#ADELANTOSEDITORIALES

Reina de corazones • Julie Heiland

Diana, la novela.

Escrito en OPINIÓN el

Una apasionante novela sobre la vida de la princesa Diana: el mayor icono de los últimos tiempos.

Londres, 1978: Diana Spencer tiene diecisiete años cuando asiste a un partido de polo en el que está la familia real británica. Dado que ella misma proviene de una de las familias nobles más respetadas del país, se mueve en este entorno como pez en el agua y comienza un coqueteo con el futuro rey de Reino Unido que cambiará su vida para siempre: menos de tres años después está de pie frente a 3?500 invitados en la catedral de San Pablo en la que se convierte en la boda del siglo.

Pero lo que parecía una vida de ensueño pronto se va tiñendo de gris. Diana no consigue ajustarse al día a día de la casa real, con su estricto protocolo, pero, sobre todo, pronto se da cuenta de que su amor por Carlos no es correspondido. Diana tendrá que enfrentarse a muchas adversidades y obstáculos para conseguir encontrar su propio camino, volver a brillar y convertirse, al fin, en un ícono eterno para el mundo entero.

Un emocionante y maravilloso retrato de un personaje único y carismático, una mujer que se negó a seguir las normas y que sigue fascinando a nuevas generaciones.

Fragmento del libro de Julie Heiland Reina de corazones. Diana, la novela”. Planeta, 2022. Traductor: María José Díez Pérez Cortesía de publicación otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

Julie Heiland | Nació en 1991. Estudió periodismo y se formó en retórica y actuación.

Reina de corazones | Julie Heiland

#AdelantosEditoriales

 

3

1979

En su decimoctavo cumpleaños, Diana dejó caer la bomba. A mediodía, mientras comían el pastel, anunció que quería dejar el internado e instalarse en Londres con sus amigas.

«¡Ni hablar!», vociferó Johnnie Spencer. Después dejó la servilleta en el plato y dio por terminada la discusión y la comida. Diana supuso que reaccionaba con tanta vehemencia porque había suspendido dos veces los cinco exámenes finales, y él temía que acabara en la calle si no la vigilaba. Pero entonces cayó en la cuenta de que si su padre cerró tan deprisa la sombrilla fue para ocultar que tenía lágrimas en los ojos. ¿Tenía miedo de acabar perdiendo también a Diana? Desde que Jane y Sara vivían en Londres, casi no las veía.

Al final su padre accedió de mala gana. Quizá supiera que Diana no se sentía en casa en Althorp desde que Raine se había apoderado de todo cuanto había en el palacio. O quizá fuese Raine quien lo convenció de que dejara marchar a Diana.

Diana se instaló con sus amigas Carolyn, Virginia y Anne en South Kensington, en un piso señorial propiedad de su madre. El complejo de viviendas tenía ascensores de caoba e incluso había un jardín de uso comunitario. Uniendo fuerzas, las amigas amueblaron el piso con un sencillo estilo rústico y pintaron las paredes de colores pastel. Diana empezó a trabajar de auxiliar de guardería para ganar algún dinero. ¡Cómo le divertía jugar con los pequeños! Los niños no fingían nunca y decían lo que pensaban con absoluta sinceridad. Por la tarde, cuando volvía a casa, lo primero que hacía Diana era poner un disco. A veces sus amigas y ella cocinaban juntas para refrescar lo que les habían enseñado en aburridos cursos de cocina. A Diana la habían apuntado sus padres. A fin de cuentas, una chica decente debía saber cocinar rosbif y pudin de Yorkshire. Diana detestaba esos cursos y no le caían especialmente bien las otras chicas, con sus diademas de terciopelo y su sonrisa falsa. Al final siempre la regañaban porque metía los dedos constantemente en las salsas.

Con sus amigas, Diana se alimentaba casi exclusivamente a base de chocolate y cereales. A menudo se divertían haciendo bromas por teléfono a personas que elegían al azar en el directorio telefónico, pero la mayoría de las veces se ponían cómodas en el sofá y veían comedias románticas como Grease o Fiebre del sábado noche y bebían los vientos por John Travolta. Entretanto, llegó el otoño y finalmente cayeron los primeros copos de nieve. De vez en cuando salían y a las chicas les robaban el corazón y vivían todos los dramas del primer amor. También Diana tenía admiradores, y en un par de ocasiones incluso salió con uno de ellos. Sin embargo, siempre procuraba demostrar que en realidad no tenía el menor interés.

Pero también a ella le habían robado el corazón y había sido Londres. A Diana le encantaba mezclarse con la gente, sumergirse en el murmullo sonoro del caos de voces, interrumpido de vez en cuando por obras, música callejera o el ronroneo de los autobuses de dos plantas que llevaban a los turistas al Big Ben o al palacio de Buckingham. Adoraba los escaparates con decoración navideña y la última moda. O patinar por los adoquines mojados con sus zapatos planos. Aquí, el fuerte olor del fish and chips en un mercado; allí, el agradable aroma que salía de una perfumería; un poco más allá, el perfume irresistible de un salón de té mezclado con el dulzor de los scones, la mermelada y la nata cremosa. Diana adoraba incluso el metro atestado o los claxonazos que daba la gente cuando se veía en un embotellamiento londinense con el pequeño bólido rojo de su madre.

El tiempo pasó volando, la nieve se derritió, en el jardín delantero brotaron las primeras flores y por fin Diana pudo volver a jugar al aire libre con los pequeños en la guardería. Nunca se había sentido tan independiente, tan despreocupada.

De algún modo, acostarse temprano pasó a ser una costumbre. Se ponía la pijama, se acurrucaba en la cama y hojeaba revistas.

Un viernes por la noche, Carolyn llamó a su puerta.

—Queremos salir a tomar algo. Han abierto un bar nuevo.

¿Vienes?

—La próxima vez. —Carolyn? se apoyó en el marco de la puerta y cruzó los brazos—. ¿Qué pasa? —preguntó? Diana al ver que Carolyn no dejaba de mirarla.

—Tienes un montón de admiradores, pero los ignoras a todos. La verdad es que no entiendo por qué... Tampoco sé…

Diana dejó la revista que tenía en las manos.

—¿Qué?

—A veces tengo la impresión de que te quieres... reservar.

Diana se echó a reír.

—¿Reservarme? ¿Porque prefiero leer por la noche? Carolyn frunció el ceño. Iba a marcharse, pero se detuvo y dijo:

—¿Es por el príncipe?

—¿Qué quieres decir?

—¿Sigues pensando en Carlos?

—¡No!

—Hojeas todas las revistas que caen en tus manos por él.

A Diana le gustaba verlo en fotografías y descubrir nuevos detalles de él, como por ejemplo que sus mejillas, al igual que las de ella, a menudo se sonrojaban, o lo perfecta que llevaba siempre hecha la raya del pelo. Lo que más le gustaba era cuando lo entrevistaban por televisión y escuchaba su voz profunda, cálida. Escogía cuidadosamente las palabras y, para enfatizarlas, solía entrelazar las manos cuando hablaba y gesticulaba con el dedo índice de la mano derecha.

Pese a ello le dijo a su amiga:

—No es verdad. No tengo ni idea de lo que pasa en su vida.

—¿Ah, no? —Carolyn? se sentó a los pies de la cama—. ¿Acaso no está ahora mismo con la tal Sabrina Guinness?

—Qué va, ya hace mucho que no. Probablemente fuera un incordio para los padres de Carlos, porque era seguidora de los Rolling Stones, viajaba con ellos, y tuvo una aventura con Mick Jagger. Y también estuvo con Jack Nicholson y Rod Stewart.

—Sí, es verdad. Quería decir Anna Wallace…

—Se han separado.

También el amorío indefinible que había mantenido su hermana con el príncipe había terminado después de que Sarah afirmara en una entrevista con dos periodistas de prensa sensacionalista que no estaba enamorada del sucesor al trono.

Carolyn enarcó las cejas.

—El disco que está sonando... ¿No es de las Three Degrees?

—Sí, ¿y?

—Que es el grupo que tocó en el trigésimo cumpleaños de Carlos, como tú misma me contaste. Sinceramente, las pruebas contra ti son aplastantes.

Diana casi no se podía creer la suerte que había tenido cuando recibió una invitación para asistir al trigésimo cumpleaños de Carlos. A fin de cuentas, ya hacía un año de su encuentro en Althorp House. A Sarah, naturalmente, no le había hecho ninguna gracia.

—¿Por qué te ha invitado a ti también?

Diana se encogió de hombros.

—No lo sé, pero me muero de ganas de ir.

—Haz lo que te dé la gana —repuso? Sarah despectivamente. Sin embargo, aparte de la rica comida que se sirvió y de las Three Degrees, con cuya música rockera en directo Diana bailó a más no poder, para ella la fiesta fue un chasco. Carlos estuvo todo el tiempo rodeado de bellezas cuyo rostro podría haber estado en anuncios publicitarios de joyas o perfumes. Aparte de «Feliz cumpleaños», no intercambió una sola palabra con el príncipe, y acabó marchándose a casa sintiendo una gran desi­lusión. ¿Por qué no se le acercó y lo sacó a bailar? Después se pasó dos días enteros en la cama, sin ganas de nada. No quería volver a sentir esa punzada en el pecho, esa sensación de haber fracasado.

—¿Vienes, Carolyn? —preguntó? Virginia—. Los chicos nos están esperando abajo.

—Me temo que te tienes que ir —dijo? Diana risueña. —Por esta vez te lo voy a pasar. Pero la próxima no te me escapas. Prométeme que le darás una oportunidad a James Gilbey, lo tienes loquito.

—Te lo prometo —aseguró? Diana.

—Bien, porque la verdad es que no entiendo por qué te escondes del mundo.

La propia Diana solo lo entendió cuando lo volvió a ver, un fin de semana de julio de 1980. A su príncipe. Uno de los integrantes de su grupo de amigos londinenses, Philip de Pass, invitó a Diana a pasar un fin de semana en la residencia que tenían los padres de este en New Grove. A un partido de polo. «El príncipe también estará», dijo como de pasada.

Diana se agarraba a la cerca de madera pintada de blanco que delimitaba el campo de juego. Con su pantalón peto amarillo y el saco de punto holgado, desentonaba con las demás señoras, ataviadas con elegantes vestidos de cóctel y extravagantes sombreros. Mientras los caballos galopaban por el vasto césped, en el pabellón se brindaba con champán. Y mientras los jinetes ponían toda su concentración en el partido, la gente reía y charlaba entre bandejas de canapés. Diana quería sentir el sol en el rostro, oler la hierba fresca y la tierra revuelta por los duros cascos. Quería escuchar los gritos de los jinetes y el resoplar de los caballos, no el tintineo de las copas de champán. Nunca un partido de polo le había parecido tan fascinante, y eso que ni siquiera sabía cómo iba. Ella solo tenía ojos para Carlos. Para la tensión que reflejaba su cuerpo. La fuerza de sus movimientos. Cómo guiaba la montura con la mano izquierda, cómo sostenía el taco con la derecha, cómo tomaba impulso y... ¡la multitud prorrumpió en júbilo! ¡Había anotado un tanto! Entusiasmada, Diana dio un salto, al igual que su corazón.

Nada más dejar el campo de juego, Carlos se vio asaltado por la prensa, a la que respondió con simpatía y educación. Parecía sentirse halagado con la atención que recibía.

Diana exhaló un suspiro y se cubrió las manos tirando de las mangas del saco. Era como en la fiesta del trigésimo cumpleaños del príncipe. Se había pasado horas delante del espejo con Carolyn pensando qué ponerse, y al final él apenas le había hecho caso.

Ahora se le ofrecía una segunda oportunidad. En la barbacoa que se celebró a continuación, Carlos se retiró discretamente del barullo y se sentó en una paca de paja algo apartada. Probablemente quería estar tranquilo, pero, de todas formas, no pasarían ni dos minutos sin que lo asediara alguien. Era su oportunidad.

Si la volvía a dejar pasar, Diana no se lo perdonaría.

Pero ¿y si ya ni siquiera se acordaba de ella?

Entonces se plantó delante de él.

—Alteza —lo? saludó haciendo una reverencia. El corazón le latía en el pecho tan fuerte y con tanto estrépito que apenas podía oír su propia voz—. Como parecía tan solo, he pensado que podía hacerle compañía —continuó?.

—Confiaba en ver a alguien aquí —respondió? él. Parecía agotado—, pero mis esperanzas no se han cumplido.

Carlos la miró. De arriba abajo. Abrió la boca como para decir algo más, pero guardó silencio.

—Diana —?le recordó ella con valentía—. Soy la hermana pequeña de Sarah Spencer. Nos conocimos hace unos tres años, cuando acudió a nuestra casa, en Althorp. Me invitó a su cumpleaños.

—Lo sé —afirmó? él—. Es solo que está usted... muy cambiada.

A Diana sus amigas ya le habían dicho unas cuantas veces que había florecido desde que vivía en Londres, pero, cuando se miraba en el espejo, ella no sabía a qué se referían. Solo veía que en sus ojos azules faltaba el brillo de la alegría. Y que le avergonzaban sus mejillas, que solía tener sonrosadas.

