#ADELANTOSEDITORIALES

Los supervivientes • Alex Schulman

Hay mentiras que, con el tiempo, se convierten en verdades.

Escrito en OPINIÓN el

Tres hermanos regresan a la cabaña familiar junto al lago donde, veinte años atrás, una tragedia cambió el curso de sus vidas. Han venido a esparcir las cenizas de su madre.

Mientras conducen hacía un hogar que no han visitado en más de dos décadas, realizan un viaje a través de su historia familiar. Los tres hermanos han seguido vidas muy distintas, pero están para siempre unidos por la historia que los define. Han pasado sus vidas compitiendo por el favor de su padre y el amor de su madre, en un hogar más parecido a un campo minado que a un hogar. ¿Qué sucedió realmente ese día de verano cuando todo se hizo pedazos?

Fragmento del libro “Los supervivientes” de Alex Schulman, editado por Destino. Traducción: Pontus Sánchez. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

Alex Schulman es un escritor y periodista sueco; es autor del mayor podcast semanal de Suecia, Alex & Sigge, y columnista del periódico Expressen. Los supervivientes, su primera novela, se ha convertido en su gran debut internacional, con los derechos vendido a más de 30 países.

Los supervivientes | Alex Schulman

#AdelantosEditoriales

 

CAPÍTULO 1

23:59

Un coche patrulla avanza despacio entre la vegetación azulada del camino de tierra que baja hasta la finca. Allí está la cabaña, en el cabo, reinando solitaria en medio de la noche de junio, que nunca llega a oscurecer del todo. Es una casa sencilla de madera, de proporciones torpes, un poco más alta de lo que debería. Las esquinas blancas se han descascarillado, la madera roja de la fachada sur está quemada por el sol. Las tejas de barro cocido han quedado pegadas entre sí, convirtiendo la techumbre en una suerte de piel de algún animal prehistórico. Ahora no sopla ni pizca de viento y hace un poco de frío, el vaho se ha acumulado en la parte inferior de los cristales. Un resplandor amarillo sale por una de las ventanas de la primera planta.

Más abajo está el lago, quieto y titilante, bordeado de abedules que llegan hasta la orilla del agua. Y la sauna, donde los chicos solían bañarse con su padre las noches de verano y luego salían a meterse en el agua caminando patosos por las piedras, en fila, estirando los brazos para no perder el equilibrio, como crucificados. «¡Está buenísima!», gritaba su padre después de tirarse, y su grito resonaba por el lago para luego perecer en un silencio que solo existía en ese lugar, tan alejado de todo lo demás, un silencio que a veces asustaba a Benjamin, pero que en ocasiones también le hacía sentir que el mundo estaba escuchando con atención.

Un poco más lejos, siguiendo la orilla, hay un cobertizo para barcos; la madera se ha oscurecido y la construcción ha empezado a inclinarse hacia el agua. Y por encima de esta se encuentra el granero, con millones de agujeritos en las vigas que han dejado las termitas y con restos de excrementos de animales de hace más de setenta años esparcidos por el suelo de hormigón. Entre el granero y la casa, la pequeña parcela de césped donde los chicos jugaban al fútbol. El campo está en pendiente, quien juega de espaldas al lago tiene cuesta arriba.

Es como un telón de fondo, eso es justo lo que parece: unas pequeñas edificaciones en un llano verde con el bosque detrás y el agua delante. Un sitio inaccesible, igual de solitario ahora que antaño. Si se oteaban los alrededores desde la punta del cabo, no se veían indicios de vida humana en ninguna parte. En alguna ocasión excepcional podían oír el ruido de un coche pasando por el camino de tierra de la otra orilla, un sonido lejano de motor a bajas revoluciones, y si era uno de los días más secos de verano divisaban la nube de polvo que luego surgía del bosque. Pero nunca se cruzaban con nadie, estaban solos en ese lugar, del que nunca salían y al que nadie acudía. Una vez vieron a un cazador. Estaban los niños jugando en el bosque y, de repente, lo encontraron. Un hombre vestido de verde y con pelo blanco, a veinte metros de distancia. Se deslizaba entre las ramas en completo silencio. Al cruzarse con ellos, el hombre miró impasible a los muchachos, se llevó el dedo índice a los labios y siguió su camino entre los árboles hasta desaparecer. Nunca lograron explicar su presencia, fue como un misterioso meteorito que pasa cerca de la Tierra pero cruza la bóveda celeste sin llegar a impactar. Los chicos no comentaron nunca el encuentro, hasta el punto de que a veces Benjamin se preguntaba si realmente había tenido lugar o no.

Hace dos horas que se ha puesto el sol, el coche patrulla sigue bajando con cuidado por el camino. El hombre que lo conduce escudriña inquieto por delante del capó para advertir qué cosas van pasando por debajo del vehículo mientras avanzan por la cuesta, y se inclina sobre el volante y mira hacia arriba, pero no consigue ver el final de las copas de los árboles. Los abetos que se yerguen por encima de la casa son increíbles. Cuando los niños eran pequeños ya eran enormes, pero ahora... Se elevan treinta, cuarenta metros hacia el cielo. El padre de los chicos siempre se enorgullecía de lo fértil que era el entorno, como si fuera obra suya. A principios de junio clavaba brotes de rabanitos en la tierra y al cabo de tan solo dos semanas se llevaba a los críos al huerto para enseñarles las hileras de puntos rojos que asomaban la cabeza. Pero no todo es fértil alrededor de la cabaña: hay zonas en las que la tierra está completamente muerta. El manzano que papá le regaló a mamá por su cumpleaños sigue donde él lo plantó en su día, pero ni crece ni da fruto. En algunos sitios el suelo es negro, denso, y no hay ni una sola piedra; en otros, la montaña está a flor de piel, justo debajo del césped. Cuando papá construía el cercado para las gallinas, al clavar la estaca en la tierra a veces se hundía con suavidad y en silencio en la hierba empapada y, otras, restallaba de buenas a primeras y él gritaba, con las manos temblando por la resistencia que le oponía la roca.

El agente de policía se apea del vehículo. Con gesto familiar, baja rápidamente el volumen del aparato que lleva en el hombro y que va emitiendo un singular trino electrónico. Es un hombre corpulento. Los bártulos mellados de color negro mate que le cuelgan en la cintura le aportan una presencia lastrada, como si de alguna manera los pesos lo anclaran a la corteza terrestre.

Las luces azules bañan los altos abetos.

El resplandor de la noche tiene algo especial, así como las montañas ahora azuladas que rodean el agua y la luz azul del coche patrulla. La imagen podría haberse plasmado en un lienzo.

El agente se acerca unos pasos a la casa y se detiene. De pronto parece confundido, observa la escena con atención. Los tres hombres están sentados uno al lado del otro en la escalera de piedra que sube a la puerta de la cabaña. Están llorando, sumidos los tres en un abrazo. Van vestidos con traje y corbata. Al lado, en el suelo, hay una urna de cenizas. El agente establece contacto visual con uno de los tres hombres, que se levanta. Los otros dos se quedan donde están, aún abrazados. Están empapados y gravemente magullados, el policía entiende por qué han pedido una ambulancia.

—Me llamo Benjamin. Soy yo quien ha llamado a la central de emergencias.

El agente se mete una mano en el bolsillo para sacar el pequeño bloc de notas. No sabe que esta historia no cabe en un trozo de papel, que acaba de plantarse en el final de un relato que se ha prolongado varias décadas, el de tres hermanos a los que un día, hace mucho tiempo, los arrancaron de ese lugar y ahora se han visto obligados a volver a él, que allí todo está entrelazado, no hay nada que vaya por libre ni se pueda explicar de forma independiente. El peso de todo lo que está aconteciendo en este preciso instante es muy grande pero, obviamente, la mayor parte ya ha ocurrido. La escena que está teniendo lugar en la escalera de piedra, el llanto de los tres hermanos, los rostros inflamados y toda la sangre, solo es la última onda en el agua, la más exterior de todas, la más alejada del punto exacto donde ha caído la piedra.

