#ADELANTOSEDITORIALES

Mentideros de la memoria • Gonzalo Celorio

El encuentro con grandes autores de la literatura latinoamericana.

Escrito en OPINIÓN el

Unas memorias deliciosas repletas de humor y pasión.

Entre la ficción y el testimonio, el ensayo y la memoria, este libro da cuenta de algunas facetas de la vida de varios escritores a quienes Gonzalo Celorio tuvo la oportunidad de conocer y de tratar: Arreola, Cortázar, Rulfo, Fuentes, Monterroso, García Márquez, Loynaz, Eco.

Por encima de las indiscreciones, prevalece la admiración crítica que Celorio les profesa; por encima del yo del autor, el protagonismo de los escritores; por encima de la anécdota dolorosa, patética o irrisoria, la valoración de sus obras, las literarias y las de la vida misma, que se funden en este libro cargado de pasión literaria y también de humor y de ironía.

Páginas deliciosas que invitan a la relectura.

Fragmento del libro de Gonzalo Celorio Mentideros de la memoria”, publicado por Tusquets, 2022.Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

Gonzalo Celorio es escritor y profesor universitario; sus obras han sido traducidas al inglés, al francés, al italiano, al portugués y al griego. Es miembro de número de la Academia Mexicana de la Lengua y miembro correspondiente de la Real Academia Española y de las Academias Cubana y Nicaragüense de la Lengua. Es profesor de literatura en la Universidad Nacional Autónoma de México desde 1974. Fue coordinador de Difusión Cultural, presidente del Consejo Académico de las Humanidades y las Artes y director de la Facultad de Filosofía y Letras de la máxima casa de estudios. También fue director del Fondo de Cultura Económica.

Mentideros de la memoria | Gonzalo Celorio

#AdelantosEditoriales

 

Algo sobre la muerte del menor Sabines

Uno

Ha pasado más de medio siglo. No sé con cuánta fidelidad pueda reconstruir la historia. El tiempo ha emborronado las circunstancias, pero la huella que me dejó su temprana muerte persiste, indeleble.

Era un joven de complexión ancha, tez morena y cabello muy negro, brillante y ondulado. Lo conocí a mediados de los años sesenta en la Preparatoria número 4 de la Universidad Nacional Autónoma de México, la de Tacubaya.

El estupendo teatro de ese plantel recién construido se estrenó con el montaje de la comedia Sueño de una noche de verano de Shakespeare, en la que me tocó representar el papel de Puck, el duendecillo travieso que hace y deshace amores durante la noche de San Juan, la más breve del año.

Yo no estudiaba en la Prepa 4, sino en el Centro Universitario México, incorporado a la UNAM; una escuela particular y confesional de los hermanos maristas, en la que resultaba imposible hacer teatro. Su alumnado entonces era exclusivamente masculino y ningún estudiante habría aceptado representar el papel de Hermia, Elena o Titania, ni tampoco el de Julieta, Ofelia o Desdémona, como en los tiempos isabelinos, cuando hombres de pelo en pecho, con corpiños de fantasía, caireles postizos, colorete en las mejillas y voces atipladas, podían encarnar a tan delicadas damas.

El maestro que en el CUM impartía las asignaturas de Literatura Española y de Historia de la Cultura también era profesor de la Escuela Nacional Preparatoria, donde, además de dar clases, dirigía un grupo de teatro. Cuando se percató de mi fascinación por las artes escénicas, que yo manifestaba con vergonzante sobreactuación en los concursos de declamación, que constituían mi única posibilidad de pararme frente al público para recitar algunos poemas (generalmente malos), me invitó a formar parte de aquel grupo, que ensayaba por las tardes en el antiguo Colegio de San Ildefonso en el centro histórico de la ciudad.

