ADELANTOS EDITORIALES

El cirujano del picahielo • Sam Kean

La apasionante historia no contada de los secretos más oscuros de la ciencia.

#AdelantosEditoriales.
Escrito en OPINIÓN el

Por lo general, la ciencia es una fuerza para el bien. Pero, a veces, la obsesión vence a los científicos y estos convierten una noble búsqueda en algo siniestro. Esta es la verdadera historia de lo que ocurre cuando hombres y mujeres racionales traspasan de forma flagrante los límites éticos y cometen delitos en aras del avance científico.

El cirujano del picahielo guía magistralmente al lector por un recorrido de dos mil años que comienza con las oscuras hazañas de Cleopatra para determinar el sexo del feto en el útero, y continúa con las intrincadas relaciones entre la piratería y la esclavitud con las exploraciones científicas. También revela el próspero mercado negro de cadáveres para anatomistas del siglo XIX; el apoyo de Thomas Edison a la silla eléctrica después de experimentar con la electrocución de animales; la retorcida lógica de los espías que se infiltraron en el Proyecto Manhattan; las pruebas de los nazis en judíos, discapacitados y presos políticos para “purgar a la sociedad de sus supuestos venenos”; el invento de la lobotomía con picahielo; el estudio de Harvard sobre las personalidades que involucró a un joven Ted Kaczynski, el tristemente célebre Unabomber; los primeros estudios de género y reasignación de sexo, y el caso de Annie Dookhan, quien cometió el mayor fraude en la historia de la ciencia hasta ahora. El autor incluso nos lleva al futuro, cuando la IA y la ingeniería genética podrían desencadenar formas completamente nuevas de provocar el mal.

Emocionante hasta la última página, este libro fusiona las vicisitudes del descubrimiento científico con la perturbación del true crime. Con su ingenio, humor y precisión característicos, Kean muestra que, si bien la ciencia ha hecho más bien que mal, existen personas deshonestas capaces de violar todas las normas con tal de forjarse un nombre en el Olimpo de la ciencia.

Fragmento del libro de Sam Kean El cirujano del picahielo” editado por Ariel. Traducción: Patricia Pérez Esparza. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

Sam Kean pasó años recolectando mercurio de termómetros rotos cuando era niño, y ahora es escritor en Washington, D. C. Sus historias han aparecido en publicaciones periódicas como The Best American Science and Nature Writing, The New Yorker, The Atlantic, Slate y Psychology Today.

El cirujano del picahielo | Sam Kean

#AdelantosEditoriales

 

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PIRATERÍA: El bucanero biólogo

Cuando el juez golpeó el mazo, William Dampier bajó la cabeza, abatido. Uno de los científicos más célebres de su época era ya un delincuente convicto.

Era junio de 1702 y, dado que se trataba de un juicio naval, el tribunal había sido convocado en la cubierta de un barco, expuesto al aire salado. Todo el mundo sabía que no había ninguna posibilidad de sostener la mayoría de los cargos contra Dampier. La acusación de asesinato era endeble, y las de ser un navegante incompetente resultaban ridículas: era el mejor, un experto mundial en vientos, corrientes y clima. Pero a medida que el juicio avanzaba, Dampier —quien tenía el cabello largo y lacio, y se veía abatido y desaliñado— sintió que el tribunal estaba decidido a castigarlo de alguna manera, por cualquier cosa. Y así fue: los jueces lo encontraron culpable de golpear a su teniente con un bastón en un viaje reciente, y lo declararon «no apto para ser empleado como comandante de ninguno de los barcos de Su Majestad». Lo multaron con tres años de sueldo y lo expulsaron de la Marina.

Dampier abandonó el barco amargado, destrozado. ¿Cómo había sido reducido a esto? Era el más grande naturalista de su tiempo, al grado que Charles Darwin se consideraría más tarde su discípulo. Los sensacionales diarios de viaje de Dampier también influirían en Robinson Crusoe y Los viajes de Gulliver. Sin importar lo que había logrado, William Dampier siempre sería culpable de una cosa a los ojos del sistema. Era un brillante científico y navegante, sin duda. Pero durante la mayor parte de su vida adulta, también fue pirata.

* * *

Teniendo en cuenta dos aspectos —su pobreza y su obsesión con la biología—, el descenso de Dampier a la piratería fue quizás inevitable. Se hizo a la mar a los 14 años, después de haber quedado huérfano, y visitó Java y Terranova antes de una infeliz temporada en la Marina. Finalmente, en abril de 1674 se embarcó al Caribe, a la edad de 22 años. Después de ir de un lado a otro, se instaló en la bahía de Campeche, al este de México, donde se ganaba la vida cortando palo de Campeche, un grueso árbol cuya pulpa interior produce un brillante tinte escarlata. Dampier describió más tarde a sus compañeros leñadores como un grupo heterogéneo, dispuesto a «pasarse tres o cuatro días de juerga, disparando armas juntos... Nunca pudieron establecerse bajo ningún gobierno civil, sino que continuaron con su mala conducta». Aunque probablemente se unía a las juergas, Dampier también realizaba largas caminatas por la naturaleza y se emocionaba al ver criaturas de las que solo había oído hablar en los cuentos: puercoespines y perezosos, colibríes y armadillos. Para alguien que amaba la historia natural, era el paraíso.

