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Mi nombre es Broni • Bronislaw Zajbert

El relato estremecedor de un niño judío que sobrevivió al holocausto en el gueto.

Mi nombre es Broni.Créditos: Adelantos Editoriales
Escrito en OPINIÓN el

Con seis años de edad, la vida de Bronislaw Zajbert como la de toda la población judía de Lodz sufrió un cambio profundo y violento cuando el ejército nazi invadió la ciudad polaca en septiembre de 1939.

Las medidas drásticas de los nazis por extirpar a los judíos llegaron al extremo de aislarlos físicamente. El gueto de Lodz, donde se estima que más de 200 mil judíos habrían sido encerrados, y de los cuales sólo sobrevivieron alrededor de 877, se convirtió en el segundo más grande de Polonia y uno de los más herméticos.

Este libro es el recuento en carne viva de Broni, un hombre de ahora casi 90 años como uno de los sobrevivientes a esa miseria, y su recorrido junto a su familia por distintas partes del mundo hasta asentarse en México.

A lo largo de estas páginas avanzamos por los recuerdos que atañen a escenas de la vida cotidiana dentro del gueto, como hambrunas, epidemias, crueldad, trabajo esclavo y horrores incomprensibles, pero también la luminosidad, el cariño y la esperanza de los padres de Broni que hicieron todo tipo de sacrificios para que sus hijos se mantuvieran con vida.

Mi nombre es Broni es una historia memorable que evoca profundas reflexiones sobre el desplazamiento forzado y el desarraigo durante la Segunda Guerra Mundial, y nos ofrece un lente único para asomarnos al escalofriante mundo del Holocausto.

Fragmento del libro ”Mi nombre es Broni” de Bronislaw Zajbert. Publicado por Debate. Cortesía de publicación Penguin Random House.

Mi nombre es Broni | Bronislaw Zajbert

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Prefacio

LEO ZAIBERT (1)

Cuando hace algún tiempo Bronislaw Zajbert —mi que­rido tío Broni— me preguntó si estaría interesado en escribir un texto introductorio a sus memorias sobre el gueto de Lodz, le respondí que por supuesto que sí, que sería un gran honor para mí. Independientemente de ese honor, ésta no es una tarea sencilla. Por un lado, mi aporte fundamental es situar algunos de los eventos na­rrados por Broni dentro de un contexto relacionado con mi área de especialización. Sin duda, ha de resultar interesante establecer relaciones entre algunos de los eventos narrados y diversas discusiones éticas a las cuales les he dedicado atención a lo largo de mi carrera. Por ende, el marco que aquí ofrezco persigue resaltar la problemática ética que se destila de los eventos descritos por Broni. Por otro lado, sin embargo, el de Broni es un texto que se expresa por sí mismo y no necesita de marco alguno: su ineludible humanidad nos habla elocuentemente. Es por esta razón que mis breves palabras introductorias deben entenderse como una reflexión opcional y personal acerca del importe —o de un posible importe— de las memorias­ de Broni con respecto a algunos temas que he examinado durante mi carrera académica. Trataré de enfocarme primero en aspectos del texto de Broni que han de ser de interés general para cualquier persona con un mínimo de sensibilidad, y dejaré hasta el final algunas de mis reflexiones un poco más académicas sobre problemas éticos que las memorias de Broni iluminan.

Al momento de la invasión nazi, Lodz se había con­ vertido en la segunda ciudad más grande de Polonia (luego de Varsovia) y uno de los centros industriales más importantes del país. En el ramo textil, Lodz era sin duda el más importante de toda Polonia y de sus alrededores. Dado este alto nivel de industrialización, esta ciudad era frecuentemente llamada “la Mánchester de Polonia”. Los estimados demográficos varían, pero el consenso es que la población judía de Lodz constituía más o me­ nos un tercio del total (más de 200 mil de alrededor de 650 mil habitantes); polacos y alemanes constituían el grueso del resto, junto con otras minorías (2). Los nazis invadieron Lodz —a la que decidieron llamar Litzmann­stadt, en conmemoración a la victoria de Karl Litzmann en la batalla de Lodz de 1914— el 8 de septiembre de 1939, apenas comenzaba la guerra. Pocas semanas después, y vistas las dificultades inherentes a eliminar una población judía tan grande, los nazis ordenaron la creación de un gueto al que debían trasladarse todos los ju­ díos de la ciudad.