Tras largos meses de ensayo en un salón grande del tercer piso de aquel imponente edificio virreinal, que alberga en sus muros la obra de Orozco, Rivera, Siqueiros, Alva de la Canal, Jean Charlot, Fermín Revueltas, el maestro Enrique Ruelas, entonces jefe del Departamento de Actividades Estéticas de la Escuela Nacional Preparatoria, nos asignó el flamante teatro del plantel de Tacubaya para la representación de la obra.

Durante los últimos años del rectorado del doctor Ignacio Chávez, la Preparatoria vivió un proceso de descentralización y multiplicó el número de sus planteles, que fueron ubicados en diferentes puntos de la ciudad de México. Cada uno de ellos fue dotado con un magnífico teatro, que contaba con toda la maquinaria escénica moderna: tramoya, escenario giratorio, cabina de sonido, camerinos.

No me acuerdo en qué momento me encontré con Jaime, pero fue ahí, en la Prepa 4, donde él estudiaba permanentemente y yo asistía sólo para participar en las actividades teatrales. Lo que sí recuerdo es que muy pronto nos hicimos amigos. Al poco tiempo de conocernos ya nos estábamos intercambiando los textos que no teníamos dónde publicar. Nos reuníamos a comentarlos en mi casa de Sur 71 B número 312, de la colonia Sinatel (Sindicato Nacional de Telefonistas), donde yo disponía de un cuarto en la azotea de la casa, que compartía con mi hermana Rosa y al que habíamos bautizado con el enfático nombre de «El Clímax». No tengo presente, ahora que reelaboro esta historia de mi relación literaria con él, ninguno de sus escritos. Durante años guardé algunas copias al carbón de sus textos, mecanografiados a renglón seguido en papel cebolla, pero se me han de haber extraviado en alguna de las muchas mudanzas de mi vida. Lo que no puedo olvidar es su voz. Fuera prosa o verso lo que escribiera, Jaime lo leía como poeta. Y su entonación, su cadencia, su timbre eran extraordinariamente parecidos a los de su padre, el enorme poeta chiapaneco Jaime Sabines, a quien yo veneraba y de quien había escuchado muchas veces el disco que acababa de grabar, en 1965, para Voz Viva de México de la UNAM; tantas, que sus poemas —«Tía Chofi», «Los amorosos», «Algo sobre la muerte del Mayor Sabines»— terminaron por adherirse a mi memoria, donde todavía persisten con fidelidad textual.

Mi amigo Jaime ostentaba el apellido Sabines, aunque hubiera nacido fuera del matrimonio que, después de su nacimiento, el poeta contrajo con Josefina Rodríguez Zebadúa, «Chepita», en 1953. Vivía en Tizapán, al sur de la ciudad de México, pero no conocí su casa. Nunca me invitó. Supe que vivía con su madre, de nombre Boni (quizá apócope de Bonifacia); su padrastro, de quien me enteré —no por Jaime— que era violento cuando se emborrachaba (y se emborrachaba con frecuencia), y con cuatro o cinco medios hermanos.

Al final del año de 1966, Jaime y yo actuamos juntos en una pastorela que se representó en el atrio de la iglesia de San Jacinto en San Ángel. Él, ataviado de calzón blanco, sarape colorido y huaraches, hizo el papel terrenal de Bato, uno de los pastores; yo, con el torso y la cara pintados de dorado, el alegórico del Pecado. Como entonces me acababa de hacer de un vochito gracias al patrocinio de mi madre, le ofrecí a Jaime pasar por él a su casa para ir a los ensayos o a las funciones, pero él no aceptó mi ofrecimiento más que de manera parcial. Lo recogía en algún lugar cercano a su domicilio y al terminar lo dejaba a unas cuantas cuadras de su casa.

Nunca supe con exactitud dónde ni cómo vivía.

Dos

Cuando terminé la preparatoria, ingresé a la UNAM. A partir de enero de 1967 empecé a estudiar por las tardes la carrera de Lengua y Literatura Españolas en la Facultad de Filosofía y Letras, y también a trabajar por las mañanas en el Museo Nacional del Virreinato, en Tepotzotlán.

Fue entonces cuando me hice novio de Yolanda Morayta, con quien después me casaría.

Yolanda pasaba algunos fines de semana con su familia en Cuernavaca, en una casa ubicada en la calle Subida al Club de la colonia Reforma. Aunque ya la visitaba todas las noches al salir de la universidad en su casa del Pedregal de San Ángel, nunca había sido convocado a Cuernavaca. Un sábado en el que ella estaba allá, me dieron enormes ganas de «caerle» de sorpresa, sólo para verla, y después regresarme a México. Como apenas sabía manejar en carretera, me daba temor hacer el viaje solo. Le pedí entonces a mi amigo Jaime que me acompañara. Se trataba de ir y volver de inmediato. Él aceptó. Además de darle un beso a Yolanda, quería presentársela porque estaba enamorado de ella y lo que uno quiere cuando está enamorado es compartir el enamoramiento con los seres queridos. Y Jaime ya era un amigo querido. Reciente, sí, pero querido. Un amigo a quien no me había unido el azar, como suele suceder en la infancia, sino las afinidades electivas, en este caso la vocación literaria. Quedamos en vernos en Insurgentes y avenida de La Paz. Lo recogí en mi vochito y nos fuimos a Cuernavaca por la carretera vieja, para no pagar peaje.

Tras muchas vueltas, por fin localicé la casa de Yolanda en la sinuosa «ciudad de la eterna primavera».

Apenas llegamos, Jaime se demudó.

Se rehusó a bajar del coche. Me dijo que prefería esperarme afuera. Me desconcertó su negativa. Traté de obtener de él una explicación, pero al principio no encontré más que la reiteración lacónica de su imposibilidad de entrar en esa casa. Y cada vez que repetía «no puedo», se le fruncía el ceño, se le apretaban las mandíbulas y se le concentraba la mirada en un punto fijo e indeterminado del parabrisas.

Le dije entonces que volviéramos a México en ese mismo momento. Como seguramente le dio pena que yo no cumpliera mi propósito de ver a Yolanda y que hubiera hecho el viaje en balde, se vio obligado a contarme su historia, en cuatro palabras y sin voltearme a ver a la cara. Recordaba muy bien esa casa. No nada más la conocía, sino había pasado parte de su primera infancia en ella. Su madre, Boni, había trabajado ahí como lavandera. Y también, por supuesto, conocía a Yolanda, dos años menor que él, con quien había jugado los fines de semana y los periodos vacacionales, cuando la familia se instalaba en Cuernavaca.

Comprendí que no quisiera entrar. En un país tan clasista como el nuestro, cómo compaginaría —pensé— su antigua condición de hijo de la sirvienta con su actual condición de amigo del novio de Yolanda, la hija de los viejos patrones. Respeté su determinación. Me suplicó que yo entrara y me reiteró que él me esperaría en el coche. No quería ser un aguafiestas. Ante su insistencia, me bajé del automóvil, perturbado, y le prometí que no me tardaría.

Yolanda estaba al borde de la alberca, en traje de baño, tomando el sol boca abajo. Su hermana Italita me vio primero y me dio la bienvenida. Yolanda ladeó la cabeza, abrió un ojo con ceño de extrañeza y me divisó, sorprendida. Yo me inhibí un poco porque no sabía cómo iban a tomar sus padres mi presencia en esa casa, a la que desde luego no había sido invitado. Pero ella pasó de la sorpresa a la alegría y su consecuente sonrisa me tranquilizó. Le dije que sólo quería verla y darle un beso, que me retiraría de inmediato, pero la hermana me propuso que me quedara a comer.

—Muchas gracias —le dije—. Pero no puedo; un amigo me está esperando en el coche.

—¿Por qué no pasa? —dijo Italita—. Que entre.

—Sí —la secundó Yolanda y me preguntó—: ¿Quién es? Yo no le había hablado a Yolanda, en nuestro apenas estrenado noviazgo, de Jaime. Pero cuando le dije su nombre, le salió del subsuelo del alma un recuerdo antiquísimo y entendió que no quisiera pasar, pero me dijo que le daría gusto verlo.

Volví al coche. Le conté a Jaime del buen recuerdo que Yolanda tenía de él. Tras una larga insistencia, por fin aceptó, a regañadientes, entrar un momento, pero de ninguna manera estaba dispuesto a quedarse a comer.

Nos reunimos los tres en el jardín delantero de la casa, bajo un árbol frondoso. Hablamos tres o cuatro tonterías y, tras declinar la invitación a comer, Jaime y yo nos regresamos a la ciudad de México, en silencio.

Cuando estaba a punto de dejarlo en Insurgentes y avenida de La Paz, me pidió que le invitara un trago en el bar del recién instalado Sanborn’s de San Ángel.

No fue un trago. Fueron muchos. Más de su parte que de la mía. Pero ni aun así logré obtener mayores datos de su historia. Su expresión, sin embargo, desplegó el amplio espectro de sus resentimientos. Dejó traslucir con dolorosa transparencia que era un poeta aplastado por su propio nombre y condenado a vivir en una familia ajena a su potente estirpe y a su delicada sensibilidad.

Quise llevarlo a su casa, pero se negó con necedad borracha. Lo vi caminar, tambaleante, cuesta arriba, hacia Tizapán, por una avenida llamada de la Paz, que esa noche no le hizo honor a su nombre.

Tres

Muy pocas cosas de esa historia han sobrevivido en mi memoria al paso del tiempo.

De lo perdido, lo que aparezca. Y lo que ha aparecido es poco: Boni había trabajado como lavandera en la casa de los abuelos de Yolanda, que eran de origen chiapaneco él —don Alfredo Ramírez Corona— y napolitano ella —doña Rosa Salem—. Vivían en la calle de Donato Guerra número 21 en la colonia Juárez de la ciudad de México, donde Jaime también había vivido de muy pequeñito. Cuando el abuelo murió y la abuela se fue a vivir con su hija Italia Morayta a su casa del Pedregal de San Ángel, Boni, que seguía siendo su sirvienta, la acompañó. Después, fue reasignada a la casa que la familia había adquirido en Cuernavaca, a la que ella se trasladó con su entonces único hijo.

De la historia de la relación del poeta chiapaneco Jaime Sabines y la sirvienta Boni, también chiapaneca, no sé nada, salvo que ambos fueron los padres de mi amigo, que nació un año antes que yo, en 1947, cuando el poeta estudiaba el tercer año de la carrera de Medicina en la ciudad de México, de la que desertó para estudiar Literatura Castellana en la Facultad de Filosofía y Letras, sita entonces en la casa dieciochesca de Mascarones en la Ribera de San Cosme. Supongo que el poeta reconoció al niño como hijo suyo, pues ostentaba su nombre y su apellido. Y nada más.

Cuatro

Después de nuestra visita a Cuernavaca y su reveladora borrachera en el Sanborn’s de San Ángel, Jaime rehuyó mi compañía. Lo busqué en vano varias veces hasta que la promisoria amistad se diluyó apenas comenzada. De él sólo tenía noticias esporádicas por un amigo común que también estudiaba en la facultad y con quien en alguna ocasión había hecho teatro. Cuando coincidíamos en los puestos de comida chatarra de la entrada, me hablaba de Jaime y me mostraba su preocupación por los arrebatos que nuestro amigo sufría si se emborrachaba, y, por lo que pude colegir, cada vez se emborrachaba más. El nombre de este compañero, como tantos sucesos de esta historia, ahora se me olvida. Le llamaré aquí «El Mensajero», que fue el papel que hizo en Hipólito de Eurípides, en la que yo representé al casto adolescente devoto de Artemisa. De la misma manera que en la tragedia griega es el personaje que le informa a Teseo del accidente mortal que sufrió su hijo en un carro de caballos, arrojado a los peñascos por designios de Poseidón a solicitud de su propio padre, el Mensajero me dio a mí la noticia del accidente mortal que había sufrido Jaime en la carretera de Cuernavaca.