Sus problemas comenzaron en junio de 1676, en uno de esos magníficos días de principios de verano, cuando es casi un privilegio trabajar al aire libre. Mientras los otros leñadores disfrutaban del sol, Dampier notó que el viento cambiaba de dirección de forma extraña:

«Se movía hacia el sur, y de nuevo al este». Entonces los hombres notaron una masa de fragatas en lo alto. Estas aves suelen acompañar a los barcos a tierra, así que la mayor parte del equipo lo tomó como un buen presagio; tal vez estaban llegando los suministros. Dampier, sin embargo, frunció el ceño. La bandada era hitchcockiana tanto en tamaño como en intensidad, como si las aves estuvieran huyendo de algo. Lo más inquietante de todo era el arroyo local. Las inundaciones eran comunes en Campeche; los hombres a menudo salían por las mañanas de sus camas para dar directo a un charco de agua del pantano. Pero ese día el arroyo principal comenzó a retirarse misteriosamente, como si fuera succionado por un popote gigante, hasta que estuvo casi seco en el centro.

Dos días después de estos augurios, un banco de nubes negras como demonios se desplomó sobre la tierra y se desató el infierno. Ninguno de los leñadores había imaginado jamás una tormenta de tal intensidad. La lluvia picaba como si fueran avispones, cegándolos, y el viento fue derribando sus cabañas, hasta que solo quedó una en pie. Los hombres trastabillaron a través del barro para llegar a ella, gritando para ser escuchados, y se esforzaron por apuntalar este último refugio con postes de madera y cuerdas atadas a los tocones de los árboles. Apenas se mantuvo. Empapados y temblando, se acurrucaron en su interior durante horas... y salieron a un mundo extraño. El arroyo vacío se había llenado de nuevo e inundado la tierra a su alrededor. Los árboles estaban esparcidos por todas partes y sus raíces formaban matorrales impenetrables. Dampier y unos cuantos leñadores más consiguieron remar hasta la bahía en la última canoa que quedó y encontraron un banco de peces muertos, flotando boca abajo. De los ocho barcos que estaban anclados en la bahía horas antes, todos menos uno habían sido arrastrados al mar. Los hombres pidieron comida a la tripulación del barco que se había salvado, pero se encontraron «con un recibimiento muy frío», recordaba Dampier. «Porque no pudimos conseguir ni pan ni ponche, ni siquiera un trago de ron».

La descripción casi cinematográfica que hizo Dampier de esta tormenta constituye el primer relato meteorológico detallado de un huracán, y marcó el inicio de una preocupación permanente por el viento y el clima. De hecho, la tormenta cambió el curso de su vida.

Todo su equipo para la tala —hachas, sierras, machetes— había sido arrasado. No tenía dinero y, sin herramientas, ninguna perspectiva de ganarlo. Como resultado, escribió más tarde, «me vi obligado a vagar en busca de la subsistencia». Esto era un eufemismo. «Vagar» significaba convertirse en bucanero.

En ese entonces, los bucaneros eran una clase distinta de piratas.* Algunos eran llamados corsarios: tenían permiso tácito de sus Gobiernos para acosar a los barcos enemigos. Los corsarios ingleses solían centrarse en los barcos españoles, y muchos hogares ingleses en el Caribe estaban amueblados con sedas, utensilios de peltre y elegantes sillas talladas originalmente destinados para Barcelona o Madrid. La actividad de los corsarios, entonces, era tolerada, aunque no respetable. Los bucaneros no tenían permiso para asaltar a nadie. Eran simples delincuentes, y sus Gobiernos de origen los despreciaban tanto como sus enemigos. La tripulación de bucaneros de la que pasó a formar parte Dampier era peor que la mayoría, porque en lugar de barcos llenos de lujos, asaltaban patéticos campamentos costeros y robaban a gente que no estaba en mejor situación que ellos.

No sabemos qué hizo Dampier en estas incursiones porque omitió la mayoría de los detalles en sus diarios, tal vez por vergüenza. Además, tenía la costumbre de concentrarse en la historia natural. Mientras describe un asalto a Vera Cruz, por ejemplo, despacha la muerte de una docena de compañeros en pocas palabras, y pasa por alto el hecho de que el asalto fue un fracaso: los habitantes de la ciudad huyeron con sus objetos de valor a la primera señal de los piratas, por lo que no hubo botín. En cambio, Dampier destaca las docenas de loros enjaulados que él y los demás acarrearon a su barco como si se tratara de un tesoro legítimo. Estos eran «amarillos y rojos», describió con entusiasmo, «mezclados toscamente, y parloteaban muy bonito». No hubo botín, pero no importaba, los loros eran suficiente premio para él.

Dampier regresó a Inglaterra en agosto de 1678 y contrajo un misterioso matrimonio con una mujer llamada Judith, la dama de compañía de una duquesa. Tratando de ser honrado, utilizó su dote para comprar algunas mercancías y se embarcó de nuevo hacia el Caribe en enero de 1679 para comerciar con ellas, tras prometer a su esposa que volvería un año más adelante. Rompió esa promesa. Unos meses después de llegar, acompañó a unos marineros a Nicaragua en un viaje comercial, y la tripulación hizo una parada en una ciudad de Jamaica, que era la guarida favorita de los delincuentes. Más tarde, Dampier afirmó estar escandalizado —¡escandalizado!— cuando los demás miembros de la tripulación decidieron unirse a los piratas de allí y convertirse en bucaneros. En realidad, algunos historiadores creen que Dampier sabía muy bien que se encontraría con piratas en Jamaica, y fue allí con el propósito explícito de volver a altamar.