Hacia finales de abril de 1940 el gueto fue cerrado herméticamente —más que ningún otro—. Liberado por el ejército soviético en enero de 1945, semanas antes de la rendición final del régimen nazi, el de Lodz fue el úl­ timo, de entre más de mil guetos establecidos por los nazis, en ser liquidado. Lodz también fue un gueto con una elevada tasa de mortalidad, por encima de 40%. Esta alta tasa era poco común en los guetos; pues, en general, los nazis los concibieron no como centros de exterminio en sí mismos, sino como una suerte de cen­ tros de acopio, en donde almacenaban y explotaban a los prisioneros judíos antes de asesinarlos, por lo general en centros de exterminio propiamente dichos, como Auschwitz. Al momento de la liberación de las más de 200 mil personas que pasaron por el gueto de Lodz, apenas 877 sobrevivían —incluidos Broni; sus padres (mis abuelos), León Zaibert y Hanna Herman, y su her­mano menor (mi padre), Ignacio, nacido en 1939, unos pocos meses antes del comienzo de la guerra.

Siempre estuve convencido de los méritos de la idea de Broni de escribir sus memorias. Al fin y al cabo, no hay muchas crónicas de aquellos trágicos días que reú­nan todos los elementos que encontramos en estos re­cuerdos. Junto a sus padres, Broni no sólo sobrevivió al gueto, sino que fue prisionero y esclavizado allí desde el principio mismo en el que el gueto fue inaugurado has­ta su final liberación (3). Al igual que los otros prisioneros, Broni sufrió enormemente en el gueto; pero como muy pocos otros, presenció la totalidad de su larga existen­cia. Más aún, Broni también presenció aspectos de las diabólicas dinámicas que el gueto generó entre los pri­sioneros, incluidos miembros de su misma familia. El testimonio de Broni es absolutamente invaluable.

Casi todas las historias que Broni relata aquí ya las conocía; la inmensa mayoría, gracias a relatos que el mismo Broni ha compartido de viva voz con sus familiares, aunque alguna que otra la habría quizás escucha­do directamente de mi abuela o leído en alguna carta escrita por mi abuelo. Aun así, el impacto que produjo en mí leer por primera vez las memorias de Broni fue notable. Parte de éste se debe a la voz de Broni, especialísima en al menos dos sentidos. El primer sentido tiene que ver con la manera tan contundente como el texto de Broni constituye una instancia del principio de orga­ nicidad, según el cual el todo suma mucho más que las partes: absorber todas estas historias, de una vez y por escrito, tiene un poderoso efecto —aun para alguien como yo que ya las conocía casi todas—; el ensamblaje de estas historias en una sola narración les confiere una fuerza y una profundidad tan inesperada como inusual. El segundo sentido se relaciona con el singular tono de la narración de Broni: sin afectación alguna, el Broni adulto rememora lo que el Broni niño presenciaba, y los efectos del abrupto y extemporáneo truncamiento de su niñez, inmediatamente seguido del paulatino pe­ro terriblemente monstruoso colapso de toda su existen­cia. Este espontáneo desdoblamiento narrativo genera un texto sorprendente ecuánime y cuidadoso, profun­damente humano y rico.

Broni se describe a sí mismo como un “niño serio”. Este aspecto, en esencia temperamental, podría de for­ma parcial, quizás, explicar esa ecuanimidad que acabo de mencionar: el texto emana un aire de objetividad y mesura. Independientemente de esta seriedad, es inne­gable que Broni era un niño con una gran capacidad de observación. Los recuerdos y las apreciaciones del niño Broni son a la vez precoces y sutiles. De esto hay mu­chos ejemplos que, sin duda, el lector descubrirá apenas se adentre en la lectura.

Otro aspecto significativo de la prosa de Broni es su extraordinaria eficiencia, ya que con frecuencia logra captar fenómenos terriblemente complejos con pocas pinceladas. Por ejemplo, sus descripciones de la pasmo­sa confusión de los adultos a su alrededor en las semanas anteriores a la guerra; o de la ignorancia generalizada entre sus familiares (y los amigos de sus familiares) con respecto al terrorífico alcance del antisemitismo nazi; o de su propia ingenua alegría al enterarse de que su madre estaría todo el tiempo en la casa, debido a que su tienda había sido confiscada por los nazis, o de la también in­ genua indiferencia de sus compañeros del colegio (y suya propia) para quienes la obligación impuesta por los na­ zis a los judíos (y por ende a Broni) de portar distinti­ vos en su vestimenta que los identificasen como judíos no representaba mayor problema. En todos estos ejem­plos, con pocas palabras representa complejas atmósfe­ras y escenas.

