#ADELANTOSEDITORIALES

Colapso México • Mael Vallejo

Los culpables y las víctimas de nuestra crisis climática.

Escrito en OPINIÓN el

Ya estamos viviendo una crisis peor que la pandemia.

La crisis ambiental se cobrará más vidas y golpeará más duraderamente a México que el covid-19, simplemente no hemos querido verlo.

Los reportajes de este libro retratan las caras que ya presenta este fenómeno en el país: el horror de los huracanes en Centroamérica y la inundación migratoria que desatan, la confluencia de los vientos del Polo Norte con la minería más salvaje, el vínculo entre la llegada de un tren y la agonía del jaguar, la sangre que derrama la tala clandestina, el agua como vida y muerte de personas y poblados, y la relación entre el silencio y las piedras en los pulmones, entre otros.

En Colapso México, algunos de los periodistas más importantes de la región documentan que, más allá de la amenaza real del calentamiento global, es necesario actuar ya ante la avaricia desbocada de los empresarios y la falta de regulación y entendimiento del problema de las autoridades.

Afortunadamente, en este diagnóstico viene también el germen de la solución...

Fragmento del libro Colapso México” de Mael Vallejo editado por Grijalbo. Cortesía de publicación Penguin Random House.

Mael Vallejo es periodista. Actualmente es editor de Post Opinión, la sección de opinión en español de The Washington Post, y columnista en Milenio. Previamente fue director editorial y editor general de medios como Esquire Latinoamérica, Chilango, mexico punto com y Animal Político. Ha sido ganador de los premios Nacional de Periodismo y Rostros de la Discriminación.

Colapso México | Mael Vallejo

#AdelantosEditoriales

 

Cuando la esperanza se reduce a carbón

La región carbonífera de Coahuila se compone de cinco municipios de donde se extrae 99% del carbón en México. Sus habitantes siempre están relacionados con las minas: trabajan en ellas, el aire que emana de éstas en­ venena sus días, mueren en ellas. Hasta 2021, más de 3?100 mineros habían fallecido allí, donde unas 3 000 familias dependen directamente de esa industria, sin que el gobierno les dé más opciones para subsistir.

José Luis Pardo Veiras

Durante cuatro años Matías Zamora soñó con ser agricultor, pero lo que cayó del cielo en febrero de 2021 lo empujó de regreso a las profundidades de la tierra.

Aquel mes los aires del Polo Norte, debido a la crisis climática global, viajaron más al sur de lo habitual y una tormenta sobre San José de Cloete, un pueblo al noroeste de México, en el estado de Coahuila, se convirtió en granizo. Las piedras, del tamaño de un puño, asolaron los dos invernaderos donde Zamora había cultivado cebollas, chiles, calabazas y duraznos cuando, para sobrevivir, cuidaba la tierra en vez de perforarla.

Seis meses después, caminaba entre las malas hierbas y los arbustos podridos de su cosecha. Sus párpados estaban delineados por una sombra negra y parecía haberse maquillado para dar más intensidad a sus ojos verdes. Junto a su larga melena y su camisa desabrochada hasta el pecho, le daban un aspecto de músico de heavy metal. En realidad, era la marca inconfundible de que hasta hacía unas horas estaba trabajando en una mina de carbón, uno de los oficios más peligrosos del mundo y que alimenta a una de las industrias más contaminantes del planeta.

“En la siembra hay vida, en las pozas te vas deterio­rando como las herramientas”, me dijo con resignación.

* * *

En la entrada a la casa de Matías Zamora hay 65 cruces apiladas en memoria de cada uno de los mineros muertos el 19 de febrero de 2006 en una explosión en Pasta de Con­chos, una mina propiedad del Grupo México que antes del siniestro había recibido denuncias por la falta de condicio­nes de seguridad. Una de las dos modestas construcciones de concreto que hay en el terreno sirve como sede de la or­ganización a través de la cual los familiares llevan 16 años pidiendo que se rescaten los cuerpos sepultados. En la otra casa vive Zamora con su familia. La habitación, el comedor y la sala forman una sola estancia.

“A mí nunca me han dado ayuda para sembrar y me han intentado quitar de aquí a golpes y amenazas […] los mismos de siempre, el gobierno municipal y los empresarios que están con ellos. Pero para perforar para una mina siempre hay dinero”, se lamentaba con los ojos entornados para protegerse del estallido blanco que el sol provocaba en el patio, donde picoteaban unas gallinas y merodeaba un grupo de perros tan enflaquecidos como el propio Zamora. Sus huertos son un lugar común: una flor en el desierto, un toque verde en el gris de los cinco municipios de la región carbonífera de Coahuila, donde se extrae 99% del carbón en México.

