#ADELANTOSEDITORIALES

Litio • Imanol Caneyada

Una novela sobre la ambición y corrupción en México.

Escrito en OPINIÓN el

Cuando la minera canadiense Inuit Mining Corporation descubre uno de los yacimientos de litio más grandes del mundo en una pequeña localidad de Sonora, Ana Ochoa y otros pobladores serán presionados para vender sus tierras a precios irrisorios. Con la complicidad de autoridades locales y la participación del narcotráfico, los empresarios canadienses harán todo lo que sea necesario para conseguir el control del llamado oro blanco.

Este brutal thriller expone la triste realidad que subyace a la explotación del litio en México, donde la riqueza de la tierra puede convertirse en una maldición para aquellos que la poseen.

Fragmento del libro “Litio” de Imanol Caneyada. Editorial Planeta, 2022. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

Imanol Caneyada es un narrador y periodista de origen vasco pero sonorense por decisión. Nacido en San Sebastián en 1968, radica desde hace 28 años en México, país del que ha adoptado la nacionalidad y en el que ha desarrollado su trabajo periodístico y literario.

Litio | Imanol Caneyada

#AdelantosEditoriales

 

1

Al golpe cadencioso de las hachas

Nada es como antes: una empresa, un nombre, un rostro, una ciudad.

Todo nacional.

Ahora las órdenes llegan por intrincados cibercaminos desde Londres, pasando por Toronto y Montreal, o viceversa, cómo saberlo. Una cadena anónima, fría, que dispone de la voluntad, el tiempo y las fuerzas de Guy Chamberlain.

Besos mecánicos en los rostros de la señora Chamberlain y de las niñas Chamberlain, quince y diecisiete años. Tres condescendientes seres para un fantasma que, cuando está en casa —casi nunca—, deambula como un exiliado. Cuando no está, levita en el mundo sin entender casi nada.

Guy Chamberlain, geólogo de minas, está a punto de salir rumbo al Aeropuerto Internacional de Montreal Pierre Elliot Trudeau. Destino: el Aeropuerto Internacional Benito Juárez de la Ciudad de México. Aprovechó el puente de la Independencia mexicana para pasar unos días con su familia.

La criada —haitiana, negra, gorda, insolente y vieja— hace dos décadas que le sirve el mismo desayuno: fèves au sirop d’érable et jambon. Un acto patriótico. Una bomba para la hipertensión, los triglicéridos y la arterosclerosis del señor Chamberlain. Veneno puro, según los criterios saludables de la señora Chamberlain. Mildred Chamberlain pesa sesenta kilos, todas las madrugadas corre ocho kilómetros, practica yoga. Guy Chamberlain, ciento diez. La criada haitiana ronda los noventa: arrastra su volumen planetario con la cafetera francesa en una mano.

—Un autre café, Monsieur?

—S’il vous plaît, Yamile.

Guy Chamberlain revisa la hora en su iPhone. En diez minutos el chofer de la compañía estará en la puerta.

Rebaña el plato con un pedazo de pan. El jarabe de maple escurre entre sus dedos.

Veinticinco minutos a Dorval por la Autoroute 20, le informa Google. Dos minutos para cepillarse los dientes. Todo está listo en el recibidor: la maleta, el portatrajes, el portafolios, la mariconera, el saco en tonos grises de Armani, como aconseja la Guía de estilo para el hombre de Bernhard Roetzel. Bañados por la luz matinal que cae en cascada a través de una cúpula de cristal y se refleja en los mármoles blancos, diseño del arquitecto Melvin Charney, fallecido dos años antes. Fueron en familia al funeral. Fastuoso. Qué terrible pérdida para el Quebec, coincidieron todos los asistentes.

Yamile salpica el platito que sostiene la taza con unas gotas de café. Guy Chamberlain cree que lo hace a propósito. Una conspiración de hembras. Todas exhalarán aliviadas cuando cierre la puerta tras de sí. Libres de esa sombra amarga que recorre la villa neovanguardista y sustentable censurando el despilfarro, la desidia, la pereza.

El dinero no se da en los árboles, suele proclamar.

Cierto, se da en la tierra, le contesta la hija mayor, convertida no hace mucho en una ambientalista vegana. Detesta tener un padre geólogo de minas.

Dos gotas de miel de maple van a dar a la corbata color vino. Tabarnak!, masculla Guy.

Entra un mensaje al teléfono: el chofer de la empresa está en la puerta.

En ese instante, la menor de las hijas aparece en el comedor, adormilada, cariñosa, besucona. Le pide que le transfiera dos mil dólares para un viaje de estudios a Nueva York. Guy Chamberlain no entiende por qué razón programan viajes de estudios a Nueva York en el colegio de su hija. Él conoció la gran manzana cuando tenía, ¿cuántos?, al menos treinta años.

—Please, please, please, my sweet daddy, give me the money, pretty please.

—Demande-moi ça en français.

—What?

—Si tu veux l’argent, parle-moi en français, tu connais les regles.

En ese momento Mildred Chamberlain cruza el comedor en un elegante traje sastre azul marino, a punto de marcharse a la consultora en la que trabaja como directora de innovación.

—Don’t be silly, honey.

Y le recuerda una vez más que se olvide de esa tontería de hablar francés en casa. Sus hijas son anglófonas, van a un colegio anglófono y viven en Westmount, por Dios. For God’s sake!, dice exactamente. Le planta un beso en la boca, dulce y fugaz, mientras le desea bon voyage y añade que se apure, que va a perder el avión. Guy Chamberlain encaja la ironía y acepta la momentánea derrota. Le promete a su hija que, camino al aeropuerto, le transferirá el dinero. El intento de beso lo avergüenza: una espalda demasiado altiva para su edad.

Invoca a Yamile, necesita otra corbata.

Entra un nuevo mensaje del chofer recordándole que sigue ahí afuera. Yamile no aparece por ninguna parte. Se frota con la servilleta mojada en saliva las gotas de sirop d’érable. El desastre es mayor. Decide cambiarse de corbata y cepillarse los dientes en el aeropuerto. El amplísimo e iluminado recibidor es un desierto.

Guy Chamberlain odia el verano del indio. Hoy en día el verano de los autóctonos, bromea con el chofer, mudo e inmutable, mientras revisa el correo institucional —le gusta mofarse de la corrección política—. El verano del indio es un paréntesis tropical entre las primeras heladas del otoño y las nevadas que traerá el invierno. Los bosques en los alrededores de Montreal estallan en bermellones, ocres y amarillos. Una exuberancia abrumadora. Las ardillas poco a poco se retiran del mundo, el ambiente huele a chocolate y tierra húmeda.

En medio de todo ello, de repente, el termómetro sube a veintidós grados, a veces a veinticinco, como hoy, y Guy Chamberlain suda en su traje Armani. Le pide al chofer que encienda el aire acondicionado. Su masa corporal necesita del frío que lentamente desciende de Terranova. Espera estar de regreso en Montreal para Navidad. Lo recibirán un manto blanco y gris, y diez grados bajo cero.

Más de veinte mails sin abrir. Todos ellos urgentes. Su respiración se acelera. Últimamente se agita mucho al enfrentar la telaraña corporativa.

En el pasado, antes de esa locura tecnológica, todo era de carne y hueso. Ahora, frente a esos jóvenes conectados a sus smartphones veinticuatro horas al día, no entiende ni la mitad de lo que le dicen.

Offshores, outsourcing, activity-based costing, benchmarking, antidumping, digital cash, bitcoin…

Antes, jurásico tiempo de entrañas y dinamita, la plata era plata y el oro una antonomasia.

Últimamente se despierta en la madrugada con la sensación de llegar tarde a todas partes. Los trenes parten sin él, las piernas no le responden… se ha convertido en un hombre que espera a la orilla de una autopista. Y luego está todo ese miedo chupándole los testículos, miedo sanguijuela.

A Guy Chamberlain se le desliza el celular de las manos al regazo. Lo deja estar. Cuelga los ojos de los barrios cuadriculados que pasan a cincuenta millas por hora: casonas victorianas, jardines y albercas, arboledas bucólicas, opulencia silenciosa. Alcanza a imaginar, un poco más allá, la inmensidad del río San Lorenzo, que fluye bajo amenaza en sentido contrario: de los Grandes Lagos al Atlántico. Le estremece la efímera belleza que lo rodea, tan canadiense, herida por esa flecha de cemento que lo traslada al aeropuerto.

Frente al espejo del baño de la sala de abordaje, Guy Chamberlain se anuda una corbata azul rey. Le parece escuchar la voz de Mildred burlándose de su mal gusto. Le asfixian los trajes, él es un hombre de franela, jeans y botas.

Extrae del neceser la pasta y el cepillo de dientes viajeros. Se frota vigorosamente los molares, luego los incisivos. Una pauta inalterable.

Un hilo de pasta y baba se desliza desde la comisura por el mentón y se precipita en medio de la corbata. El contraste es grosero. Putea hacia dentro, imposible hacerlo hacia afuera con toda esa espuma en la boca. Escupe, se enjuaga, limpia el cepillo, lo guarda junto con la pasta. Busca una toalla de papel para frotar la mancha blanca. Pero en esos baños sustentables solo existen tubos que arrojan aire caliente. Se desplaza a uno de los privados en busca de papel higiénico: la gente sigue limpiándose el culo con papel extraído de la tala indiscriminada de árboles.

En ese momento, la megafonía del aeropuerto anuncia el inicio del abordaje de su vuelo. Se frota el gargajo de pasta y una pálida pincelada blanca queda como testimonio de su forma de vida. Corre (es un decir) con pasos paquidérmicos e impone su corpulencia entre los viajeros de clase turista. Le abren paso, sorprendidos ante la magnífica bestia pelirroja que jadea excusez-moi, excusez-moi, y se cuela por el acceso exclusivo para viajeros de primera clase.

El asiento se ve ridículo cuando lo acoge, a pesar de su holgura. A este paso, Guy Chamberlain tendrá que reservar dos lugares. Imagina las miradas de desdén de las y los ejecutivos más jóvenes que lo rodean, de cuerpos esculpidos en gimnasios, cuyos trajes son una segunda piel.

El suyo, a pesar de la hora temprana, ya está arrugado y contrahecho, como si le perteneciera a otra persona.

Coloca la hebilla del cinturón de seguridad en el extremo superior, solo así puede abarcar su abdomen, esa cosa grande y blanda que carga a todas partes. Trata de calmar la respiración. Su rostro es una granada. El corazón bombea diligente pero la sangre no llega en cantidades suficientes a los lugares que debería llegar. Guy Chamberlain se dice que cualquier día de estos le va a dar un infarto.

De todas formas, no cambiaría nada.

La azafata le ofrece, solícita, un vaso de agua, previendo el posible colapso del obeso que ocupa el 4C. Guy Chamberlain lo rechaza y le pide una Coca-Cola. La azafata titubea. Guy poco a poco modera el resuello. En el iPhone un mensaje de su hija la menor.

The money, dad!!!! y dieciocho corazones verdes y emoticones que lo besan desde la pantalla.

Tabarnak!, lo ha olvidado.

Entra a la aplicación de su banco y realiza la transferencia. Exitosa, le avisa la aplicación. Qué optimismo. Dos mil dólares menos en una de sus cuentas, la corriente. No representa un gran gasto, cierto, pero no puede evitar sentir una punzada en su maltrecho corazón que parece haber alcanzado el reposo. Un retorcijón que viene de Trois-Rivières devastada por la crisis de la industria papelera. De su padre, un obrero que vivió del bienestar social los últimos treinta años. De su madre, que preparaba conservas y las vendía de puerta en puerta. Del banco de ropa, del banco de comida, de las escuelas públicas. De su provincianismo patois frente a la gran urbe de Montreal, en cuyo distrito financiero solo se hablaba inglés —cuál nación bilingüe—. De los precarios trabajos para subsistir mientras estudiaba.

Un cúmulo de pequeños rencores y miseria histórica en su adn normando, de campesinos, de siervos de la gleba, de sans-culottes.

No es tan grave. Se trata de apretar los dientes e imaginar el futuro, cercano ya, en la cabaña de Trois-Pistoles, a orillas del San Lorenzo, sin otra preocupación que estudiar las aves de la reserva natural de la Île aux Basques.

El avión abandona lentamente la puerta de abordaje. Una voz metálica, amable, reparte advertencias e instrucciones. Guy trata de relajarse. El aparato rueda esponjoso por la pista. Cierra los ojos. Percibe el desplazamiento en su estómago gigante. El girar de las llantas de menos a más en su vientre, en los intestinos, en el colon. Se sujeta con fuerza de los reposabrazos cuando siente el jalón del despegue y después el vacío de la cápsula suspendida en el aire contra toda ley física. Sabe de la delicadeza de las fórmulas que desafían la gravedad. Como topo minero, lo suyo son las entrañas de la tierra. Ahí no existe el miedo ni la aprensión, solo la tibieza fundacional del mundo.