De manera similar Broni logra captar la singular im­portancia de lo que significaba recibir o pedir un favor en el gueto. A lo largo del texto nos permite entender cómo nuestro concepto ordinario de “favor” fracasa al intentar captar lo que un favor significaba en el gueto. Broni enfatiza que estos favores en el gueto siempre fue­ ron raros; que podían, en el mejor de los casos, ocurrir esporádicamente aquí o allá: un hacerse de la vista gorda a fin de permitir un poquito más de pan o de aquella agua sucia que fungía de “sopa”, o una medicina, o un puesto de trabajo algo menos brutal, o una pequeña fal­sificación de algún documento, etcétera. Es fácil enten­der cómo, a medida que los años pasaban y el hambre y la desesperación invadían más y más la exigua existencia de los desdichados habitantes del gueto, estos favores consecuentemente fueron mermando. Las memorias de Broni ponen de relieve cómo, a pesar de que estos favo­res podrían lucir, desde un punto de vista global, un tanto insignificantes, dentro del contexto dantesco del gueto, usualmente constituían la diferencia entre la vida y la muerte, como de hecho le ocurrió a Broni mismo y a su familia en más de una oportunidad. La mayoría de nosotros jamás hemos tenido que hacer o pedir “favo­res” de semejante envergadura.

Broni relata cómo los habitantes originales de Baluty, el vecindario en el cual vivían antes de la guerra los ju­ díos más pobres, reaccionaron ante la llegada del resto de los judíos de Lodz, más pudientes que ellos, cuando el gueto fue creado, y posteriormente judíos y gitanos (roma) de otras ciudades y países. Al ser Baluty la zona más pobre e insalubre de Lodz, ciertas fricciones, pro­ducto normal de cualquier hacinamiento, resultaron mucho más severas debido a las diferencias culturales y socioeconómicas entre los diferentes estratos. Broni des­cribe esto como un “choque entre culturas” y admite que, aunque no fueron rechazados, tampoco fueron bien aceptados. Perspicazmente, Broni comenta cómo años después, se repetiría el círculo: cuando llegaron al gueto judíos alemanes y austriacos, y luego judíos hún­ garos también, el trato que los prisioneros de antaño les dieron a los recién llegados era parecido al que los ori­ ginarios residentes de Baluty les dieron a los judíos de otros vecindarios de Lodz (“desconfianza, envidia, des­ precio”). El hecho de que estos recién llegados judíos de ciudades más prósperas se veían “bien alimentados y con buena vestimenta” enfatizaba el contraste entre estos “burgueses” y los “esclavos” que ya llevaban tiempo su­ friendo los horrores y la hambruna en el gueto.

De manera similarmente lacónica, Broni relata as­pectos sumamente álgidos de la relación entre la policía (judía, integrada por los propios prisioneros del gueto, incluidos dos tíos de Broni) y los prisioneros ordinarios del gueto. Broni describe un tipo de evento que, aun­que nunca presenció, le era aterradoramente familiar a todos los prisioneros del gueto. De cuando en cuando, la policía judía del gueto llevaba a cabo redadas, y entra­ ba en los misérrimos domicilios de los prisioneros judíos a fin de confiscar artículos prohibidos o de algún valor. La peor parte de estos procedimientos era cuando la policía judía, siguiendo órdenes de las fuerzas nazis, debían extraer a estos prisioneros de sus casas a fin de presen­tarlos ante los nazis que esperaban en la calle, fuera de estas maltrechas residencias. Eran los carniceros nazis quienes al final decidían quiénes podían regresar a sus hogares y quiénes debían ser deportados a algún otro “lugar de trabajo”. Broni concede que “es posible” que cuando prisioneros ordinarios del gueto lograban con­vencer a miembros de la policía judía de que les permi­tiesen permanecer en sus casas —en vez de bajarlos a la calle a fin de que los nazis decidieran si los deportaban o no— esto fuese a cambio de algún “soborno”. Con respecto al tipo de sumisión que los prisioneros ordina­rios mostraban frente a estos policías, y al hecho de que lo común era que estos últimos no necesitaban recurrir a la violencia, Broni comenta que “quizás esta obedien­cia era por miedo”.