Un lunes a las cuatro de la tarde, el Mensajero me esperó a la entrada de la facultad, junto al busto de Dante Alighieri. Me abordó con insólita aprensión. Estaba desencajado, tembloroso. Jaime había muerto el sábado en la noche. Y esa misma tarde, a las cinco, lo sepultarían en el panteón de Iztapalapa. No entramos a clase. De la universidad nos fuimos juntos directamente al entierro en mi vochito. En el camino, me contó cómo había muerto. Se había suicidado. Había ido con unos amigos a una comida en Cuernavaca, en la que bebió mucho. De regreso, completamente borracho, sentado en el lugar del copiloto del coche, decidió abrir la portezuela y lanzarse al pavimento, donde fue arrollado de inmediato por un autobús.

Soy un hombre totalmente negado para asumir la muerte. Ni la noticia de su suicidio ni las circunstancias en que se consumó llegaron a sedimentarse en mi conciencia. Han tenido que pasar cincuenta años para que me duela lo que, en su momento, sólo me perturbó.

En el panteón de Iztapalapa, ese lunes por la tarde, en el entierro de su primogénito, conocí a Boni. Era una mujer diminuta pero agigantada por la sonoridad de su llanto. Y ahí también vi por primera vez en persona al poeta Jaime Sabines. Alto, delgado, guapo, de pelo ensortijado, bigote fino y mirada transparente. Vestido con un traje color canela, estaba hincado sobre el polvo, alejado de Boni y de todos los demás deudos, llorando en silencio la muerte de un hijo que llevó su nombre y que heredó su verbo.

Como no recuerdo con exactitud la fecha de la muerte del menor Sabines, ignoro si el tercer hijo que el poeta tuvo en 1970 con su segunda mujer, Gloria Córdova Vera, y que también se llamó Jaime, fue bautizado con ese nombre en reemplazo de mi amigo muerto o en desconocimiento de mi amigo vivo. Me inclino por lo primero.

Este relato me ha llevado a imaginar que en esos momentos le nacían del alma al gran poeta los versos que dicen:

Madre generosa

de todos los muertos,

madre tierra, madre,

vagina del frío,

brazos de intemperie,

regazo del viento,

nido de la noche,

madre de la muerte,

recógelo, abrígalo,

desnúdalo, tómalo,

guárdalo, acábalo.

Pero mi imaginación se topa con la realidad histórica. Esos versos, publicados poco tiempo después, en 1973, forman parte de su libro Algo sobre la muerte del Mayor Sabines.

Que yo sepa, el poeta no escribió ninguna palabra dedicada a la muerte del menor Sabines. Pero no lo sé de cierto. Lo supongo.

Coda

Después de un año de casados, Yolanda decidió contratar a Boni para que le ayudara en las tareas domésticas, que se habían complicado con el nacimiento de nuestro primer hijo. Boni la había acompañado, mimado, consentido desde su primera infancia, cuando vivía con sus abuelos y sus padres en la casa de Donato Guerra, en la que Boni trabajaba.

Yo no supe cómo tratarla. La veo en el lavadero, al lado de los tanques de gas y los botes de basura, y me digo: ¡Cómo, si es la mamá de mi difunto amigo!

Si Jaime no pudo asumir la condición de hijo de la sirvienta cuando fuimos a Cuernavaca aquel sábado memorable, yo tampoco pude asumir la condición de patrón de su mamá cuando ella iba a lavar la ropa a mi casa.

Muy pronto, Boni dejó de trabajar con nosotros. No sé quién despidió a quién.