Cuando el avión alcanza la altitud crucero, reclina el asiento y trata de dormir un poco: no lo logra. Intenta ver una película de acción sin éxito. La idea de estar a treinta mil pies de altura, encerrado en una cápsula, le taladra el cerebro durante las cinco horas que dura el vuelo. Imagina lo que viene: sumergirse en ese magma de ciudad, ruidosa, agresiva, atestada de seres humanos y autos, viva de una forma en que solo las grandes urbes del tercer mundo lo están, como si fuera posible sentir su crecimiento a cada minuto, su colapso inmediato y el milagro de su supervivencia. Cada vez que el taxi lo lleva al hotel Camino Real en Polanco, tiene la sensación de que, en comparación, Montreal es un cementerio.

Alcanzará a cambiarse de corbata y a comer algo en el restaurante español del hotel antes de acudir a la embajada de Canadá en México, a reunirse con la embajadora Margaret Rich.

2

Observa el perfil dormido de Mario, Antonio, Juan, Pedro, no lo recuerda. Desciende la vista por su cuerpo magro, moreno, púber, de dulce verga adolescente. No cumple aún los dieciocho, lo sabe. Siempre mienten. Mienten con esa sonrisa cínica y tierna. Mienten con ese gran paquete preso en pantalones muy ajustados, horribles, de pésima calidad; pero aun así, qué exquisito delirio sentir el miembro nudoso y firme partirle en dos el culo.

Marc Pierce se levanta de la cama sin hacer ruido. Vuelve a estudiar al joven yaciente en absoluto reposo. Descubre en un hombro y en la espalda las marcas de sus dientes. Paladea de nuevo el sabor de la carne paria y desnutrida del chacal que levantó en la Alameda; de músculos duros trabajados en la construcción o en la central de abastos. Carne analfabeta, ávida de dólares, tragos elegantes y hoteles de cierto lujo en los que podrá darse un baño con agua caliente y, con suerte, desayunar hasta hartarse.

Se desplaza al baño, desnudo, un poco tiritante —amaneció fresca la ciudad—. Orina con cierta dificultad, tiene la uretra irritada y una infección en las vías urinarias que no quiere tratarse. Es contradictorio que un tipo como Marc les tema a los médicos. La mueca de dolor es apenas una sombra en el rostro anguloso, chupado, que recuerda a un arma blanca. Se sacude la verga marchita —la saliva del chacal la envuelve todavía como un capullo— y espera a que las últimas gotas caigan en el excusado.

Una voz amodorrada lo llama desde el cuarto. Papi, le dice, ven, aún no termino contigo. Una risa infantil estalla bajo la almohada. Marc Pierce se pregunta qué hora será. Las pesadas cortinas de la habitación cancelan toda posibilidad de adivinarla.

El chacal está recostado en la cabecera de la cama. Desde ahí le sonríe. Es una sonrisa canalla pero triste, piensa Marc.

—¿Quieres desayunar? —le pregunta. El español de Pierce es impecable. De entrada es difícil detectar que no sea su lengua materna. A medida que transcurre la conversación, algunos titubeos léxicos y la forma en que pronuncia las vocales lo delatan. Marc se ha esforzado durante estos años en dominar el idioma. Incluso imita el acento de Tepito con bastante soltura.

—Claro, mi rey —dice el muchacho y se relame los labios mientras dirige su mirada al miembro cansado de Marc. Pero Marc no tiene ganas. Corresponde al cumplido del chacal con una mueca de hastío. Se dirige a la ventana y corre las cortinas. La luz entra en la habitación como una avalancha, lo sepulta todo de un golpe. El muchacho cierra los ojos y se lleva las manos a la cara, ronronea. No tiene ni diecisiete años, vuelve a pensar Marc. La indefensión con que huye del sol bajo las sábanas lo aniña tanto que Pierce siente un amago de excitación. Pero debe ser tarde y está realmente cansado. Le espera un día largo. El jefe lo ha convocado a una de esas detestables juntas.

—Pide lo que quieras.

—¿Lo que quiera? ¿De veras? ¿Neta lo que yo quiera? Marc asiente mientras reprime el deseo de abrazarlo. De acunarlo. De susurrarle que sí, que se harte, porque le espera un futuro de mierda. En su lugar le extiende la carta. El chacal la recibe con una ilusión brutal, un puñetazo en el estómago. Marc siente un poco de asco. No sabe muy bien por qué ni por quién. El joven la estudia aplicado. Lee los nombres de los platillos en un murmullo. Es de esas personas que necesitan pronunciar cada sílaba cuando leen.

Shit!, masculla Pierce.

La ternura está por ponerlo muy caliente. El muchacho sigue el nombre de los platos con el dedo índice de la mano derecha; lo detiene en los precios como si picaran.

—¿Lo que yo quiera? —vuelve a preguntar—. ¿Y si pido el más caro?

Marc se encoge de hombros.

—Adelante, pide el más caro.

—¿Tan buena fue la cogida?

Marc suelta una carcajada. Sí, muy buena. No mejor que otras, pero tampoco peor. No será memorable porque los chacales de la Alameda entran y salen de la vida de Marc como sombras indistinguibles unas de otras. Marc se sienta en la cama y le arrebata la carta al muchacho. La ojea.

—¿Te gusta el huevo? Este no es el platillo más caro, pero está muy bueno.

—Cro-que-ma-da-me —lee el muchacho—. Vaya nombre cagado. ¿No hay unos chilaquiles con un madral de chile?

—Me temo que no.

—Ora, pues, va, que sea esa madre madame. ¿Y luego? Marc descuelga el teléfono, se comunica al room service y pide la orden, a la que le añade un jugo de naranja y dos cafés. —¿Tú no vas a desayunar?

—Aquí no —contesta con una brusquedad de la que se arrepiente enseguida. El chacal baja la vista. No hay sueño que dure. Marc esboza una sonrisa de disculpa. Va en busca de su pantalón, extrae la cartera, saca un billete de cincuenta pesos y lo deja sobre el buró de noche.

—Cuando venga el servicio a la habitación, le das esto de propina. Me voy a meter a bañar. Disfrútalo.

El Uber lo deja en el Cedrón, en la colonia Condesa. Los mejores huevos benedictinos de la ciudad. El café, aceptable. El ambiente, burgués, cosmopolita. Es un cliente habitual. El mesero lo conduce a una mesa apartada, al fondo del local. Se instala, pide lo de siempre, saca la tablet de la mochila en la que lleva todo lo imprescindible para desaparecer.

El uno noventa de Marc Pierce es distinguido, calmo, displicente. Saco sport azul cielo, camisa blanca de cuello mao, jeans, botas de piel. Atrae las miradas de hombres y mujeres, provoca leves escalofríos, algo que tiene que ver con el deseo, el miedo y el respeto. Marc se aísla, despliega a su alrededor un muro invisible pero impenetrable. Una estrategia que ha perfeccionado con los años. No se trata de desprecio ni arrogancia, sino de distinción: nadie sin un motivo apremiante se atrevería a interrumpir a ese hombre.

Despliega en la pantalla la portada del Toronto Star. Repasa los encabezados. Stephen Harper sigue haciendo de las suyas con el beneplácito de una población canadiense desenfrenada; continúa desmantelando el otrora distinguido estado de bienestar. Dinamita con esmero la Escandinavia norteamericana para convertirla en un remedo del vecino. Los liberales protestan, reaccionan tarde y mal; no entienden, piensa Marc Pierce, que sus compatriotas están eclipsados por el sueño canadiense. Los migrantes son para lo que son y el resto es retórica. País multicultural mis huevos, se regodea en buen mexicano. Con cierto rencor, disfruta del desenmascaramiento progresivo de una sociedad que se negaba a asumirse monstruosa.

Una sociedad a la que ya no pertenece.

Hace cuatro años que no va a Winnipeg, donde unos padres ancianos esperan la muerte sembrando hortalizas y envasando confituras. Cada vez le da más flojera subirse al avión y dejar este país que ama en secreto, sádicamente. La última Navidad que pasó en familia, la del 2010, no habían transcurrido ni tres días cuando ya no soportaba la apacible imbecilidad de sus vecinos, la extrema corrección, la fría armonía de las relaciones encapsuladas en una burbuja que lo hacía boquear. Terminó celebrando el Año Nuevo en un restaurante peruano en el centro de Winnipeg, en los brazos de un hermoso peruanito recién llegado, que cantaba en quechua mientras se dejaba mamar la verga.

Desde entonces, cuando se acercan las fiestas decembrinas, inventa pretextos poco elaborados y se larga a cualquier playa de Oaxaca.