Es interesante enfatizar que Broni apunta que, aun­que estas deportaciones eran en general muy temidas, este temor no era porque se supiese a ciencia cierta la verdad acerca de su destino final, pues fue sólo después de la guerra que la mayoría de los prisioneros del gueto se enteraron de la existencia (y de la diabólica natura­leza) de Chelmno y de Auschwitz, los destinos más co­munes para los prisioneros deportados desde el gueto de Lodz y otros centros de exterminio. De hecho, co­mentando acerca de la difícil y compleja realización del horror de las deportaciones, Broni apunta: “Dos o tres meses después de nuestra liberación, vimos [junto a sus padres] en el cine un documental sobre los crímenes na­ zis”, y admite que su reacción inicial —la de él y la de sus padres— fue de “incredulidad, aun cuando la evi­dencia era contundente”.

En algunas ocasiones Broni abiertamente admite no recordar o no entender —aun hoy día— exactamente cómo o por qué ocurrían ciertas cosas. Pero hay otras que recuerda perfectamente bien. El que algunos re­cuerdos sean indelebles es comprensible: el caos de gente cargando mochilas durante el maremagno de desespera­dos tratando de conseguir alguna buhardilla cuando eran por la fuerza obligados a abandonar sus hogares debido a las brutales deportaciones hacia (u otros reacomodos en) el gueto. Incluso más comprensible es la intensidad del recuerdo de Broni de su encuentro con Hans Bie­ bow, el administrador nazi del gueto enjuiciado y sen­ tenciado a muerte en 1947 (tras haber sido identificado por sobrevivientes, después de que, como tantos nazis, hubiera logrado huir), cuando éste visitó la fábrica don­ de el niño Broni era explotado como esclavo. Broni no sabe por qué razón se le ocurrió apartarse un tanto de su puesto de trabajo y dar un paso al frente durante la visi­ta de Biebow. Pero el hecho es que, al verlo, y sin razón alguna, Biebow le dio una cachetada. No podía Broni —ni ningún otro prisionero ordinario— saber que la crueldad de Biebow pudiese estar relacionada con el atroz trasfondo político y económico de la administra­ ción del gueto y de los esfuerzos por explotar a los judíos al máximo. En un reporte oficial que Biebow escribió a la Gestapo, más o menos en la misma época del episo­ dio que Broni relata, Biebow acusaba a Chaim Rum­ kowski (el famoso Älteste der Juden del gueto, una de las figuras más controversiales del Holocausto, a quien re­ gresaré más adelante) de una especie de sabotaje, lleva­ do a cabo al “reemplazar a los trabajadores calificados de las fábricas con niños quienes, por supuesto, son inca­ paces de hacer lo que se necesita” (4). Broni era uno de esos niños, y como apunta, no fue el aspecto físico del dolor lo que quedó marcado indeleblemente, ni mucho menos el trasfondo socioeconómico —que de hecho ig­noraba—, sino el significado desnudo de la afrenta: “la humillación y el desprecio”. Entendió Broni en ese mo­mento que tanto él como sus familiares, al igual que todos los prisioneros del gueto, no eran “nadie”, no tenían “ninguna” importancia, su vida misma carecía comple­ tamente de valor. Tristemente, lo que Broni entendió de niño en ese instante se compaginaba perfectamente con lo que era la posición “macroeconómica” de Biebow y los nazis: los judíos no tenían, en efecto, ningún valor más allá de lo que pudiesen producir para los nazis antes de ser finalmente asesinados.

El episodio con Biebow fue el único encuentro directo que Broni tuvo con un alemán durante la existencia del gueto. Pero no fue, en lo absoluto, el único con el abyecto horror de la “vida” en el gueto, pues éstos eran inevitables y constantes. Broni describe cómo “el tema principal en el gueto era el hambre, la comida”, y esbo­za de manera sumamente nítida cómo el hambre —pura, simple, brutal, animal— monopolizaba la menguada y menguante existencia de los desdichados habitantes del gueto. Broni menciona con particular dolor cómo los signos externos de desnutrición eran visibles en su her­manito. Como ha sido ampliamente documentado, los nazis calculaban la tasa de desnutrición más conveniente para la explotación de los prisioneros del gueto: busca­ban establecer el “punto ideal” entre el costo de comida por prisionero y la prolongación de sus días de trabajo antes de su fallecimiento por desnutrición (5).

Pero el hambre no era el único horror de la vida en el gueto. Relata también Broni el paulatino —pero no por ello menos cruento ni menos traumático— proce­so de perder el miedo, e incluso el asombro, ante las más escalofriantes e inverosímiles escenas. Por ejemplo, acota cómo, con el paso del tiempo, los cadáveres en las calles devinieron en “parte del paisaje del gueto”; prác­ticamente no se daba cuenta de que ahí estaban. Algo similar ocurrió con los cuerpos de tres prisioneros,­ quienes, tras un fallido intento de fuga, fueron ahorca­dos por los alemanes: como táctica disuasoria (si no como simple sadismo: siempre en abundancia entre los miem­ bros de la Ordnungspolizei y del Reserve-Polizei-Bataillon 101 que patrullaban el perímetro del gueto) (6), los alemanes dejaron los cuerpos allí colgados, al vaivén del viento, por una semana; con el pasar de los días, Broni comenta cómo incluso “éstos también se volvie­ron parte del paisaje del gueto”.

Pero el texto de Broni es inusualmente valioso de­ bido a que, fiel a su deseo de esbozar sus experiencias cuando y como niño, se enfoca en aspectos apolíticos del Holocausto. Como es sabido, en parte debido a la longevidad del gueto, en parte a su nivel de aislamien­to, y en parte también a la complejidad de la inmensa burocracia que el “gobierno” de Rumkowski estableció en el gueto, existe mucha más evidencia documental acerca del gueto de Lodz que de otros (7). El texto de Broni se enfoca en la mundana cotidianidad que como niño veía y oía. Esto contrasta tanto con los más frecuentes análisis de la estructura organizativa y burocrática del gueto de Lodz como con los estudios del peculiarísimo papel que Rumkowski y la Judenrat jugaron —sin duda, no libre­mente:­ ellos también eran prisioneros— en el extermi­nio­ nazi de los judíos. Aun cuando Broni escri­be durante su adultez, su esfuerzo por reportar lo que el niño Broni presenciaba hace que en muchos aspectos su texto evoque —si bien no de manera temática, es de­cir, no con respecto a la pubertad o el desarrollo de la sexualidad, sino en cuanto al tono peculiarmente descon­ certante de sus observaciones— al texto de Ana Frank, su famoso Diario.

1. Profesor de filosofía, leyes y humanidades, Union College, Nueva York. Correo electrónico: zaibertl@union.edu.

2. Dos fuentes literarias particularmente lúcidas que ilustran la historia y la cultura de Lodz son la novela del premio nobel de lite­ratura Wladyslaw Reymont, La tierra de la gran promesa, Barcelo­na, Belacqva, 2006; y la de Israel Joshua Singer (hermano mayor de Isaac Bashevis Singer, también premio nobel de literatura), originalmente publicada por capítulos en yiddish en The Jewish Daily Forward (1934-1935), y disponible en español: Los hermanos Ashkenazi, Barcelona, Acantilado, 2017.

3. Una breve nota sobre apellidos, deletreos y transliteraciones. Nuestro apellido en polaco era frecuentemente escrito “Zaj­ bert”. Forzados a emigrar de Polonia, algunos Zajbert decidieron cambiar la forma de deletrear nuestro apellido, reemplazando la “j” con una “i” (letras fonéticamente equivalentes en varios idiomas, como el polaco) a los fines de preservar, en español, el sonido de “Zajbert”. En algunos casos, incluidos documentos y testimonios del gueto de Lodz, el apellido es también escrito en

su —acaso originaria— versión germánica: Seibert.

4. Véase Michal Unger, Reassessment of the Image of Mordechai Chaim Rumkowski, Jerusalén, Yad Vashem, 2004, p. 49.

5. Entre otras fuentes, véase Isaiah Trunk, Lodz Ghetto: A History (ed. y trad. Robert Moses Shapiro), Bloomington, Indiana Uni­ versity Press/Museo Conmemorativo del Holocausto de los Esta­ dos Unidos, 2006, p. 198 y ss., y passim.

6. Véase Christopher R. Browning, Ordinary Men: Reserve Police Battalion 101 and the Final Solution in Poland, Londres, Penguin, 2001.

7. Además de la inmensa cantidad de material en el Museo Conme­ morativo del Holocausto de los Estados Unidos (www.ushmm. org), en el yivo Institute for Jewish Research (www.yivo.org) y en el Yad Vashem (https://www.yadvashem.org/collections.html) (partes de estas colecciones están digitalizadas y en línea), véase el trabajo de Sascha Feuchert, Erwin Leibfried y Joerg Riecke (eds.), en cooperación con el archivo de la ciudad de Lodz, Die Chronik des Gettos Lodz/Litzmannstadt (5 vols.), Gotinga, Wallstein Verlag, 2007; y Trunk, op. cit., incluyendo las fuentes compiladas por Robert Moses Shapiro en su informativo ensayo introductorio, pp. xi-xx.