Lo hizo por varias razones. Una: como cualquier otra persona en la historia, Dampier anhelaba ser rico, y siempre existía la posibilidad de que su banda de bucaneros tropezara con un galeón español repleto de doblones y, así, hacer una fortuna. Pero aún más profundo que eso, Dampier no podía deshacerse de sus recuerdos de Campeche: los paseos por el bosque, las exóticas flora y fauna del lugar, los días enteros perdido en medio de la naturaleza. La piratería era el único medio que tenía para recuperar esa sensación. Sin duda, la pi-ratería era también un negocio sucio, plagado de asaltos y asesinatos. A lo largo de los años, Dampier vio sacerdotes apuñalados, prisioneros arrojados por la borda e indígenas capturados a punta de rifle y torturados para obtener información. No hay razón para pensar que Dampier se mantuvo al margen o no participó en esas crueldades. Pero Campeche le había despertado una pasión por la historia natural casi erótica por su intensidad, y aunque a veces lamentara ser bucanero, su apetito por nuevas costas, nuevos cielos, nuevas plantas, nuevos animales, era demasiado fuerte. Estaba «suficientemente satisfecho» dondequiera que terminara, «sabiendo que cuanto más lejos llegáramos, más conocimiento y experiencia adquiriría yo, lo cual era lo que más me importaba».

* * *

Dampier se incorporó a los piratas en Jamaica como navegante, y el viaje siguiente fue una aventura incoherente, en la que participaron varias tripulaciones y barcos diferentes; resulta imposible resumirla. Comenzaron por asaltar ciudades en Panamá, luego navegaron hasta Virginia, donde Dampier fue arrestado por razones desconocidas; él se refiere al incidente tan solo como algunos «problemas». Luego se dirigieron a la costa del Pacífico de Sudamérica, incluyendo las Galápagos.

De vez en cuando, la tripulación conseguía un buen botín: piedras preciosas, rollos de seda, una reserva de canela o almizcle. En una ocasión se apoderaron de ocho toneladas de mermelada.

Lo más común era que se les escapara un galeón en mar abierto y entonces se escabullían para probar en otro puerto. O bien, montaban un largo e inútil asedio a una ciudad costera, solo para enterarse de que los ciudadanos habían sacado sus tesoros justo en las narices de los piratas, dejándolos con las manos vacías.

En lugar de hacer una fortuna en Sudamérica, «nos encontramos con poco... además de fatigas, penurias y pérdidas», recordó Dampier. A veces debían beber agua «cobriza o aluminosa» de «apestosos agujeros en las rocas», y pasaron muchas noches a la intemperie, con nada más que «el suelo frío como cama y el firmamento como nuestra manta». En una ocasión, durante una tormenta tan violenta que los hombres no querían arriesgarse a izar las velas, Dampier y otro compañero tuvieron que trepar por la jarcia y mantener sus abrigos abiertos para dirigir el barco con sus cuerpos.

Con la esperanza de tener mejor suerte, la tripulación finalmente partió hacia Guam, en un desalentador viaje de más de 11?000 kilómetros en blanco. Llegaron a tierra 51 días después, casi muertos de hambre. Dampier se enteró más tarde de que la tripulación había planeado asesinar y comerse al capitán y a los oficiales, de haberse prolongado el viaje. El capitán se tomó esta noticia con muy buen humor. Se volvió hacia su navegante y dijo entre risas: «Ay, Dampier, ¡habrías sido una mísera comida para ellos!». «Porque yo», explicó Dampier, «era tan delgado como el capitán era saludable y rollizo». Desde Guam, la tripulación hizo excursiones a China y Vietnam, y más tarde Dampier se convirtió en el primer inglés en pisar Australia. Además de estudiar la flora y la fauna de cada lugar, aprovechaba su tiempo en mar abierto para estudiar los vientos y las corrientes, con lo que llegó a convertirse en un navegante de primera. Incluso los que lo despreciaban admitían que tenía una habilidad casi sobrenatural para juzgar dónde había tierra más allá del horizonte mediante la lectura de los vientos y las corrientes.

A lo largo de estos viajes, Dampier formó parte de diferentes tripulaciones. A veces, los cambios de barco ocurrían de manera amistosa, sin rencores; Dampier simplemente quería ir a un lugar nuevo, y «ninguna propuesta para ver una parte del mundo que no hubiera visto antes podría salir mal», decidió. En otros casos, bajo circunstancias horrendas, Dampier tuvo que colarse por una portilla en medio de la noche para escapar de un capitán despótico. Por lo general, durante esas huidas llevaba consigo una sola posesión, lo más valioso del mundo para él: sus notas de campo sobre historia natural.

Su última escapada, en el Pacífico Sur, resultó en especial desalentadora. Anhelando volver a casa, él y algunos compañeros, entre ellos cuatro prisioneros indonesios, se escabulleron a una isla y consiguieron una canoa. En su primera salida hacia la libertad, se volcaron y Dampier pasó tres días secando sus notas página a página sobre el fuego. En su segundo intento quedaron atrapados en medio de una tormenta y pasaron los siguientes seis días en altamar azotando sus remos y rezando. «El mar rugía en espuma blanca alrededor de nosotros […] y nuestra pequeña arca en peligro de ser tragada por cada ola», recordó Dampier. Lo peor de todo es que no se había confesado en años y decenas de pecados sin nombre pesaban en su alma: «Hice reflexiones muy tristes […] y miré hacia atrás con horror y aborrecimiento, las acciones que antes me disgustaban, ahora me hacían temblar de solo recordarlas». De milagro, llegaron a tierra en Sumatra, donde Dampier se desplomó y pasó seis semanas recuperando sus fuerzas. Luego, emprendió el camino de regreso a casa en varios barcos y llegó a Londres en septiembre de 1691, 12 años después de haberle prometido a su esposa que volvería en 12 meses.