Soñar con ser agricultor fue para Zamora un paréntesis vital desde que siendo un niño migró a esta zona de Coahuila desde Real de Catorce, en San Luis Potosí, una mina de plata abandonada convertida en atracción turística. A sus 42 años, excepto por un periodo en Estados Unidos y unos meses en los que dejó la minería después de quedar sepultado y romperse un pie, todos sus días han estado ligados a la piedra negra. En esta región los hombres acababan en la mina casi con la misma inevitabilidad con la que la Tierra es atraída por el Sol.

Su hijo mayor observaba nuestra conversación. Sus ojos también parecían estar maquillados.

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El carbón iluminó el mundo. Gracias a él se universalizó el gesto de presionar un interruptor y fue el combustible que alimentó la Revolución Industrial. Quedó inmortalizado en la cultura popular en las novelas de Charles Dickens cuando Londres, el centro del mundo, estaba cubierto por el humo de las fábricas. Es un símbolo de una época pasada que, sin embargo, sigue omnipresente.

En su forma destilada, el coque, es imprescindible para forjar el acero con el que se construyen los aviones, los puentes, los edificios y todavía es la principal fuente para generar energía —­cubre un tercio de la demanda mundial—­a pesar de que el negocio a su alrededor mata mi­ neros, contamina el aire, los ríos y causa enfermedades respiratorias a veces mortales. En México, organizaciones ambientales calculan que las carboeléctricas produjeron en 2020 apenas 4% de la electricidad, pero fueron responsa­bles de 10% de los gases de efecto invernadero del sector energético. El carbón es la piedra angular para un modo de vida que se ha vuelto insostenible. El objetivo mundial para paliar los efectos de la crisis climática es limitar a 1.5 °C el calentamiento global, algo imposible si el carbón si­gue alumbrando nuestras casas. Para la región carbonífera de Coahuila este mineral es mucho más que eso: es su razón de existir.

El paisaje de la región es una sucesión de agujeros en la tierra, la mayoría de los barrios están bautizados con nombres de minas y los cimientos de muchas casas se refuerzan porque están construidos sobre otros que están vencidos. Gran parte de los negocios y los cargos políticos están aso­ciados a la riqueza de los empresarios carboneros. En los pueblos se erigen estatuas doradas en honor a los mineros como si se tratara de soldados caídos en combate.

Cada comunidad tiene un hito traumático relacionado con la mina. El del pueblo de Minas de Barroterán ocu­rrió en 1969, cuando una explosión de gas mató a 153 per­sonas. La última tragedia colectiva ocurrió en junio de 2021, cuando siete mineros quedaron atrapados en Ran­cherías, en el municipio de Múzquiz, después de que la mina colapsara por una inundación.

El carbón de esta región se formó por el impacto de un meteorito en el sureste del país, en Chicxulub, en la península de Yucatán, al mismo tiempo que desaparecían los dinosaurios. Después de 65 millones de años, a finales del siglo xix, grandes empresas estadounidenses y japonesas empezaron a extraerlo para alimentar a los ferrocarriles. La gente llegó a este desierto en el que se formaron los municipios de Juárez, Múzquiz, Progreso, Sabinas y San Juan de Sabinas. Desde entonces, según el registro histórico que llevaban los familiares de víctimas hasta 2021, más de 3?100 mineros han muerto en estas tierras.

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Heradio Hérnandez estaba de cuclillas a 50 metros bajo tierra, su casco rozaba la piedra del techo, el sudor empapaba su cuerpo, el ruido de la pistola con la que se pica la piedra era ensordecedor y en una mano tenía un metanómetro, que mide los niveles de gas para prevenir las intoxicacio­nes o las posibles explosiones. La primera mina a la que en­tró en su vida era un pozo al que bajó a bordo de un cubo atado a una cuerda. Era un adolescente que acompañaba a su padre y casi se convirtió en su último día: una “gran tabla de carbón” se cayó a unos centímetros de ellos. Ha visto inundaciones y derrumbes.

En las minas es difícil moverse, cuesta respirar y, si se apaga la linterna, es imposible ver tu propia mano tapando tu rostro. Pero Heradio Hernández me dijo que ése es su lugar en el mundo. No sólo eso. Si pudiera elegir cómo morir, sería haciendo lo mismo que a sus 46 años ha hecho más de media vida: extraer toneladas de carbón de las profundidades de la tierra.