—Es que ha pasado mucho tiempo desde la última vez que nos vimos —apuntó? ella—. Ha habido algunos cambios. Ahora vivo en Londres, y mis dos hermanas se han casado. El marido de Jane es Robert Fellowes, el…

—... secretario privado adjunto de mi madre. —?Carlos terminó la frase por ella—. Un hombre agradable.

—Y su tío abuelo, lord Mountbatten, ha fallecido —observó? ella tras un instante de silencio—. Lo acompaño en el sentimiento.

Lord Mountbatten había perdido la vida en un atentado perpetrado por el IRA, la organización terrorista irlandesa. Acababa de salir en su barca de pesca cuando hicieron detonar por control remoto una bomba que se hallaba escondida en la embarcación. También murieron en el acto su nieto de catorce años, Nicholas Knachtbull, ahijado de Carlos, y Paul Maxwell, el grumete, de quince años.

Desde que Diana tenía memoria, Gran Bretaña se veía azotada por la violencia entre católicos irlandeses y protestantes por motivos religiosos. Los católicos anhelaban la unidad de la República de Irlanda, independiente y bajo su control, con Irlanda del Norte, protestante, constituida por seis condados que siguieron en poder del Reino Unido cuando el gobierno británico dividió la isla en 1922.

Carlos se esforzó por ocultar su dolor, pero sus ojos no engañaron a Diana.

—Gracias —contestó? él.

Quizá fuese mejor cambiar de tema. Diana no quería entristecerlo, pero le daba mucha pena. Recordaba perfectamente lo sola que se había sentido cuando murió su querida abuela Cynthia, condesa de Spencer, a la que quería por encima de todas las cosas. Fueron muchas las personas que le estrecharon la mano y le dieron el pésame, pero nadie la abrazó con fuerza.

Por eso continuó hablando:

—Sarah me dijo que estaba usted muy unido a su tío abuelo.

Él asintió.

—Sí, era como un padre para mí.

Diana se atrevió a sentarse a su lado.

Tras vacilar un instante, Carlos siguió hablando.

—Yo estaba en Islandia, pescando en mitad de ninguna parte, cuando recibí la noticia.

—Tuvo que ser espantoso para usted. Parecía tan triste según avanzaba por la iglesia el día del entierro. Me conmovió profundamente. —Él? la miró y algo en sus ojos le dijo a Diana que continuara—: Verlo así me partió el corazón.

—Y eso que procuré que no trasluciera el dolor que sentía. Si hubiera llorado, no habría hecho sino dar a mi padre una prueba más de mi debilidad de carácter. Con mi tío Dickie podía hablar abiertamente de todo, sin miedo a que me juzgase o se riera de mí.

Durante un instante reinó el silencio entre ellos. Diana le puso una mano en la suya, apretada en un puño. Carlos le miró la mano y después a los ojos.

—Debe de sentirse muy solo. Pienso a menudo en usted. —Diana? notó que sus mejillas se teñían de rojo—. Me refiero a que todos lo hacemos.

El príncipe sonrió como si se quitara un peso de encima. Era una sonrisa muy distinta de la que acababa de regalar a los periodistas. Tomó el dije que pendía de la cadena que ella llevaba al cuello y lo observó sumido en sus pensamientos. Era la D de oro que le habían regalado sus amigas por su cumpleaños.

—Diana —dijo? volviendo su cara a la de ella y acercándose mucho, casi como si quisiera besarla.

Diana solo era consciente del latir de su corazón.

—Señor.

—¿Tiene que volver a Londres? Me gustaría llevarla en mi coche.

Diana se ruborizó.

—Es muy amable de su parte. Es usted un auténtico caballero.

—Príncipe —corrigió? Carlos.

—Príncipe —repitió? ella, y esbozó una sonrisa a modo de disculpa mientras se levantaba—. La próxima vez, quizá.

Aunque habría disfrutado de ir con él en su elegante deportivo, no quería que pensase que era una chica fácil. Diana no quería pasar solo una noche en las dependencias reales. Quería más. Quería ganarse el corazón del príncipe de Gales.

—¿Significa eso que habrá una próxima vez? —inquirió? él, asimismo poniéndose en pie.

—Si usted quiere.

—¿Cómo la puedo localizar?

—Es usted el futuro rey —?replicó Diana, e hizo una amplia reverencia mientras lo miraba respetuosamente. Él abrió la boca y sus ojos se oscurecieron. Por lo visto le gustaba su humildad—. Estoy segura de que encontrará la manera —añadió,? y se fue. Pero no sin antes voltear la cabeza para dirigirle una coqueta mirada final.