MARCELA TURATI

San Fernando: última parada • Marcela Turati

Viaje al crimen autorizado en Tamaulipas.

Escrito en OPINIÓN el

En este libro se cuenta la historia de una pequeña ciudad, con una terminal de autobuses en la que desaparecen los pasajeros. La mayoría son hombres jóvenes que viajan a Estados Unidos en busca de un mejor futuro. Van ligeros de equipaje y de dinero. Cada amanecer, cuando un camión llega a la parada, son bajados por la fuerza, llevados a brechas y asesinados. Por error, por capricho, porque sí. Porque los asesinos tienen permiso. Luego son arrojados a fosas clandestinas. Cuando en 2011 se descubrieron las tumbas, el gobierno reconoció los restos de 193 personas. Y los volvió a ocultar. Culpó a Los Zetas de las matanzas, pero no investigó las complicidades.

Este libro es un relato coral de esas masacres; en sus páginas hablan las víctimas, familiares, testigos, funcionarios; la autora nos conduce, como el Virgilio de Dante, por los círculos del horror y la desdicha, pero también de la esperanza y la alegría cuando las familias recuperan el cuerpo del ser querido ausente o se unen contra la maquinaria que desaparece personas. La obra nos guía por un sitio tomado por la delincuencia organizada que actúa a la luz del día, con autoridades que los encubren o que voltean a otro lado para acentuar el silencio que deja la impunidad.

En este país, nos dice Marcela Turati, la política de Estado es la simulación, el ocultamiento. San Fernando es el epicentro de una lógica criminal que la periodista revela: una población en el desamparo donde los crímenes son autorizados y las consecuencias de la “guerra contra el narco” cobran cientos de víctimas. Al desnudo quedan los mecanismos de la impunidad que permiten el horror que continúa hasta ahora.

Fragmento del libro de Marcela Turati San Fernando: Última parada”. Editado por Aguilar. Cortesía de publicación Penguin Random House.

San Fernando: última parada” podría ser una novela de terror. Lo más terrorífico es que no lo es.

San Fernando: última parada • Marcela Turati

#AdelantosEditoriales

 

ÚLTIMA PARADA

23 de marzo de 2011, 19:00 horas, Terminal de Autobuses de Uruapan, Michoacán

El recién lavado autobús Volvo número 3550, con las tonalidades azul con gris características de la compañía Ómnibus de México (ODM), salió en dirección a la frontera. Llevaba cuatro pasajeros.

Al volante iba un experimentado chofer que era apoyado por un conductor suplente, con escasos diez meses de antigüedad, ambos asignados a cubrir la corrida noreste que sale de Tierra Caliente y desemboca en Reynosa, Tamaulipas, a un pasito del Río Bravo que divide a México y Estados Unidos.

21:00 horas, tramo Michoacán-Guanajuato

En la parada de Morelia subieron 17 personas, entre las que había una pareja joven de recién casados y sus acompañantes; de parte de la novia iban el hermano menor, que acababa de pasar la adolescencia y nunca había salido del pueblo, el cuñado —esposo de una hermana— y un primo, mientras que al novio lo acompañaba un amigo y vecino de la pareja. Todos eran originarios del pueblo michoacano El Limón e iban a probar fortuna en Estados Unidos. Uno de ellos reintentaría el cruce, pues había sido deportado un año atrás.

A media hora de camino, ya en el estado de Guanajuato, el autobús hizo paradas en Moroleón, en Yuridia y en Salvatierra. En ese trayecto subieron cinco personas.

22:30 horas, central camionera de Guanajuato

En Salvatierra, el conductor auxiliar bajó al camarote a descansar.

23:30 horas, trayecto Guanajuato-San Luis Potosí

En Celaya, la última parada en Guanajuato, punto que corresponde al ombligo de México si es visto en un mapa, una docena de asientos se ocuparon. Uno de los pasajeros llevaba boleto a San Fernando, la última estación en Tamaulipas antes de llegar a la frontera, en Reynosa. Otro era un mecánico necesitado de piezas para arreglar un auto.

El 3550 había recogido ya todo su pasaje, siguió de frente.