El mesero, resuelto y silencioso, deposita los huevos benedictinos y el jugo de toronja en la mesa. Le ofrece más café. Marc Pierce asiente sin abrir la boca, sin mirarlo, fijos los ojos en una noticia que ha atraído su atención: el gobierno canadiense acaba de lanzar una alerta para sus compatriotas, solicitando que eviten viajar a ciertas regiones de México por su peligrosidad. Marc Pierce sonríe con regodeo. Lee entre líneas. Los lugares señalados por el Ministerio de Relaciones Exteriores coinciden con las minas explotadas por compañías canadienses, incluida para la que trabaja. Sonora, Chihuahua, Baja California, Zacatecas, Michoacán, Guerrero. No hay casualidades. El gobierno canadiense ha aprendido a extorsionar, se dice. Y en todo ello encuentra una ironía exquisita.

Hace a un lado la tablet y se concentra en los huevos. No están como siempre. La salsa holandesa, demasiado espesa, y el punto de cocción de las yemas, excesivo. Marc Pierce se contraría, este es uno de sus momentos preferidos. Llama al mesero que acaba de atender la mesa contigua y le pregunta si han cambiado de chef. La forma en que lo hace tiene esa cortesía irritante, helada, que provoca en el empleado una zozobra excesiva.

El mesero niega enfático, como si la rotación de personal fuera un crimen. Se ofrece a retirarle el plato y traerle otro de su preferencia, cortesía de la casa. Lo dice sin mucha convicción. Marc lo tranquiliza con una sonrisa que podría ser una amenaza de muerte o un armisticio. Continúa con el desayuno, pero al cabo de unos minutos hace el plato a un lado: definitivamente le han arruinado el día.

Consulta la hora. No ha de tardar, se dice.

Retoma la tablet, verifica su correo electrónico. En la bandeja de entrada hay mucha basura publicitaria, algunos mails corporativos, uno de su madre que borra de inmediato y otro más cuyo remitente desconoce. Al abrirlo, se encuentra con el siguiente mensaje:

Sabemos quién eres y lo que haces. Te tenemos en la mira. El texto es acompañado de una foto borrosa, desenfocada, de uno de los chacales que suele levantar en la Alameda y él entrando a un hotel de la avenida Reforma. Un impulso lo lleva a estudiar el entorno. Se reprocha de inmediato: la reacción no es digna de él. Vuelve a leer el mensaje. Sin faltas de ortografía, bien redactado. El posible chantaje no viene de la pequeña mafia que maneja la prostitución masculina en la Alameda. Esto es más grande. Un pegajoso desasosiego impregna su piel. Una furia que reprime disciplinadamente, de manera que nadie en el restaurante pueda notar la agitación en su interior. No recuerda un día tan desastroso. Lo que más le desagrada de la situación es sentirse expuesto, tantos años trabajando en lo impecable.

—Buenos días, míster Vancouver.

Marc se sobresalta.

—¿Lo asusté? Disculpe, no era mi intención.

Marc observa al recién llegado mientras somete las pulsaciones. Lo primero que le viene a la mente es la palabra suciedad.

Pero el sujeto que se sienta frente a él con desparpajo echa un vistazo al restaurante y sonríe irónico, no está sucio, ni siquiera desaliñado, solo se trata de alguien que pasa demasiado tiempo en los sótanos. Desentona en ese lugar. Marc Pierce se pone nervioso. Está volviéndose descuidado. ¿Cómo se le ocurre citarlo en el Cedrón? Hay miradas discretas de los otros clientes que confirman su aprensión. Nunca lo había visto, hasta ese instante la comunicación había sido vía telefónica.

—Está bonito el changarrito, aquí puro taco de lengua, ¿no? —dice y celebra su chiste con una carcajada.

—El señor Juan Pérez, supongo.

—A sus órdenes, míster Vancouver.

El mesero se acerca obsequioso, ignora al recién llegado y le pregunta a Marc Pierce si todo se encuentra en orden.

—¿Café? —inquiere Marc a su invitado.

—Negro, sin azúcar, y una cestita de esos panes dulces tan elegantes que vi a la entrada, no alcancé a desayunar.

Marc le indica al mesero con la cabeza que cumpla con la orden. El mesero se retira sin voltear a ver al recién llegado.

—La próxima vez deje que lo lleve a los mejores tacos de suadero de la ciudad. Sí le gustan los tacos, ¿verdad, señor Vancouver?

Marc Pierce sonríe. No habrá próxima vez, dice la sonrisa. —¿Trajo lo que nos prometieron?

El recién llegado no parece ofendido. Saca un sobre de una gastada cartera de piel, cuarteada, hedionda a cuero viejo, y lo pone sobre la mesa.

—No encontramos gran cosa, el tipo está bastante limpio. A no ser que sea un delito fumar mota, ¿eh? Ahí viene todo detallado.

El mesero deja el café y la cesta de panes en la mesa y retira los benedictinos.

—¿El señor desea algo más?

—No, gracias —dice Marc molesto y se apodera del sobre como para espantar al empleado que, por una suerte de morbo, parece decidido a quedarse.

—¿Más café?

Pierce niega impaciente con la cabeza mientras extrae los documentos del sobre. El mesero se aleja remolón, un poco palmípedo, pero decide quedarse por los alrededores. Marc ojea los documentos sin prestarles mucha atención. Los vuelve a guardar en el sobre, y este, en la mochila. También introduce la tablet. Se incorpora.

—El desayuno va por mi cuenta —dice y se dirige a la caja sin despedirse. El sujeto, que en ese momento pretendía introducirse un pedazo de pan en la boca, detiene la maniobra y trata de replicar, pero la espigada silueta del güero hijo de puta ya está pagando y dos minutos después desaparece por la puerta del restaurante. El sujeto se encoge de hombros, masculla un vete a la verga, güero puto y engulle el pedazo de pan.

Marc se lamenta de no poder volver al Cedrón. Fue una estupidez citar al tal Pérez ahí. Camina a grandes zancadas por la avenida Mazatlán hacia el sur. De pronto cae en la cuenta de que el otoño está a punto de entrar y las araucarias y casuarinas del camellón van cambiando de color. Es muy sutil en este clima sin estaciones, nada que ver con la impudicia de Winnipeg. ¿Nostalgia? No lo cree. Le gusta el empeño superviviente de esos árboles en la ciudad más contaminada del mundo.

Da vuelta a la izquierda en Antonio Sola y continúa con su marcha de zancadas largas y elásticas. Hay un punto de paranoia en su caminar. Por más que trata de restarle importancia a la amenaza de chantaje, sabe que en algún momento tendrá que hacer algo al respecto. El cazador cazado. Puta madre, susurra en perfecto mexicano.

Se introduce en un edificio de departamentos de grandes ventanales y balcones cubiertos por enredaderas. Al entrar a su casa borra toda sombra de amenaza. Se instala en la mesa del comedor con una botella de Perrier que previamente extrae del refrigerador y se concentra en los documentos que le entregó Juan Pérez.

Domingo Martínez, de sangre purépecha, se ha convertido en un dolor de cabeza para la compañía. Ha puesto a toda la comunidad en contra de la mina y hace dos meses que bloquean la entrada a la misma. Pérdidas por millones de dólares y una demanda por despojo promovida por un despacho ambientalista. La compañía está nerviosa. Los sobornos a los líderes del movimiento no funcionan, ni las promesas de construir un dispensario médico para el poblado. La demanda incluye la devolución de cien hectáreas preñadas de oro, de las que la compañía se apropió sin soltar un quinto con la complicidad del gobierno estatal, y cinco pozos de agua registrados como de uso doméstico, gracias a los oportunos depósitos en cuentas no rastreables a funcionarios de la Comisión Nacional del Agua.

Los indios se han sublevado, exigen una consulta y el control de los recursos naturales de lo que consideran su territorio. Y Marc Pierce debe encontrar una solución, de ser posible, discreta.

Juan Pérez —le parece ridículo y excesivo el alias— ha hecho un buen trabajo. Un regalo del gobierno de México. A Marc Pierce le importa un comino de qué oscura dependencia emergió el sujeto, lo suyo son los malabares con la información y el tipo le acaba de entregar un expediente completo de Domingo Martínez. Lo analiza con detenimiento. Hasta la primaria en donde estudió el indio viene ahí. Esposa, hijos, amantes, adeudos a Hacienda, multas de tránsito, prediales sin pagar de un pequeño terreno.

Marc Pierce se detiene en un dato que llama su atención. Un pleito judicial de hace tres años relacionado con los linderos de la milpa de Martínez. Un vecino que alegaba una invasión a su terreno. Como millones de querellas al uso, duerme en el cajón de un juez indolente, ahogado en cientos de expedientes parecidos.

Marc Pierce acaba de encontrar lo que buscaba.