Como dama de compañía, Judith tenía su propia vida y se las había arreglado muy bien sin el pillo de su marido. Pero el pirata ahora debía ganarse la vida y mantenerse. Y con tan pocas opciones —no puedes poner «bucanero» en tu currículum—, Dampier comenzó a organizar sus notas de campo en un diario de viaje. Que sus diarios hayan sobrevivido a sus travesías fue un milagro. Sufrieron daños por el agua en diversas ocasiones, y una vez tuvo que meterlos en tallos de bambú para resguardarlos. Pero el esfuerzo había valido la pena.** Finalmente, en 1697 se publicó A New Voyage Round the World y fue un gran éxito, con algunos de los pasajes más interesantes de historia natural y antropología jamás escritos.

Tras su paso por Sumatra, Dampier dejó el primer relato en inglés de la ganga o mariguana: «A algunos los mantiene somnolientos, a otros alegres, a algunos los hace reír a carcajadas y a otros los vuelve locos». Describió una circuncisión masiva de niños de 12 años en Filipinas, y cómo «caminaban como si montaran a caballo durante quince días». También se refirió a los tatuajes en la Polinesia y al vendado de pies en China (que denunció como una mera «estratagema» de los hombres para coartar la libertad a las mujeres y mantenerlas encerradas en casa). Se comió una docena de tunas rojas de una sola vez y quedó encantado al comprobar que, en efecto, la orina se volvía roja, según una leyenda que había escuchado en las Antillas. Casi un millar de citas en el Oxford English Dictionary se remontan a sus escritos, e introdujo docenas de palabras nuevas al inglés, entre las que se incluyen: banana, posse, smugglers, tortilla, avocado, cashews y chopsticks.***

También hubo mucha ciencia. Incluso hoy en día, Dampier sigue siendo insuperable como observador de la naturaleza. Comparado con los suyos, otros relatos sobre la flora y la fauna carecen de vida, como los ojos de cristal de un león embalsamado en comparación con la bestia real, que salta y ruge. Parte de la intensidad surge del uso de Dampier de los cinco sentidos, incluido el gusto. Comió de todos los animales que encontró. Las lenguas de los flamencos, informó, tienen «un gran bulto de grasa en la raíz, lo que lo hace un excelente bocado; un plato de lenguas de flamencos es digno de la mesa de un príncipe». Cocinó ternera de manatí, sopa de iguana y bollitos de masa fritos en aceite de tortuga, junto con docenas de otras recetas extravagantes. Si todo eso te hizo agua la boca, bueno, Dampier podría quitarte el apetito con la misma rapidez. En una sección repugnante, hizo estallar un quiste de gusano en su pierna y sacó el viscoso chupasangre centímetro a centímetro. También detalló —mis disculpas por adelantado— uno de los más épicos ataques de diarrea jamás registrados en los anales de la literatura inglesa. Su ataque comenzó después de haber buscado un tratamiento para la fiebre, y lo convencieron de tomar un «fármaco» local para purgar sus intestinos. Mala idea. Sufrió de ataques intermitentes de diarrea durante un año y a veces tenía que pasar hasta por 30 deposiciones en una sola sesión, hasta que terminaban las «arcadas» de su trasero. Nadie dijo nunca que el trabajo de campo fuera glamoroso.

La anécdota por excelencia de Dampier incluye el ataque de un caimán. La historia comienza con un pasaje en el que señalaba las diferencias entre los caimanes y los cocodrilos. En una época en la que la mayoría de los estudiosos todavía agrupaban a las ballenas con los peces, su capacidad de hacer distinciones tan finas es impresionante, no parecería estar fuera de lugar en un texto de herpetología hoy en día. Luego, todo cambió. Sin ninguna transición, Dampier de pronto relató una expedición de caza nocturna en Campeche. Un irlandés llamado Daniel tropezó con un caimán, que se dio la vuelta y se aferró a su pierna. Gritó pidiendo ayuda. Pero sus compañeros, señaló Dampier, «suponiendo que había caído en las garras de algunos españoles», lo abandonaron, con lo que se quedó solo en la oscuridad mientras un caimán lo mordisqueaba.

Sorprendentemente, Daniel mantuvo la calma e ideó un plan. A diferencia de los mamíferos, los reptiles carecen de labios y no pueden masticar. Engullen la comida en grandes mordiscos y necesitan abrir su boca para introducir a la presa más adentro. Así, cuando su torturador abrió su mandíbula de nuevo, Daniel saltó al frente e introdujo su rifle en el interior, en lugar de su pierna. Engañado, el caimán jaló el arma para devorarla y, mientras lo hacía, Daniel retrocedió.

Con la adrenalina a tope, se arrastró hasta un árbol y retomó sus gritos de ayuda. Sus compañeros, al darse cuenta de que no había españoles alrededor, volvieron con antorchas para ahuyentar al caimán. Después, informó Dampier, Daniel «estaba en una condición deplorable, y no era capaz de mantenerse en pie, ya que su rodilla había sido seriamente desgarrada por los dientes del caimán. Su rifle fue encontrado al día siguiente […] con dos grandes agujeros en su extremo inferior, uno a cada lado, de poco más de dos centímetros de profundidad». En definitiva, el relato era clásico de Dampier: erudito, meticuloso y espeluznante a la vez.

Algunos historiadores acreditan a A New Voyage... el despegue de todo el género de la escritura de viajes y, después de su publicación, Dampier recibió una invitación para dar una conferencia en la prestigiosa Royal Society de Londres, el principal club científico del mundo. Nada mal para un bucanero. También cenó con varios eminentes hombres de Estado, incluido el diarista Samuel Pepys. Los peces gordos querían hablar de historia natural, por supuesto, pero algunos de ellos sin duda habrán sentido un escalofrío de placer al saber que tenían un pirata de la vida real en su mesa.

Como el público pedía más, en 1699 Dampier publicó una secuela de A New Voyage... En esta, incluyó su famoso ensayo: «Discurso sobre los vientos», que capitanes posteriores como James Cook y Horatio Nelson consideraron la mejor guía práctica de navegación que habían leído. El ensayo también supuso un gran avance en el estudio científico de los vientos y las corrientes. Dos contemporáneos de Dampier, Isaac Newton y Edmond Halley (el del cometa), habían publicado recientemente tratados sobre el origen de las mareas y las tormentas. El ensayo de Dampier determinó entonces el origen de los vientos y las corrientes. Así pues, estos tres científicos resolvieron de un plumazo varios misterios ancestrales sobre el mar y el movimiento cíclico del agua en todo el planeta. Por lo general, no pondríamos a un pirata a la altura de Halley o de sir Isaac, pero Dampier estaba entre iguales en este campo.

Dampier no estuvo en Inglaterra cuando se publicó su segundo libro. En realidad, había ganado muy poco dinero con el primero, en parte porque las leyes de derechos de autor no existían en ese tiempo y la mayoría de los beneficios del libro habían sido recogidos —ironía de la vida— por piratas literarios. Dampier seguía necesitando ganarse la vida de alguna manera. Además, anhelaba con desesperación dejar atrás la piratería y reinventarse como un científico respetable. Así que el presidente de la Royal Society presentó a Dampier al Primer Lord del Almirantazgo, quien le ofreció la oportunidad de capitanear su propio barco, el Roebuck, y dirigir una expedición a Nueva Holanda (la actual Australia). A pesar de las reservas que pudiera tener sobre su reincorporación a la Marina, Dampier aceptó. Parte de su misión consistía en explorar las oportunidades comerciales de Inglaterra en Australia. Pero el objetivo principal era científico, y este fue el primer viaje explícitamente científico de la historia. Era la idea más noble que alguien hubiera escuchado. Pero con Dampier al mando fue un desastre desde el primer momento.

* * *

 

Dampier se parecía a Thoreau: era un cascarrabias que se deleitaba con la naturaleza, pero que se quejaba de sus semejantes. También poseía una vena arrogante. Los barcos piratas en los que Dampier se curtió solían practicar una ética que sorprendía por democrática. Algunos tenían incluso un rudimentario seguro médico, un sistema de compensación para ojos y miembros perdidos.**** Sin embargo, Dampier estaba dispuesto a distanciarse de su pasado y abandonó todo tipo de camaradería a bordo del Roebuck. Decidió que era más inteligente que los demás en todos los asuntos, fueran científicos o de cualquier otra índole, y carecía de encanto y habilidad política para sofocar el malestar resultante.

En especial, cuando trataba con los oficiales. El segundo al mando de Dampier, un teniente de navío llamado George Fisher, lo despreciaba como a escoria pirata. Juró y perjuró que Dampier estaba conspirando para requisar el Roebuck e irse de corsario en cuanto alcanzaran aguas abiertas. El Roebuck zarpó en enero de 1699, e incluso antes de llegar a su primera parada (las islas Canarias, para abastecerse de brandy y vino) Dampier y Fisher ya estaban discutiendo. Como relató un testigo, al estilo franco y directo de los marineros, Fisher «le dirigió al capitán duras palabras de reproche y lo invitó a que “le besara el culo” y dijo que él le importaba una mierda».

Esas tensiones estallaron a mediados de marzo. Como tantos problemas en la vida, comenzó con un barril de cerveza. Era una tradición náutica abrir un barril cada vez que un barco cruzaba el ecuador, para que los hombres se desahogaran un poco en medio del clima tórrido. La tripulación de Dampier, sin embargo, agotó el barril muy rápido y se quejó de que sus gargantas seguían resecas.

Le rogaron a Fisher que les permitiera beber un segundo barril. Sin haber consultado a Dampier, como exigían las normas de la Marina, Fisher dio su consentimiento.