La ruta noreste es pesada, en 72 horas se completa el trayecto desde la Tierra Caliente michoacana hasta el linde con Estados Unidos, de ida y vuelta dos veces. El chofer y su posturero ya habían manejado por turnos, y este día 23 comenzaba la segunda vuelta, volviendo a cruzar los paisajes verdes y sembrados del Bajío, siguiendo por la Huasteca potosina y abriéndose paso entre la sierra de Tamaulipas, cerca de una reserva ecológica, donde deben tomar una carretera federal, la 101, que parece que busca alcanzar el Golfo de México, y seguir por la 97, hasta estacionarse en la ciudad de Reynosa.

Los pasajeros que compran boletos de esta ruta son personas con distintos intereses. Es un viaje muy solicitado entre mecánicos en busca de refacciones y por carreros que compran autos usados para revenderlos en ferias. La usan también campesinos mexicanos que, como los recién casados, desean probar suerte, trabajar y hacerse de ahorros en Estados Unidos, y migrantes centroamericanos en busca de una vida mejor o que huyen de la violencia y la pobreza en sus países. Viajan además personas que quieren visitar a familiares del otro lado de la frontera o comprar en los shopping malls algún encargo especial.

Todos esos sueños y planes se interconectaban al interior de ese Volvo de 15 metros de longitud y 48 asientos.

24 de marzo, 3:30 horas, carretera federal 101, San Luis Potosí-Tamaulipas

El autobús se detuvo en la caseta de Cerritos en San Luis Potosí. Al chofer veterano le correspondía ser relevado: llevaba ocho horas y media al volante.

Antes de bajar a descansar en el camarote localizado en la primera cajuela del autobús, debajo de los asientos 5 y 6, avisó a su suplente que tenía el encargo de informarle al último pasajero la llegada a San Fernando.

—Maneja con cuidado, están pasando muchos incidentes en esta ruta, están asaltando autobuses —le previno antes de despedirse.

El novato quedó a cargo del volante. Ya entre choferes se rumoraba que otra línea de autobuses había suspendido esa misma ruta nocturna y se hablaba de retenes y de robos en la carretera.

El ómnibus siguió por la carretera federal 101 y al entrar a Tamaulipas se enfiló a Ciudad Victoria, la capital, en la punta sur, donde descendieron tres personas. Nadie subió.

Tocaba seguir de frente por esa carretera que es columna vertebral del estado y que conecta con la fronteriza Matamoros, o por donde se toma una ramificación, la carretera número 97, que desemboca en Reynosa. El destino final estaba cerca: a dos horas y media. El día ya clareaba.

7:00 horas, Terminal de Autobuses de San Fernando

El Volvo 3550 abandonó la carretera, el chofer viró hacia la comunidad de San Fernando, pasó una glorieta con la estatua del Padre Mier, entró por la avenida comercial Adolfo Ruiz Cortines y comenzó a orillarse sobre esa calle principal hasta detenerse en la terminal de autobuses de fachada angosta, incrustada a la mitad de una cuadra, con un ventanal que deja ver la sala de espera y la boletería.

Había gente en la calle, algunos adolescentes correteados por sus padres para llegar a tiempo a la secundaria.

En esa avenida, donde distintas líneas de transporte tienen oficinas, el conductor vio un autobús ado (Autobuses de Oriente) detenido frente a la taquilla de odm. Encontró un sitio para aparcar el camión, abrió la puerta, avisó a los pasajeros la llegada, vio descender al tripulante que había abordado la unidad en Celaya. Bajó y cerró la puerta. Quería asegurarse de que nadie sin boleto subiera y de que ningún pasajero bajara. No deseaba dar oportunidad a nadie de caminar hacia el Oxxo para hacer alguna compra y perder tiempo en la espera.

En la banqueta se topó con un hombre robusto con radios y un arma de fuego larga. Recuerda que era de estatura media, tez morena clara, que vestía un pantalón beige con camuflaje estilo militar, y playera oscura tipo polo.

—¿Para qué le cerraste? Ni que se te fueran a ir —escuchó el reclamo.

El chofer, que se topó con el fusil, esbozó una tímida sonrisa sin saber qué contestar.

—Abre.

Y siguió la orden.

