#ADELANTOSEDITORIALES

El jurista y el antropólogo • José Ramón Cossío y Claudio Lomnitz

Conversaciones desde la curiosidad.

Escrito en OPINIÓN el

El derecho y la antropología tienen algo en común: darse la espalda.

La conversación es el arte de afilar el conocimiento propio usando el conocimiento de alguien más.

Siguiendo este espíritu, el jurista José Ramón Cossío y el antropólogo Claudio Lomnitz han construido, mediante el diálogo, un espacio de asombro y erudición sobre sus respectivas disciplinas: «Cossío quería entender mejor la sociedad en que opera el derecho. [...] Y Lomnitz buscaba entender las regulaciones que imperan sobre la vida cotidiana», se lee en la «Introducción» de esta obra.

A partir de estas motivaciones se desata un caudal de reflexiones críticas. Debaten, así, sobre la arrogancia de ciertos planteamientos jurídicos, el enclaustramiento de la antropología, la imposibilidad de empatar el ordenamiento legal con la realidad, los cuellos de botella para entender o resolver el conflicto social que atraviesa México, y analizan qué tan útil -o inútil- es la idea misma de Estado de derecho en nuestra actualidad.

A lo largo de la obra, escrita durante la pandemia, se va esbozando una triple invitación: asombrarse de la antropología y el derecho, buscar la urdimbre profunda entre los distintos conocimientos, y convocar la potencia creativa y humanizante de la palabra.

Fragmento del libro “El jurista y el antropólogo, conversaciones desde la curiosidad” de José Ramón Cossío y Claudio Lomnitz, publicado por Debate. Cortesía de publicación Penguin Random House.

 

José Ramón Cossío es doctor en Derecho por la Universidad Complutense de Madrid. Ha escrito 31 libros. Fue profesor y jefe del Departamento de Derecho del Instituto Tecnológico Autónomo de México. Es investigador nacional nivel III del Sistema Nacional de Investigadores, así como miembro de la Academia Mexicana de Ciencias, de la Academia Nacional de Medicina de México, de la Barra Mexicana - Colegio de Abogados, de El Colegio Nacional, de la Sociedad Mexicana de Salud Pública, del Consejo de Administración del Grupo Financiero Citibanamex, del Instituto Mexicano de la Mediación, de la Academia Mexicana de la Historia, del Colegio de Bioética y profesor-investigador de El Colegio de México. Actualmente es ministro en retiro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación.

 

Claudio Lomnitz es antropólogo e historiador, egresó de la primera generación de la UNAM-Iztapalapa. Es profesor titular de antropología en la Universidad de Columbia y miembro de El Colegio Nacional. Es autor de más de diez libros. Ha sido profesor titular en universidades de México y Estados Unidos, y profesor invitado en universidades europeas y latinoamericanas. Escribe mensualmente en la revista Nexos.

El jurista y el antropólogo | José Ramón Cossío y Claudio Lomnitz

#AdelantosEditoriales

 

Primera parte

El antropólogo pregunta

Claudio Lomnitz (CL)

José Ramón Cossío (JRC)

CL Comencemos hablando del derecho entendido como un arreglo institucional, y no en tanto rama de las ciencias sociales, que es un tema que espero podamos discutir más adelante. El concepto de derecho —entiendo— se refiere a un conjunto de normas establecidas para regular las relaciones humanas. En este sentido, la idea de derecho abarcaría tanto normas transmitidas oralmente —lo que los antropólogos usualmente llamamos costumbres— como normas escritas, que usualmente se conocen como leyes. Y ahí surge mi primera pregunta: ¿por qué existen las normas escritas? ¿Cuál es la importancia de la norma escrita para el derecho?

JRC Lo primero que debo decir es que en el derecho, al menos modernamente, los conceptos de costumbre y ley tienen un sentido muy distinto al antropológico. Por costumbre jurídica entendemos, básicamente, las prácticas que ciertas comunidades realizan, más allá de su forma de transmisión —oral o no—, siempre que se satisfagan dos requisitos: que tengan alguna duración y que estén asumidas como jurídicas. Lo primero implica, desde luego, una reiteración que suponga al menos cierta temporalidad; lo segundo, que los integrantes de la comunidad respectiva asuman que ese modo de actuar es constitutivo de derechos y obligaciones.

En cuanto al tema de las leyes, las diferencias son más profundas. Ley es para el derecho una forma específica de las normas jurídicas. . Aquellas que, emitidas por el legislador —comúnmente electo— mediante un procedimiento reglado, regulan las conductas humanas de manera general, abstracta e impersonal. Estas condiciones procedimentales, orgánicas y materiales hacen difícil distinguirlas de las normas constitucionales o de los tratados internacionales (convencionales). Por lo mismo, se utiliza un criterio de jerarquía para definir su especificidad: por ejemplo, que las leyes estén subordinadas a la Constitución. Entre las normas de tipo general, al menos desde la Ilustración, se reconocen otras muchas. Están las reglamentarias, emitidas por el correspondiente titular del Poder Ejecutivo para desarrollar lo dispuesto en las leyes, además de una enorme gama de disposiciones emitidas por los órganos de la administración pública (circulares, acuerdos, decretos).

Asimismo, existen normas en las que las conductas que regulan no están determinadas en los señalados términos generales, abstractos e impersonales, sino que están precisadas de manera puntual respecto de personas concretas. A éstas se las identifica como individuales o individualizadas. Éste es el caso, por ejemplo, de los contratos, donde hay un comprador y un vendedor; los testamentos, donde interviene un testador y unos herederos; las autorizaciones administrativas, con un órgano estatal y un permisionado o licenciatario; o alguna de las muchas modalidades de las sentencias judiciales (civiles, penales, mercantiles).

A partir de estos elementos es posible considerar que las leyes no son sino una de las especies de normas jurídicas que suelen identificarse como orden o sistema jurídico o, más ampliamente, como derecho, ya sea nacional o internacional, mexicano, japonés, o cualquier otro.

Hechas estas aclaraciones preliminares, vayamos a las preguntas. La primera: ¿por qué existen las normas escritas? La respuesta simple es, me parece, para darle fijeza a las determinaciones que, emitidas desde los órganos de poder, tratan de imponer ciertos comportamientos y evitar otros en las correspondientes jurisdicciones. Los casos del Código de Hammurabi, de los libros de Levítico y Números en el Antiguo Testamento y de las XII Tablas parecen comprobar esta condición para los babilonios, los israelitas y los romanos, respectivamente, desde antes de la era cristiana. En ésta, son muchos y recurrentes los casos de normas escritas en cualquiera de las modalidades que, con cierta extrapolación, actualmente podemos reconocer (acuerdos administrativos, sentencias, testamentos, etcétera).

El derecho escrito es una constante en el proceso de construcción de la modernidad. Ello al menos en dos sentidos: como instrumento de su ejecución o como formalización. En cuanto a lo primero, pensemos en casos como la Carta Magna inglesa, las capitulaciones acordadas entre los Reyes Católicos y Cristóbal Colón, o el Código Civil francés impulsado por Napoleón. En estos tres ejemplos, de lo que se trataba era de impulsar, mediante formas jurídicas, los cambios en las relaciones entre el rey y los señores, las condiciones de exploración y los beneficios de las nuevas tierras, así como las relaciones jurídicas en el incipiente sistema burgués. En cuanto a las formas jurídicas que expresan por escrito lo ya realizado, podemos acudir a ejemplos como la compilación ordenada por Justiniano para formar un solo corpus del derecho romano, las Ordenanzas de Castilla o cualquiera de los Restatements of the Law producidos por el American Law Institute.

Con independencia del tipo de familia al que distintos órdenes jurídicos nacionales puedan adscribirse conforme a las categorías del derecho comparado (romano-germánico, common law, entre otras), cada uno de ellos tiene en la actualidad un fuerte componente de normas escritas. La inmensa mayoría cuenta con normas constitucionales, convencionales, legales, administrativas y un largo etcétera. El hecho de que en todos esos órdenes existan enormes cantidades de normas escritas no significa, sin embargo, que la totalidad de las normas que los componen tengan esa calidad. Pongo un ejemplo.

Los códigos civiles —desde luego escritos— suelen definir los contratos como los acuerdos de dos o más voluntades para crear, transmitir, modificar o extinguir derechos u obligaciones. Con base en sus disposiciones, las personas compran o arriendan bienes o servicios, en muchos casos, a su vez, mediante formas escritas, y en otros, puramente orales, como suele suceder con las compras que a diario hacemos (pan, cigarros, combustible). El hecho de que éstas se realicen por medio de un acuerdo puramente verbal y prácticamente instantáneo entre comprador y vendedor no disminuye en modo alguno la calidad jurídica de la operación, como quedaría en evidencia en el caso de un defecto en el bien o servicio adquirido.

Si bien el pequeño y trivial ejemplo que acabo de exponer muestra amplias posibilidades de creación de normas jurídicas ajenas a la escritura, también pone de manifiesto que su estatus es muy distinto al que los antropólogos —según señalas— suelen darles.

Con base en todo esto, entonces, ¿cuál es la importancia de la norma escrita para el derecho? Respondo abreviadamente: es enorme. Y lo es, porque aun en los casos en que ciertas normas surgen de manera no escrita, las condiciones de creación o de exigibilidad de éstas sí suelen quedar establecidas en normas escritas (leyes y sentencias). Es decir, incluso cuando el contrato, por ejemplo, sea puramente verbal, y así válido, sus condiciones de formulación vendrán determinadas de manera general y abstracta por el código correspondiente, mientras que el reconocimiento de su existencia y la imposición de las consecuentes responsabilidades por su incumplimiento lo estarán en una sentencia judicial.

En el derecho que viene construyéndose desde hace ya muchos siglos, y más allá de las diferencias que marcan los órdenes occidentales-no occidentales o de civil law-common law, lo cierto es que la prevalencia de lo escrito es muy grande. Las constituciones, las leyes, los contratos y tantas otras modalidades normativas se expresan de esa forma. Puede ser que en unos casos se manifiesten con brevedad o con amplitud, como es fácilmente comparable entre muchos de los contratos celebrados en Europa continental o América Latina frente a los que se elaboran en el Reino Unido o los Estados Unidos; o puede suceder que las sentencias judiciales del common law sean usualmente más breves que las dictadas en otros países. Lo cierto es que más allá de volúmenes, la forma de las normas es mayoritariamente escrita.

Sea porque el impulso lo generaron los operadores del derecho (legisladores, jueces, servidores públicos, litigantes, notarios, etcétera) o porque las condiciones políticas imperantes a partir de los procesos iniciados con las revoluciones de finales del siglo xviii y comienzos del xix así lo impusieron, lo cierto es que hoy en día el derecho está concebido y expresado de manera escrita. Por ello, los ejercicios que sobre él se hacen, cualquiera que sea su jerarquía o condición, suelen ser textuales. Dos ejemplos.

Al promoverse un juicio para reclamar la violación de un derecho humano por parte de la autoridad —digamos  del legislador—, las partes en él —agraviado, autoridad y juzgador— terminarán acudiendo a las mismas normas: constitución, leyes, acuerdos —si los hay— y precedentes. Cada uno, desde luego, lo hará con diversos objetivos. El promovente, para demostrar la violación a sus derechos; la autoridad, para demostrar la validez de su actuar; el juez, para resolver la disputa autoritativa y definitivamente. Los tres sujetos, más allá de su número y condición, acudirán en buena medida a los mismos textos. Éstos les servirán como marco común de referencia. Esto es posible, ya que, como acontece en ciertas religiones con sus libros sagrados, han quedado fijados los elementos canónicos a partir de los cuales pueden llevarse a cabo los juegos interpretativos que cada cual estima convenientes o necesarios.

A nivel de normas individualizadas —contratos o testamentos, por ejemplo— las cosas varían en grado, pero no en esencia. Ante el reclamo por el incumplimiento de un contrato y antes de llegar a los tribunales, las partes contratantes o sus abogados tratarán de extraer de la lectura del documento en que aquél haya quedado consignado los supuestos para demostrar la validez de su postura: uno, la efectiva violación del mismo, y el otro, su cumplimiento. El sentido de las conductas reclamadas o argumentadas no se dará en el vacío, sino siempre con referencia a lo que, desde la perspectiva de cada cual, efectivamente se acordó y quedó consignado en el documento.

Lo que los dos ejemplos muestran es que algunas de las disputas sociales que adquieren forma jurídica se dan no entre las personas en sí —al menos no de manera directa—, ni tampoco sobre lo que cada cual piensa que hizo o dejó de hacer su oponente. Los conflictos se resuelven por medio de los textos en los que quedaron establecidas las normas jurídicas pertinentes. Aquí es donde encuentro la generalizada y relevante presencia de lo escrito en el derecho.

Hay una tercera cuestión que me parece importante analizar dada su relación con lo que estamos discutiendo: ¿cuál es la condición en el derecho de eso que los antropólogos llaman costumbre tal como tú lo señalaste? Para responder conviene poner en contexto el lugar de la costumbre jurídica en general. Éste es el resultado del “reconocimiento” que en buena medida le da el derecho escrito, primordialmente mediante normas generales de origen legislativo. En el ámbito internacional, el artículo 38, fracción 1, inciso a) del Estatuto de la Corte Internacional de Justicia dispone que ésta podrá resolver las controversias que le fueren sometidas con base en la costumbre internacional. En el nacional existen variadas formas de reconocimiento de la costumbre. Por ejemplo, en el plano constitucional, el último párrafo del artículo 180 de la Constitución de Nicaragua establece como obligación del Estado garantizar la preservación de las culturas, lenguas, religiones y costumbres de las comunidades de la Costa Atlántica. En el legal, también por ejemplo, el Código Civil de Michoacán dispone en su artículo 269 que, en el usufructo de monte tallar, el usufructuario podrá hacer las talas o cortes ordinarios que haría el dueño acomodándose en el modo, porción o época a las leyes especiales o a las costumbres del lugar.

Como es evidente, en estos tres casos, la posibilidad jurídica de las costumbres depende del derecho establecido por escrito. Sin embargo, y a diferencia de lo que en buena medida acontece con el propio derecho escrito, su contenido concreto no. Dicho de otra manera, lo que sea la materialidad de la costumbre misma es algo que el derecho escrito no determina, sino que simplemente reconoce. De este modo y bajo tales condiciones, lo que los antropólogos llaman costumbre puede tener un sentido no sólo social, sino también normativo.

Supongamos que, en el caso de las talas llevadas a cabo en tierras michoacanas, tuviera que identificarse la correspondiente costumbre para determinar si el usufructuario incurrió o no en irresponsabilidad. ¿Cómo se procedería si, como quedó dicho, la ley simplemente dispone que la acción sea conforme a las costumbres del lugar? Lo correcto jurídicamente sería, muy posiblemente dentro de un juicio civil, determinar cuáles son los procederes habituales de la tala, independientemente de si su transmisión ha sido oral o por otra vía.

Una última consideración: existe —desde luego— la posibilidad de que ciertas comunidades o grupos actúen de cierta forma, más allá de si nos resulta o no aceptable, conforme a sus propias costumbres en el sentido estrictamente antropológico. Frente a tales acciones, el Estado, concebido en nuestra modernidad muy weberianamente como el monopolizador del uso legítimo de la fuerza, se encontrará en una disyuntiva. La primera opción sería admitir que estas acciones son conformes con el orden jurídico imperante y, por lo mismo, no haría nada al respecto; la segunda sería entenderlas como contrarias al orden jurídico y, por lo tanto, ilícitas, cuando no delictivas. Bajo la imagen idealizada en que se han construido los órdenes jurídicos modernos, y por supuesto más allá de sus capacidades reales para lograrlo, éste es el papel que desde mi punto de vista tienen la costumbre y la ley en el mainstream jurídico.

CL Tu exposición me ha hecho caer en cuenta de lo mucho que no sé sobre tu profesión. Y es que la relación entre la antropología y el derecho está marcada por una enorme disparidad, pues el derecho es tanto una ciencia social como una profesión liberal, mientras que, con la excepción de la antropología forense, la antropología no es una profesión liberal, o lo ha sido sólo de manera incipiente. El derecho es, por lo tanto, un campo enorme, lleno de especialidades, y si te pidiera que me explicaras las características de las ramas del derecho (el derecho penal, el administrativo, el tributario, etcétera), sospecho que no acabaríamos nunca.

Entonces, quisiera preguntar una sola cosa: ¿qué es el derecho civil? ¿El mundo hispánico siempre estuvo regido por el derecho civil? Desde el punto de vista histórico, ¿qué tan profunda es la tradición jurídica que rige en México o Iberoamérica?

JRC Lo que planteas tiene, en realidad, varios elementos. . El primero y más importante trata de aquello que llamamos derecho. La expresión se utiliza comúnmente —con mayor o menor precisión técnica— para aludir a tres cosas. La primera es una ciencia social que tiene como objeto de estudio las normas jurídicas. En ocasiones se habla de ciencia jurídica, de jurisprudencia o de dogmática jurídica; éstas aluden a la manera en la que, desde un punto de vista científico, se identifica, constituye y explica el objeto de estudio.

En su visión dominante, el estudio del derecho se realiza sobre normas jurídicas y no —y esto es esencial— sobre las prácticas que crean o aplican tales normas. Así, por ejemplo, si se estudia la constitución o el código penal de un país, lo que un jurista haría es considerar las normas de ese ordenamiento, los sentidos que a ellas han dado los tribunales autorizados u otros órganos pertinentes, y proponer lo que, a su juicio, es la interpretación que corresponde a las normas involucradas. Como en otros quehaceres con pretensión de cientificidad, lo propuesto por ese jurista será contrastado con lo escrito por otros juristas hasta componer un corpus de autoridades. