes obras públicas tenían sentido de futuro: duplicó la capacidad operativa de los puertos y arrancó un potente aeropuerto internacional en Texcoco que se pagaba solo.

Al gobierno de AMLO le dejó 300 mil millones de pesos en el Fondo de Estabilización de Ingresos Presupuestarios (feip), inversión extranjera nueva —y en fierros— por 193 mil millones de dólares. El Instituto Mexicano del Seguro Social (imss) pasó de números rojos a negros y al concluir el sexenio se le inyectaron 73 mil millones de pesos en reservas financieras.

Se dio un frentazo con la “Casa Blanca”. Pero una vez detonado el escándalo —no ilegal, pero sí muy cuestionable por conflicto de interés—, a Juan Armando Hinojosa, propietario de Grupo Higa, no se le dio un solo contrato en el Gobierno Federal y todos los contratos con gobiernos estatales le fueron cancelados.

Hubo corrupción, sí, pero no de la magnitud que la propaganda del Movimiento de Regeneración Nacional (Morena) y sus comentaristas (ex) afines decían. Se creó un andamiaje institucional para evitarla y castigarla.

López Obrador tiró el Sistema Nacional Anticorrupción. Le recortó el presupuesto a la ciencia, a la tecnología. Desmanteló el Seguro Popular. Demolió la reforma educativa. Congeló la reforma energética y perdemos hasta la camisa con la obsesión petrolera. El presidente López Obrador se doblegó ante Trump y le hizo el trabajo sucio en el sur y en el norte.

Peña cometió el error de recibir a Donald Trump en Los Pinos cuando este último se encontraba en campaña electoral. Sin embargo, su comportamiento a la hora de interactuar de presidente a presidente fue algo más que decoroso: valiente. No aceptó la presión para pagar el muro y salvó lo esencial del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN). En una conversación telefónica entre Peña Nieto y Donald Trump, difundida íntegra meses después por The Washington Post, se evidencia que fue Trump y no Peña quien se dobló.1

López Obrador fue a Washington, a la Casa Blanca, a darle las gracias a Trump por el “trato respetuoso” a los mexicanos, en la recta final de su campaña por la reelección. Se doblegó a la primera ante el presidente de Estados Unidos y luego cedió soberanía al permitir que éste, y más adelante jueces federales, dispusieran de territorio nacional mexicano como patio trasero donde debían esperar los solicitantes de asilo en Estados Unidos. Todo ello sin consultar a las autoridades mexicanas. Denigrante.

Peña reaccionó tarde ante la masacre de Iguala, pero durante su sexenio se investigó y encarceló a más de un centenar de asesinos materiales e intelectuales. Cometió el error de no dar a conocer el móvil de lo ocurrido, en virtud de un acuerdo con padres y representantes legales de los familiares de los normalistas.

López Obrador hizo de la matanza un tema de campaña —e hizo bien, por la trascendencia del caso—, pero varios de los involucrados eran sus aliados políticos. Y en este gobierno han dejado libre a más de la mitad de los detenidos, incluyendo al que coordinó el secuestro y la masacre: José Ángel Casarrubias Salgado, el Mochomo, líder del cártel Guerreros Unidos, quien fue liberado el 1 de julio de 2020, pero recapturado de inmediato por hechos ajenos al caso Ayotzinapa.

Se despreció todo lo que viniera de Peña Nieto, revuelto lo malo con lo bueno. No se valoró lo suficiente la existencia de separación de poderes, la democracia, la libertad de expresión. Millones dieron calor al huevo en su nido, a pesar de ver que ahí había una serpiente.

¿Nunca se creyó que AMLO fuera así? ¿No se sabía? Siempre fue un intolerante: “Si no estás conmigo estás contra mí”. Lo viví en carne propia.

En el último trimestre de 1988, el director de La Jornada (diario del cual fui reportero fundador, incorporado al grupo por mi compañero de “fuente”, Julio Hernández López) me envió a Tabasco para cubrir las campañas a gobernador del estado y me fui de gira con López Obrador en su coche. Escribí lo que vi. Puse lo que él decía. Reproduje en crónicas y notas lo que decía la gente, sus diálogos con el candidato, partes de discursos, y nada le gustó. Obviamente no iba para darle gusto, simplemente no me sumé a su causa ni mentí para congraciarme con el personaje. Tampoco lo agredí ni exageré situaciones para perjudicarlo. Esa frialdad profesional me convirtió en su enemigo. Jamás lo olvidó. Y para mi mala suerte y la del país, el rencoroso candidato del Frente Democrático Nacional llegó, 30 años después, a la Presidencia de la República.

Su primera reacción escrita a una crónica mía está en su libro cuyo título, de cinco palabras, tiene tres palabras que encontraremos siempre en su léxico de político intolerante: Tabasco, víctima del fraude electoral. Víctima, aunque el agresor sea él, y fraude electoral, siempre que ha perdido una elección.

Escribió en ése, su primer libro: “Esta crónica no necesita respuesta porque se descalifica a sí misma. Fue armada para mostrar nuestra poca capacidad de convocatoria, dar a conocer las ‘discrepancias’ que nos impidieron hacer coalición partidista para presentar candidatos únicos, y justificar a los ‘viejos cuadros’ que al encontrar ‘autoritarismo’ y ‘antidemocracia’ en nuestras filas deciden ‘voluntariamente’ defeccionar. En fin, los argumentos centrales manejados por el PRI-gobierno, sólo que envueltos en el lenguaje de un profesional de la crónica mercenaria”.

Me increpó, hiriente, en la sala de prensa en Villahermosa, en ese tiempo cuando hablaba de corrido. Mintió sobre mis actividades en Tabasco. Su equipo repartió panfletos contra mí. En el df presionaban al director del diario que me envió para que me quitara de la cobertura.

Desde esa época supe que para AMLO quien no es su incondicional es su enemigo, inmediato o en potencia. Lo que viví en Tabasco no fue nada en comparación con los desplantes de intolerancia que exhibió después: López Obrador desconoció a su hermano Arturo, hijo de su misma madre y padre, porque piensa distinto a él en cuestiones políticas.

Vaya, ni siquiera fue una discrepancia de ideas, sino que en una elección local, Arturo dijo que votaría por el candidato del pri en Veracruz porque lo conocía.

La respuesta de su hermano Andrés Manuel quedó escrita en Facebook: “En la familia siempre hay alguien que desento­na, que le gusta acomodarse. Se dice en el argot, en el hampa de la política, a colarse. Y son aspiracionistas, no tienen ideales, no tienen principios, por eso yo ya no tengo hermanos”.

¿No se vio esa señal que salió del corazón de Andrés Manuel López Obrador? ¿O no se quiso ver?

Como jefe de Gobierno del Distrito Federal, Crónica —bajo mi dirección— le resultaba insoportable. Mostró que no podía convivir con un medio de comunicación crítico. Desde el antiguo Palacio del Ayuntamiento llamó a los reporteros, una y otra vez, a “rebelarse contra la línea editorial” del diario y les pedía que “tengan el coraje de sentirse libres”.

Adrian Castillo y Raymundo Sánchez fueron los reporteros que cubrían sus actividades. El primero recibió insultos, incluso de conductores de televisión muy conocidos, por su cobertura crítica de las conferencias matutinas del jefe de Gobierno. Adrian narró, en una espléndida crónica, cuando de un programa de televisión le llevaron mariachis para cantarle “Las Mañanitas” el día de su cumpleaños. Le tundieron y nunca se dobló.

Raymundo Sánchez le preguntó, con su estilo respetuoso y sin concesiones, por la propaganda que se realizaba con recursos públicos para promover su persona. AMLO lo negó. Raymundo se levantó, caminó hacia el jefe de Gobierno en la conferencia matutina y puso en su mano un preservativo masculino con su rostro impreso en el paquete y que era distribuido por la Secretaría de Salud. López Obrador lo vio y su respuesta fue: “Esto no existe”. Igual que ahora: ante la evidencia, la negación de la realidad.

Tiempo después, el reportero Francisco Reséndiz se infiltró en grupos que formaban “células bolivarianas”, como parte —o cercanas— del Frente Popular Francisco Villa (FPFV), al que el gobierno de AMLO dejaba operar taxis pirata —siempre  y cuando tuvieran un oficio de los líderes del FPFV—, en competencia desleal con los autorizados.

Cuando publicamos el reportaje de Reséndiz la reacción fue virulenta. Grupos bolivarianos y “panchos villas” pusieron sellos de clausura en el periódico en un acto violatorio de la libertad de expresión y atropello de la propiedad privada.

Los manifestantes llegaron a pie y en autobuses, escoltados por patrullas de la policía capitalina. La autoridad del lado de los agresores.

En el círculo político y propagandístico de López Obrador, incluida la embajada de Venezuela, el canciller de ese país y el propio Hugo Chávez, la víctima no fue Crónica, sino López Obrador.

Reséndiz debió ocultarse unos días debido al calibre de las amenazas que recibió y la autoridad, en simbiosis con los delincuentes, anunció el paso de la agresión verbal al castigo físico.

Recreo estos ejemplos para ilustrar que López Obrador siempre fue como es ahora; que muchos pudimos constatar lo que había tras la membrana.

Mentiroso lo fue siempre. Que nadie diga que no se sabía; que resultó ser un “vicio oculto”. Pamplinas.

Al inicio del proceso de desafuero, López Obrador denunció reuniones entre el presidente Vicente Fox y el presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (scjn), Mariano Azuela. Era su prueba de “la conjura”. Él negó haberse reunido alguna vez con Azuela y cargó contra Fox y el presidente de la Corte.

Crónica publicó un espléndido trabajo de las reporteras Patricia Huesca y Leticia Cortés, que revelaron hasta el menú y copia de la cuenta de una de las dos veces que AMLO y Azuela comieron en el entonces restaurante La Cava, en Insurgentes Sur. In fraganti, pues.

1  Pablo Hiriart, “El presidente y el pelele”, columna “Uso de Razón”, en El Financiero, 7 de julio de 2020.