El sujeto hizo señas a dos jóvenes flacos vestidos con bermudas: uno con estampado de camuflaje, el otro con ropa oscura; este último tenía tatuada una pirámide debajo del ojo izquierdo. Ambos estaban armados, y subieron al camión. El chofer intentó seguirlos, pero el hombre que le había reclamado no lo dejó:

—¿A dónde crees que vas?

El desconocido se puso a merodear alrededor del autobús hasta que encontró el número identificador que llevaba pintado. Al verlo dijo:

—A ti te estábamos esperando.

Exigió que le diera la lista de pasajeros, el chofer se la entregó. El hombre la vio por encima, no la leyó.

—¿De dónde vienes?

—De Uruapan.

—¿Cuánta gente traes?

—Casi el cupo.

El desconocido señaló al chofer la taquilla, para que ahí esperara. Antes de meterse a la oficina alcanzó a ver en la calle un taxi Tsuru gris y una camioneta pick up nueva en la que estaban recargadas cinco o seis personas vestidas de civiles, y cuatro con uniforme de camuflaje. Todas con armas, radios y teléfonos.

En la taquilla, el boletero, nervioso, le selló la tarjeta. Un hombre que estaba en la sala de espera preguntó al chofer si había cupo para Reynosa; él contestó que no sabía si quedaban lugares. El boletero checó en la computadora, dijo que sí y le vendió un billete. Mientras la persona pagaba, el chofer regresó al autobús. Notó que los dos flacos que habían abordado el vehículo estaban bajando gente.

Tras ir de asiento en asiento preguntando a cada pasajero de dónde venía y a dónde iba, habían ordenado a 12 que se bajaran. Todos eran hombres, caminaban en fila. En la calle los hicieron dirigirse hacia la camioneta blanca. Ahí iban el esposo, el hermano, el primo, el cuñado y el amigo de la veinteañera recién casada.

—¡Estos son contras! —escuchó la joven que decían sobre ellos—. ¡Son contras!

El sujeto al mando ordenó al chofer que abriera la cajuela para que los detenidos bajaran sus cosas. Habló por radio y de la calle lateral, paralela al Oxxo, salieron dos Ram pick up blancas con logotipos de la Policía Municipal de San Fernando seguidas de un Jeep Patriot blanco.

Esos vehículos se detuvieron a un lado de la camioneta y del taxi en los que se aglutinaban los hombres armados. Los flacos de bermudas arrearon a los pasajeros para que montaran en las bateas de las patrullas. Después, uno pidió al chofer que le abriera la cajuela para sacar una televisión de plasma y una maleta verde tipo militar; este le respondió que necesitaba los comprobantes del equipaje para entregarlas. El flaco caminó hacia donde estaban los detenidos, regresó con los talones, se los dio y sacó las cosas. Nadie volvió por su equipaje.

La novia miraba preocupada por la ventana.

—¿Qué estás mirando? —escuchó el violento reclamo.

Uno de los hombres de camuflaje subió por ella; la empujó a una camioneta cargada de gente, en la que había algunas mujeres. Ella vio que los captores seguían interrogando a sus familiares y a los otros seleccionados.

El chofer alcanzó a observar de reojo que los pasajeros del 3550 no eran los únicos detenidos. También estaba siendo inspeccionado otro autobús de su misma compañía y el ADO que había visto. De esos también eran bajados pasajeros varones y subidos en taxis.

Regresó entonces a la oficina por su tablero. Encontró al operador del autobús ado e intercambiaron un gesto de desconcierto: aquel le dirigió una mirada como de “qué hacemos”, él contestó con la mueca de quien no sabe. Era normal que esos interrogatorios y detenciones se enfocaran en los centroamericanos, pero no en los mexicanos.

Ya de regreso, a la puerta del autobús, el chofer cortó los boletos a cinco personas que acababan de comprar su viaje a Reynosa. Esperó unos minutos a los pasajeros que habían sido bajados hasta que vio que las patrullas arrancaron, llevándoselos. Detrás iban otros autos cargados de gente.

Agresivo, el hombre robusto le tronó los dedos y los apuró, a él y al chofer del ADO, para que siguieran su camino.

7:30 horas

El 3550 continuó su ruta hasta Reynosa. Al alejarse de la terminal, por el espejo lateral el chofer vio cómo las camionetas que llevaban a sus pasajeros se perdían en el horizonte.