Esto no podría considerarse un motín. Pero Dampier ya estaba harto: corrían rumores de que Fisher planeaba tirarlo por la borda para alimentar a los tiburones. Y este deliberado desafío a su autoridad rebasó los límites le quedaban. Al ver el segundo barril, agarró su bastón, encontró al tonelero que lo había abierto y lo golpeó en la cabeza. Luego se dirigió a Fisher y exigió saber por qué había permitido esto. Antes de que aquel pudiera responder, Dampier le dio una sangrienta paliza con su bastón. Luego le puso grilletes y lo confinó en una cabina cerrada durante dos semanas. Fisher no podía salir ni siquiera para hacer sus necesidades, y tenía que cocinar en medio de su propia inmundicia. Cuando el barco llegó a Bahía, en la costa brasileña, Dampier hizo arrestar a su teniente y lo encarceló sin derecho a comida.

Si Dampier pensó que había ganado esta lucha de poder, sin duda, calculó mal. En el momento en que la puerta de su celda se cerró, Fisher trepó a su ventana y empezó a gritar a los transeúntes en la calle, despotricando sobre su encarcelamiento y calumniando a Dampier a diestra y siniestra. Más tarde, escribió cartas a las autoridades de Inglaterra para exponer al científico-pirata como un tirano. Destruir a Dampier ocupaba todo el pensamiento de Fisher.

Dampier, en cambio, lidió con el problema de Fisher enterrando su cabeza en la historia natural. Mientras Fisher conspiraba, Dampier desaparecía en la selva de Bahía, tomando notas sobre el índigo, los cocos y las aves tropicales. Una observación en particular de sus excursiones destaca por su importancia histórica. Después de observar algunas bandadas de «aves de patas largas» en diferentes sitios, Dampier se dio cuenta de que, aunque cada bandada era distinta, ninguna lo era lo suficiente como para considerarla de otra especie. Había una continuidad en las variaciones. A una nueva palabra para describir esta cualidad: subespecie. Esto puede parecer una idea menor, pero Dampier estaba sondeando una idea — la variación en la naturaleza y las relaciones entre las especies— que su admirador Charles Darwin, más tarde, abordaría en El origen de las especies.

La Inquisición católica en Brasil puso un alto a las excursiones de Dampier. No les gustaba la idea de que un pirata protestante estuviera vagando por ahí, y tomando notas de todo; además había rumores de que la Iglesia planeaba arrestarlo o incluso envenenarlo. Tal vez por temor a terminar encadenado junto a su segundo al mando, Dampier se apresuró a zarpar. También se encargó de enviar a Fisher de regreso a Inglaterra, porque supuso que tendría un humillante juicio por insubordinación. Pero Dampier tuvo razón a medias. Habría un juicio y muchas humillaciones, y no solo para Fisher.

* * *

Sin Fisher, las tensiones a bordo del Roebuck se calmaron, y a mediados de agosto la tripulación llegó al oeste de Australia. Desembarcaron en las blancas y brillantes playas de Shark Bay y pasaron las siguientes semanas observando dingos, serpientes marinas, ballenas jorobadas y más, un brillante comienzo de su campaña científica.

Su suerte no duró mucho. Australia Occidental es tan inhóspita como árida, y a pesar de recorrer la costa, el Roebuck no encontró ninguna fuente de agua dulce. Los marineros pronto estuvieron desesperadamente sedientos, así que intentaron acercarse a algunos aborígenes, suponiendo que ellos tendrían algunos trucos para encontrar agua. (Los tenían, en efecto, incluyendo el rastreo de aves y ranas y cortar las raíces de los árboles). Pero cada vez que los marineros se acercaban, los nativos se dispersaban. Desesperado, Dampier ideó un plan. Después de arrastrarse pecho tierra, él y dos compañeros se escondieron detrás de una duna de arena para emboscar a los nativos.

El plan era secuestrar a uno de ellos y obligarlo a guiarlos hasta un manantial. Cuando saltaron de su escondite, los aborígenes volvieron a huir y los ingleses los persiguieron, sin darse cuenta de que estaban cayendo en una trampa. En cuanto Dampier y compañía se encontraron al descubierto, los australianos giraron y los atacaron con lanzas. Uno de los tripulantes fue acuchillado en la cara, y el propio Dampier estuvo cerca de ser empalado. Cuando los disparos de advertencia no lograron hacer retroceder a los nativos, Dampier apuntó e hirió a uno con su pistola. Es de las pocas veces en sus libros en que admite haber cometido actos de violencia.*****

Al darse cuenta de que nunca encontrarían agua, la tripulación de Dampier huyó de Australia y todo fue de mal en peor a partir de allí. Dampier trató de salvar el viaje explorando Nueva Guinea y recogiendo especímenes. Pero el Roebuck no era precisamente el barco más seguro de la Marina inglesa. Su casco tenía fugas y estaba infestado de gusanos, y pronto se encontraba tan destartalado que Dampier tuvo que dar media vuelta y emprender un rápido regreso a Inglaterra. Nunca llegó. En las costas de la isla de Ascensión, en el sur del Atlántico, el Roebuck tuvo una fuga fatal. Temiendo que lo culparan por ello, Dampier intentó tapar el agujero con todo lo que se le ocurrió, incluyendo una guarnición de carne y su pijama personal. Ambos tapones fracasaron. La tripulación abandonó el barco en Ascensión y Dampier perdió prácticamente todos los especímenes que había reunido. Los hombres pasaron cinco semanas observando a lo lejos a otros barcos navegar sin fijarse en ellos, hasta que por fin una flotilla los rescató.

Regresar a Londres sin especímenes, por no hablar del barco, ya era bastante malo. Pero a su llegada, en agosto de 1701, Dampier descubrió que George Fisher había estado envenenando a la socie-dad inglesa: acusaba al pirata de tales andanadas que el almirantazgo se sintió obligado a llevar a Dampier a una corte marcial y juzgarlo a bordo de un barco.