Para ser minero, agregó, lo primero es tener “mucho corazón”. En la región hay un dicho más completo: “Mucho corazón y mucha hambre”. Él, quien en ese momento era encargado de seguridad de la mina Las Esperanzas, tenía grabada en la cabeza la frase de todo minero que sabe que entrará en la mina, pero no sabe si va a salir: “En la calle somos compañeros, aquí somos hermanos”.

Los mineros de Coahuila hablan de días enteros sin salir a la superficie, de subir las pendientes gateando casi sin conciencia por inhalar gases o de socorrer a compañeros mutilados con la misma frialdad que un cirujano hace una operación a corazón abierto. “La mina te da mucho, pero te quita todo”, me dijo Armando Alonso Gómez, quien en 2021 fue despedido y dejó la minería después de 23 años para migrar a Saltillo, a más de tres horas de su pueblo na­tal, Barroterán.

Pocos dejan ver el miedo y algunos cuentan estas historias con orgullo. A veces aflora algo de humor negro. Ma­ tías Zamora recordaba que el hombre más miedoso que ha visto en una mina fue un sicario del cártel de Los Zetas, durante los años en que el grupo criminal se involucró en el negocio del carbón. “Bajaba con la pistola y yo le decía: ‘Si disparas nos vas a matar a todos, ¿eh?’ Buscaba el poder que tenía fuera, pero abajo era el más pequeño de todos.”

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Los carboneros se juegan la vida por unos 3 000 pesos a la semana, si logran sacar unas siete toneladas al día. Muchos no conocen otro modo de sobrevivir. En Coahuila están dos de las tres carboeléctricas del país (la otra, en Gue­ rrero, funciona con carbón importado). Consumen casi la mitad del mineral que se extrae en la región y generan más de 60% de la energía. La quema del carbón contamina tanto el aire que unas 430 personas mueren al año en Coahuila por enfermedades respiratorias, de acuerdo con un informe del Centre for Research on Energy and Clean Air. De sus desperdicios, señala la organización, alrededor de 900 kilos de mercurio van a parar anualmente a los ecosistemas terrestres y de agua dulce de una región que además sufre sequías crónicas.

“La generación de energía con carbón en México es un proceso obsoleto ambiental y económicamente, que no pone en el centro a las personas como debería hacerlo cualquier proyecto público. La discusión no es nueva, sobre todo desde los derechos humanos y laborales. Pero ha cobrado más fuerza por el motivo climático. Desde una perspectiva de gases de efecto invernadero, las carboeléctricas tampoco tienen espacio”, me dijo Jorge Villarreal, director de política climática de la organización Iniciativa Climática de México (icm).

Por cada minero muerto hay 600 incidentes de seguridad. La mitad de los fallecidos no contaba con seguro social y hasta hoy no se sabe el número exacto de personas rescatadas vivas. Entre 2000 y 2019 unos 2?626 mineros quedaron incapacitados permanentemente, de acuerdo con la Organización Familia Pasta de Conchos. A pesar de todo ello, en una región de 160?000 habitantes hay al menos unas 3?000 familias que dependen directamente de la industria carbonífera y cerca de 11?000 empleos indirectos están asociados a ella.

“Las empresas necesitan crear la narrativa heroica porque sólo los héroes trabajan donde no hay condiciones [para ello]”, me dijo Cristina Auerbach, defensora de los derechos humanos e integrante de la Organización Familia Pasta de Conchos. “Es increíble ver el apego de la gente al mineral: los representa, forma parte de su his­ toria y, al mismo tiempo, tiene una enorme carga de sufrimiento.”

A Heradio Hernández, quien quiere morir en la mina, le preocupa que ésta muera antes que él. Las Esperanzas vende su carbón a la Comisión Federal de Electricidad (CFE). Si México cumpliera sus compromisos internacionales, debería dejar la generación de electricidad por carbón en 2030, cuando acaba la vida útil de las carboeléctricas de Coahuila. El otro gran cliente del carbón es Altos Hornos de México, empresa que en octubre de 2021 estudiaba declararse en bancarrota, en medio de acusaciones de sobornos y corrupción de su dueño, Alonso Ancira.

—­Si no fueras minero, ¿qué serías? —­pregunté a Heradio.

—­Nunca lo he pensado —­dijo después de unos segundos en los que, en verdad, parecía haberlo pensado por primera vez.