9:00 horas, carretera 97

Un oficial de migración —el chofer lo recuerda cuarentón, gordo, de estatura media, uniforme azul o gris azulado con el logotipo del instituto— le hizo señas en la carretera para que detuviera el autobús y subió a inspeccionarlo. Recorrió los quince metros del pasillo y se paró al lado de una señora que viajaba en el asiento 23 o 25. Se dijeron algo rápido. Al regresar a la puerta, el oficial preguntó al chofer:

—¿Que te bajaron pasaje?

—Sí.

No hubo más conversación. El autobús siguió su marcha.

10:00 horas, entrada a la ciudad de Reynosa

El chofer encontró un retén de la Policía Municipal, “o de gente vestida de negro”. Los uniformados le indicaron que se orillara a la banqueta. Al hacerlo, le preguntaron quiénes eran los cinco pasajeros que habían subido en San Fernando; el chofer dijo que no se había fijado. Uno de los agentes entró al vehículo y a medio pasillo preguntó, alzando la voz:

—¿Quién subió en San Fernando?

Nadie contestó.

—¿Quién subió en San Fernando? —repitió la pregunta.

Tres personas alzaron el brazo.

Les ordenó bajar; tras ellos se sumaron los otros dos pasajeros que se habían quedado callados. Un uniformado se dirigió a la señora con la que antes había hablado el agente de migración, pidió al chofer que los esperara, se bajó con ella, iba a tomarle unos datos. Diez minutos después, los seis abordaron y regresaron a sus asientos.

El 3550 obtuvo el permiso para seguir hacia la terminal. Uno de los sanfernandenses recién interrogados se acercó al conductor y le pidió que lo dejara bajar. Este respondió que no estaba autorizado a orillarse, que lo haría solo si les tocaba un semáforo en rojo. En el primer alto bajaron rápido los cinco que habían subido en San Fernando. Al descender, alguno comentó: “Está bien caliente este pedo”.

10:30 horas, Terminal de Autobuses de Reynosa

El ómnibus 3550 recién estacionado en el andén abrió la puerta para que bajara el pasaje. Fue rápido: llegó con tres personas.

—¿Cómo te fue? —preguntó el chofer titular recién salido del camarote.

—Valió madre, compadre. Nos bajaron a 12 o diez pasajeros en San Fernando.

El titular se había percatado entre sueños de que el camión se había detenido más tiempo de lo previsto. Calculó que la parada llevaba diez minutos, pero se volvió a dormir.

En lo que hablaban, el equipajero pidió a los choferes que se acercaran para mostrarles algo: había sobrado una maleta. Era color rojo, de mano.

Los dos responsables del 3550 entraron a la oficina en busca del jefe. No lo encontraron, en su lugar estaba el encargado de las taquillas, a quien relataron lo sucedido y entregaron la maleta huérfana.

El operador de otra corrida que partió desde Zamora, también en Michoacán, se acercó y les contó que a él también le acababan de bajar pasajeros: “Me dejaron solo niños y mujeres”.

Los choferes del 3550 llevaron el autobús al taller de lavado y cargado de diésel. El responsable en turno revisó con ellos el interior del vehículo que estaban por entregarle y entre los tres descubrieron que en los asientos y en los portaequipajes había mochilas. Eran cinco bultos y tres chamarras.

Los juntaron y los entregaron en la taquilla.

17:00 horas, recorrido bordeando la frontera y hacia el sur-occidente del país

El autobús 3550 otra vez encendió motores. Pasaría a recoger el pasaje que esperaba en la terminal de Río Bravo y desde ahí haría la ruta de regreso hacia el occidente, cruzando el país de vuelta.

19:00-21:00 horas, terminales de autobuses de Michoacán

Cuatro autobuses de odm cargados de pasajeros salieron: dos desde Zamora, dos desde Uruapan, unos hacia Reynosa, otros a Matamoros. Cruzarían de nuevo Tamaulipas por la carretera federal 101 y harían una escala programada en San Fernando.

Nadie les previno sobre lo sucedido

Relato hilvanado con declaraciones de los choferes, y oficios de la empresa ante el Ministerio Público y la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, y entrevistas propias a pasajeros y sus familiares.