CAPÍTULO 2

La carrera de natación

Benjamin se ponía cada tarde en la orilla con su salabre y su cubo, junto al pequeño terraplén donde estaban sentados su madre y su padre. Iban a remolque del sol: siempre que la sombra les caía encima, levantaban la mesa y las sillas y las movían unos metros, y así iban haciendo a lo largo de toda la tarde. Debajo de la mesa estaba Molly, la perra, que veía consternada como su techo desaparecía y entonces se sumaba a la travesía por la orilla del agua. Ahora sus padres estaban en la última parada, observando cómo el sol bajaba lentamente por detrás de las copas de los árboles de la otra orilla. Siempre se sentaban uno al lado de la otra, hombro con hombro, porque ambos querían otear las aguas. Las sillas blancas de plástico clavadas en la hierba alta, una mesita inclinada de madera en la que los vasos de cerveza manoseados brillaban con los rayos del sol de la tarde. Una tabla de cortar con un trozo de salami, mortadela y rabanitos. En la hierba, una neverita de camping para mantener el vodka frío. Cada vez que papá daba un trago soltaba un «buenas», alzaba el vaso en dirección a nada en concreto y bebía. Papá cortaba el embutido de tal manera que la mesita temblaba de arriba abajo, se derramaba la cerveza y mamá, irritada, levantaba su vaso con una mueca hasta que él terminaba. Su padre no se daba ninguna cuenta de esas cosas, pero Benjamin sí. Él se percataba de todos los cambios, por pequeños que fueran; siempre se mantenía a cierta distancia, para que sus padres pudieran estar en paz, pero lo bastante cerca como para poder seguir las conversaciones, controlar el ambiente y los estados de humor. Oía el murmullo afable, los cubiertos contra la vajilla, el sonido de un cigarro que alguien encendía, un flujo de sonidos que revelaban que todo estaba yendo bien.

Benjamin se paseaba por la orilla con el salabre en la mano. Vigilaba las aguas negras, a veces se despistaba y miraba directamente al reflejo del sol, y entonces los ojos le dolían como si se hubiesen roto. Se balanceaba sobre las piedras más grandes, inspeccionaba el fondo en busca de renacuajos, esos animalitos tan peculiares, negros y perezosos, pequeñas comas nadadoras. Recogía algunos con el salabre y los sometía al instante al cautiverio del cubo rojo. Era una tradición. Pescaba renacuajos mientras sus padres conformaban un decorado de fondo, y cuando el sol se ponía y ellos se levantaban para subir de nuevo a la cabaña, él devolvía las capturas al lago y regresaba con ellos a casa. Y al día siguiente empezaba de nuevo. Una vez se olvidó a los renacuajos en el cubo. Cuando los descubrió, la tarde siguiente, estaban todos muertos, exterminados por el calor del sol. Le invadió el pavor por si su padre se daba cuenta. Vació el cubo en la orilla y, aun sabiendo que su padre estaba descansando en la cabaña, sintió que sus ojos le quemaban la nuca.

—¡Mamá!

Benjamin miró hacia la casa y vio a su hermano pequeño bajando por la cuesta. Desde allí abajo ya se podía percibir su desasosiego. No era ese un lugar para impacientes. No aquel verano, eso por descontado: al llegar a la cabaña, una semana atrás, los padres habían decidido que no verían la tele en todas las vacaciones. Informaron a los niños con solemnidad, y Pierre se lo tomó muy a pecho cuando su padre desenchufó el televisor y colocó el cable ostensiblemente encima del aparato, como si se tratara de una ejecución pública en la que el cuerpo se dejaba colgando como advertencia para que todos los miembros de la familia recordaran lo que le ocurría a la tecnología que amenazaba la decisión de pasar los veranos al aire libre.

Pierre tenía sus cómics, los cuales iba leyendo despacio y entre murmullos cada tarde, tumbado bocabajo en la hierba. Pero llegaba un momento en que se le quitaban las ganas y entonces siempre bajaba a buscar a sus padres, y Benjamin sabía que mamá y papá podían responder de distintas maneras. A veces podías acurrucarte en el regazo de mamá y ella te acariciaba la espalda. Otras, eras motivo de irritación y el momento hacía aguas.

—No sé qué hacer —manifestó Pierre. —¿Por qué no pescas renacuajos con Benjamin? —le propuso su madre.

—No —respondió él. Se colocó detrás de la silla de su madre y miró hacia el sol con los ojos entornados.

—¿Y Nils? ¿No podéis inventaros algo juntos? —dijo su madre.

—¿Como qué? —replicó Pierre.

Silencio. Allí estaban, mamá y papá, de alguna forma sin fuerzas, hundidos en sus sillas de plástico, embotados por el alcohol. Pasearon la vista por el agua. Parecía que estuvieran pensando en cosas que hacer, propuestas de actividades, pero no pronunciaron ni una palabra.

—Buenas —murmuró su padre, y vació un chupito; luego hizo una mueca y dio tres palmadas fuertes con las manos—. ¡Venga! —exclamó—. ¡Quiero ver a todos los niños con el bañador puesto dentro de dos minutos!

Benjamin alzó la cabeza y dio unos pasos hasta salir de la orilla. Dejó el salabre en la hierba.

—¡Chicos! —gritó su padre—. ¡Reunión! Nils estaba escuchando música en la hamaca que habían colgado entre los dos abedules que crecían junto a la casa. A diferencia de Benjamin, que prestaba especial atención a los sonidos de la familia, él los rehuía. Benjamin siempre se estaba acercando a sus padres, Nils trataba de alejarse de ellos. Siempre se iba a otra habitación, nunca participaba. Cuando los hermanos se acostaban por las noches, a veces podían oír a sus padres discutiendo al otro lado de las finas paredes de contrachapado. Benjamin registraba cada palabra, valoraba los eventuales daños de la conversación. En ocasiones se gritaban groserías incomprensibles, se decían cosas tan fuertes que daba la sensación de que no se podrían reparar. Benjamin se pasaba horas despierto, reproduciendo la bronca para sus adentros. Pero Nils parecía sinceramente inafectado. «Puto manicomio», murmuraba en cuanto las broncas empezaban a coger fuerza, y luego se daba la vuelta y se dormía. Le daba igual, se pasaba los días a su aire sin hacer notar su presencia, excepto en los repentinos ataques de ira que estallaban y desaparecían. «¡Joder!», podía oírse en la hamaca, y Nils se retorcía y hacía aspavientos con las manos para deshacerse de una avispa que se le había acercado demasiado. «¡Putas alimañas!», rugía mientras golpeaba unas cuantas veces al aire. Después volvía a tumbarse, calmado.

—¡Nils! —gritó? su padre—. ¡Reunión en la orilla!

—No te oye —respondió su madre—. Está escuchando música.

Su padre chilló más fuerte. Ninguna reacción desde la hamaca. Su madre soltó un suspiro, se levantó, fue hasta Nils a paso ligero y agitó ansiosa los brazos delante de sus ojos. Él se quitó los auriculares.

—Papá quiere que vengáis —le? explicó.

Reunión en la orilla. Era un momento glorioso.

Papá con esa mirada especial que a los hermanos les encantaba, un brillo que ocultaba la promesa de juegos y pillerías, y esa solemnidad en su voz cuando iba a presentar una nueva competición, con seriedad sepulcral pero siempre con una sonrisita en la comisura de la boca. Ceremonioso y formal, como si hubiera mucho en juego.

—Las reglas son simples —anunció, irguiéndose delante de los tres hermanos, que estaban de pie en la hierba con el bañador por encima de las canillas—. A mi señal, mis tres hijos se lanzarán al agua, nadarán hasta rodear esa boya de allí y luego volverán a tierra firme. Y el primero en volver será el ganador.

Los chicos estiraron la espalda.

—¿Todo el mundo lo tiene claro? — preguntó—. Es decir, ahora se revelará cuál de los tres hermanos es el más rápido.

Benjamin se dio unas palmadas en los escuálidos muslos, como había visto hacer a los atletas en la tele en los momentos previos de un hito decisivo.

—Un momento — dijo su padre, y se quitó el reloj de pulsera—. Os voy a cronometrar.

Pulsó los botoncitos del reloj digital con sus pulgares demasiado grandes y soltó un «cojones» entre dientes al ver que no conseguía lo que pretendía. Levantó la cabeza.

—A vuestros puestos.

Un empujón entre Benjamin y Pierre en su compartido intento de conseguir una buena posición de salida.