Dampier se defendió lo mejor que pudo, reuniendo testigos que juraron que Fisher había estado tramando un motín. También jugó sucio y acusó a Fisher —nadie sabe con cuánta veracidad— de sodomizar a dos jóvenes grumetes en su viaje. (Los piratas toleraban la homosexualidad hasta cierto grado; la Marina, no). Por su parte, Fisher insistió en seguir ensuciando la figura de Dampier, y lo denunció como un cobarde y un canalla. También se le acusó de haber asesinado a un problemático miembro de la tripulación al encerrarlo en un camarote durante un tiempo, aunque el hombre había muerto diez meses después de que terminara el castigo. Para ser justos, los jueces desestimaron ese y otros cargos, incluido uno de negligencia por haber dejado que el Roebuck se hundiera. Pero la flagelación de Fisher, no podía tolerarse, por lo que encontraron a Dampier culpable de «trato muy duro y cruel» de su segundo al mando. Como castigo, le prohibieron comandar cualquier barco inglés y le impusieron una multa de tres años de salario.

William Dampier había intentado ser respetable, y no le sirvió de nada. Seguía siendo pobre y además ahora era un paria en los círculos del Gobierno. Solo le quedaba una opción: el naturalista de 49 años tendría que volver a la piratería.

* * *

La vida y la época de Dampier podrían parecernos algo remoto, pero las cuestiones éticas que plantea siguen siendo relevantes hoy en día. Primero, la piratería científica no terminó en el siglo xviii. Luego, el tipo de trabajo de campo que hizo es, en cierta forma, más peligroso hoy que hace algunos siglos.

A lo largo de los años, innumerables naturalistas han muerto en sus exploraciones. La mayoría sucumbió a la malaria, la fiebre amarilla o alguna otra enfermedad, pero hay también suficientes mordeduras de serpiente, estampidas, mutilaciones causadas por pumas, desprendimientos de tierra y envenenamientos accidentales como para llenar un volumen entero. Los científicos también han sido asesinados. En 1942, Ernest Gibbins, un biólogo británico que estudiaba enfermedades de transmisión sanguínea en Uganda, fue emboscado en su coche y apuñalado hasta la muerte por guerreros locales, que estaban convencidos de que robaba su sangre para la «brujería del hombre blanco». Un oficial de policía dijo que su cuerpo estaba «tan lleno de lanzas como un puercoespín ensangrentado». Desde entonces, el aumento de las guerras tribales y los conflictos étnicos en el siglo xx, exacerbados por el tráfico mundial de armas, solo ha incrementado el peligro del trabajo de campo en muchos lugares. Dampier y sus contemporáneos sufrieron gravemente en ocasiones, pero él nunca tuvo que preocuparse de que lo secuestrara una milicia armada y pidiera un rescate de seis millones de dólares, como le ocurrió a un estudioso del arroz en Colombia en la década de 1990. Por estas razones, muchos institutos de investigación son mucho menos tolerantes hoy en día con el trabajo de campo desordenado e improvisado.

En cuanto a la piratería científica, su naturaleza ha cambiado desde la época de Dampier. Insisto, Dampier se convirtió en pirata en gran medida para alimentar sus obsesiones científicas; no tenía otros medios para visitar tierras lejanas. En cambio, con los científicos posteriores, la propia naturaleza de su trabajo era criminal en la medida en que implicaba el robo de recursos naturales: la llamada biopiratería.

Un bien muy codiciado durante la época colonial era la quinina, una droga derivada de la corteza color canela del árbol de la quina. La corteza molida mezclada con agua ayuda a combatir la malaria, la enfermedad más mortífera en la historia de la humanidad. (Según algunas estimaciones, las enfermedades transmitidas por mosquitos han matado a la mitad de los 108 mil millones de seres humanos que han existido, y la malaria representa la mayor parte). Por desgracia, aunque esta enfermedad era un azote mundial —mataba a personas en África y la India, Italia y el sudeste asiático—, la quina solo crecía en Sudamérica. Por ello las naciones europeas comenzaron a enviar espías botánicos a América del Sur para robar semillas de quina. Resultó ser una misión imposible. Las especies más valiosas, ricas en quinina, vivían en laderas muy empinadas de los Andes que se encontraban envueltas en niebla tres cuartas partes del año. Como resultado, todos los contrabandistas fracasaron y varios perecieron en el intento.

El hombre que logró triunfar fue un indígena boliviano llamado Manuel Incra Mamani. Muy poco se sabe de él. Es casi seguro que las historias que afirmaban que descendía de un rey inca sean falsas, aunque podría provenir de un linaje de curanderos que apreciaban el conocimiento botánico. En cualquier caso, era capaz de recorrer el Amazonas durante semanas, alimentado por poco más que hojas de coca, y tenía una extraña habilidad para escudriñar el infinito dosel verde de la selva y distinguir un pequeño mechón de escarlata: el característico color de las hojas de quina. Tras cosechar unos cuantos sacos de semillas en 1865, recorrió miles de kilómetros, a pie, por las heladas tierras de los Andes y los entregó al inglés que se los había encargado. Por esta hazaña recibió 500 dólares, dos mulas, cuatro burros y una pistola nueva. También fue condenado a muerte en ausencia por traicionar a su país. El codicioso inglés lo envió más tarde de regreso a la selva para conseguir más semillas, pero Mamani fue atrapado y acusado de contrabando. Lo metieron a la cárcel, le negaron comida y agua y lo golpearon salvajemente. Fue liberado dos semanas después, tan lisiado que no podía mantenerse en pie. Además, le quitaron sus burros. A los pocos días, murió.