Su amor por la mina también es un motivo de angustia diaria para su esposa. Él tampoco quiere que sus tres hijos, ya adolescentes, sean mineros: “La mina te cobra, uno puede pagar con la vida”.

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Cristina Auerbach conoció la región carbonífera de Coahuila la madrugada del 21 de febrero de 2006, dos días después de la explosión en Pasta de Conchos. Era una defensora de los derechos laborales sin idea sobre minas. Lo que vio fue a cientos de personas que se amontonaban en el lugar del siniestro. Había policías y militares, carpas de fieles católicos y otras de protestantes. Un predicador gri­ taba con un megáfono que los mineros habían quedado sepultados por sus pecados y sólo la voluntad de Dios podía sacarlos. Representantes de la compañía y políticos lanzaban mensajes sobre una plataforma, ataviados con impolutos cascos blancos. Los familiares escuchaban sobre el piso, que a su vez era el techo de esa mina convertida en tumba.

Auerbach me dijo que recordaba a un señor mayor con la cabeza gacha, llorando, que se resguardaba de la gélida noche con una manta. “Se me quedó Antonio”, le dijo. An­ tonio era un rescatista que le había salvado la vida en otra ocasión. Ahora él había quedado bajo tierra.

Tres años después, cuando salía de otra mina con denuncias por falta de seguridad, Auerbach se maravilló de la enorme luna que brillaba en el desierto. Las personas que la rodeaban no hicieron más que lanzar una fugaz mirada al cielo llena de indiferencia. Entonces decidió que se que­ daría en la región carbonífera, porque el trauma en estas tierras era tan profundo que la gente había perdido la capacidad de asombrarse ante un espectáculo que a ella la dejaba absorta.

Su casa de Barroterán es fácil de reconocer por las cámaras de seguridad y las rejas altas que la resguardan. Desde que se mudó, las amenazas se han vuelto parte de su vida. Es una mujer que alza la voz en una tierra que exalta la masculinidad y que a las mujeres les ha reservado el papel de viudas. Es extranjera en un lugar que difícilmente se visitará si no es por trabajo o familia, a pesar de los desvencijados carteles sobre el turismo carbonífero que señalan lugares sin verdadero interés turístico.

También es la enemiga pública de los grandes empresarios del carbón, como el senador Armando Guadiana, del partido oficialista Morena, señalado en la investigación Pan­dora Papers por abrir un fideicomiso en un paraíso fiscal y no declarar una fortuna de 28 millones de dólares. Durante los 13 años que lleva viviendo en estos pueblos del carbón, Cristina ha acompañado a los familiares de las víctimas des­pués de cada muerte, ha asesorado a habitantes que han acu­dido a ella cuando alguien ha querido invadir sus tierras para perforarlas y ha defendido a los propios mineros de los abu­sos laborales de los empresarios y el acoso de la policía.

Gran parte de su tiempo lo ocupa en documentar y de­nunciar las fallas de seguridad en las minas legales y la exis­tencia de las clandestinas. Todas las noches duerme con el celular al alcance de la mano por si alguien tiene algo que denunciar, lo que sucede a menudo. En un cajón guarda una cuerda raída con conos intercalados: es lo que se co­noce como cuerda de vida, una soga que sirve para que los mineros puedan encontrar la salida de la mina a través del tacto en caso de que no haya luz. Este sencillo instrumento no existía en la mina Pasta de Conchos, propiedad de Ger­mán Larrea, el segundo hombre más rico de México.

“Hace falta un cambio de narrativa. ¿Por qué no podemos llamarnos la región del sol si eso es lo que nos sobra? —­dijo Auerbach—­. Para mí el carbón significa angustia, yo cerraría todas las minas pensando en los mineros, en la gente de aquí.”

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En México, un país donde más de un tercio de la población tiene dificultades económicas para satisfacer su consumo de energía —­lo que se conoce como pobreza energética—­, las reformas energéticas han sido un eje central en las dos últimas administraciones. La reforma impulsada por Enrique Peña Nieto, en 2013, liberalizó el sector y anunciaba el cierre de las carboeléctricas y su reemplazo por energías limpias para 2026. La que fue propuesta al Congreso por el actual presidente, Andrés Manuel López Obrador —­y que no fue aprobada en 2022—­, volvía a dar más fuerza al Estado como ente regulador a través de la CFE y su eje principal es la soberanía energética nacional, sin priorizar la sa­lida de los combustibles fósiles.

Ninguna de las dos reformas, señaló Jorge Villarreal, de icm, es una ruta viable para lograr una transición energética justa: sustituir las energías contaminantes por otras limpias, poniendo en el centro a la población de los lugares afectados. En otras palabras: que un pueblo minero sobreviva al bien común.

“La primera reforma está basada sólo en términos técnicos y financieros. No hay justicia y dejó fuera la dimensión social. Y en la que propuso este gobierno se nombra la transición energética justa, pero no existe ningún plan operativo para que no se quede sólo en papel”, dijo Villarreal. El ambientalista aseguró que en Coahuila la sustitución del carbón por la energía solar ya es técnica y económicamente viable, pero que está frenada por la falta de voluntad política para romper la cadena de intereses alrededor del mineral.

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Cristina Auerbach ha logrado relativos éxitos, como el cierre de la mina Lulú en 2011 —­que le costó amenazas y que luego volvió a operar—­, y ha encontrado a aliados entre mineros como Matías Zamora y, sobre todo, entre mujeres y jóvenes que no quieren seguir los pasos de sus padres en las minas y suelen buscar otro futuro en la maquila.

Elvira Martínez, su amiga más antigua en la región, ni siquiera sabía en qué mina trabajaba su esposo, Vladimir Muñoz, el día en que se convirtió en una de las víctimas de Pasta de Conchos. Me dijo que ha aprendido mucho al reclamar justicia, aunque en el camino ha habido momentos en los que no se sentía ella misma. Un día, su hija pequeña le dijo: “Mamá, la mina se llevó a papá y te está llevando a ti también”.

Omar Navarro logró el contacto de Auerbach después de verla por la televisión y se sorprendió de que aquella mujer que decía lo que decía fuera su vecina. A pesar de nacer en un pueblo llamado Minas de Barroterán y que la imagen de un hombre tiznado de negro sea uno de los pri­ meros recuerdos de su infancia, con 14 años se prometió que nunca pisaría una mina y hasta el momento en que ha­ blamos, cuando tenía 26, lo había cumplido. Él quiere ser guionista de cine y desea que la región se convierta en un gran escenario de rodaje.

Pero Cristina Auerbach también ha visto cómo las mi­nas son cada vez peores: “La cfe está entregando el mayor volumen de compras de carbón a las minas mientras de­muestren que son las más chicas, pero lo más chico en mi­nería es lo más precario y lo más peligroso”.

Eduardo Aguirre, el dueño de la mina Las Esperanzas, compartía la preocupación de Auerbach. “La Secretaría del Trabajo hace sus inspecciones, o llegan a los puntos que son denunciados y clausuran ese tipo de minerías; sin em­ bargo, al siguiente día, o a la semana, las pueden volver a abrir”, me dijo este hombre que, a sus 34 años, le gustaría seguir en la industria a la que se metió por su abuelo, pero que ya está buscando otras oportunidades en medio de la crisis presente y futura del carbón. Un estudio de la Universidad de Coahuila señala que 40% de las personas relacionadas con este negocio, como Aguirre, está dispuesto a cambiar de rubro hacia otro negocio rentable.

Ser minero de carbón es uno de los oficios más peligrosos del mundo, incluso en las minas grandes de la zona como MIMOSA y MICARE, que están mecanizadas y tienen mayores medidas de seguridad. Pero se vuelve algo más que temerario en los cientos de minas informales y clandestinas, que son apenas cuevas o pozos donde los mineros bajan a la tierra sin botas de punta de acero, con cascos viejos, sin ventilación y sin importar el nivel de gas.

Mientras estaba en la zona, el tema de actualidad en Barroterán era el cierre de la Mina VII, propiedad de MIMOSA. En 1989 la principal mina del pueblo cerró. Pero aquí una mina genera un universo alrededor de ella. Si no se toman medidas, cuando desaparece significa el fin de todo. La comunidad se vació tanto que se comenzó a retirar el alumbrado público.

Unos días antes de que Matías Zamora caminara entre los arbustos podridos de sus invernaderos, Cristina Auerbach daba un taller sobre riesgos laborales en un pequeño salón de eventos a una decena de mujeres, todas familiares de mineros. En este espacio el carbón se definía desde “el miedo” y las historias de largas jornadas pegadas al radio con la esperanza de no escuchar la noticia sobre un accidente. En otra mesa un grupo de niños tenía la tarea de di­bujar un paisaje de su pueblo. Pintaban las nubes de negro.