Los historiadores todavía discuten si el crimen de Mamani estaba justificado. Por una parte, Perú y Ecuador habían estado acaparando un medicamento esencial, cobrando precios desorbitantes, y lucrando con la muerte. Además, manejaron los árboles tan mal que la quina a mediados del siglo xix estaba al borde de la extinción. Después de Mamani, varias naciones europeas establecieron plantaciones de quina en Asia con las semillas de contrabando, con lo que se salvaron millones de vidas en todo el mundo.****** (Por cierto, los oficiales británicos en la India consumían la corteza en forma de agua tónica amarga, que mezclaban con alcohol para que fuera más suave. Así nació el gin-tonic). Las plantaciones en Asia socavaron y finalmente acabaron con la industria de la quina en América del Sur, lo que llevó al empobrecimiento de la gente de ahí. Dado el valor de la quina como medicina, un historiador ha llamado al robo, exagerando un poco, «el mayor robo de la historia». Fue el colonialismo en su máxima expresión. Pero también salvó innumerables vidas en África y Asia.

* Si te gustan las historias de nazis —y seamos sinceros, toda historia es mejor cuando intervienen algunos villanos nazis—, te animo a que revises en mi pódcast The Disappearing Spoon, una magnífica historia. Explica cómo unos pocos nazis corruptos probablemente salvaron más vidas estadounidenses que nadie en toda la Segunda Guerra Mundial al suministrar quinina en momentos extremos. En general, el pódcast contiene las historias nuevas que no aparecen en mis libros. Te puedes suscribir a través de iTunes, Stitcher o cualquier otra plataforma, o visitar mi sitio web: samkean.com/ podcast-

** Los últimos años del siglo xvii y los primeros del xviii fueron el apogeo de la pira-tería por una razón: varias y largas guerras en Europa habían terminado recientemente, por lo que había muchos marineros calificados sin trabajo. Aun cuando podrían haberse unido a la Marina, muchos se quejaban de las duras regulaciones de entonces. Además, había tanta riqueza que era transportada de un lado a otro de los océanos, y muy pocas capacidades para vigilar los vastos mares, que habría sido sólito que no prosperaran los piratas.

*** En español: plátano, pandilla, contrabandistas, tortilla, aguacate, nueces de la India y palillos. [N. de la T.]

**** Los piratas recibían 600 reales de a ocho [también llamados dólares españoles] por perder un brazo derecho, 500 por el brazo izquierdo o la pierna derecha, 400 por la pierna izquierda y 100 por un ojo o un dedo. Todo esto estaba asentado en documentos oficiales, ya que alto porcentaje (alrededor de tres cuartas partes), de piratas sabía leer, en gran medida debido a que necesitaban entender las cartas de navegación. También sometían el siguiente lugar de saqueo a votación (regida por una mayoría simple), y sus comidas eran asimismo democráticas: compartían los alimentos por igual y, a diferencia de los esnobs de la Marina, los oficiales no podían escoger primero sus bocados.

***** No cabe duda de que el comportamiento de Dampier hoy se consideraría poco ilustrado o retrógrado; como toda la gente de entonces, tenía sus prejuicios. Pero su biógrafo se refirió a él como un «hombre humano en una época no muy humana», lo que resume bien la situación. De hecho, si uno se toma la molestia de leer sus obras, encuentra que lo más destacable es su tolerancia hacia las culturas extranjeras. Siempre que observaba una costumbre o un rito (para él) extraño, se abstenía de juzgar y se esforzaba por comprender. Era mucho más duro cuando juzgaba a sus propios compatriotas. Ponía los ojos en blanco, por ejemplo, cuando otros oficiales se negaban a confiar en una prisionera mestiza como guía. Así que, aunque no lo fuera según los estándares modernos, el bucanero biólogo parece muy tolerante para su época, y reconoció que los europeos solían acarrear la violencia sobre sí mismos: «Soy de la opinión de que no hay pueblo en el mundo tan bárbaro como para matar a una persona por la única razón de que cayó accidentalmente en sus manos o llegó a vivir entre ellos, a no ser que hubiera sido herido antes por algún ultraje o violencia cometida en su contra».

****** Hoy en día, damos por sentado el acto de la escritura, pero Dampier no podía solo tomar un bolígrafo y comenzar a escribir. Cada vez que encontraba algo que valía la pena registrar, debía sacar una pluma de su cofre bajo cubierta, afilarla a mano con un cuchillo, preparar un poco de tinta con polvo y agua y encontrar un sitio que no fuera demasiado oscuro o húmedo y que no estuviera lleno de marineros ruidosos, todo solo para escribir unas cuantas palabras. Y el trabajo ni siquiera terminaba ahí. Después de escribir, necesitaba lijar el papel para que este absorbiera la tinta sobrante —o se arriesgaba a que se manchara—, y luego había que guardar todo otra vez, con la esperanza de que las alimañas no lo devoraran antes de que los sacara la siguiente ocasión. Escribir nunca es una actividad fácil, pero en aquel tiempo era un verdadero trabajo.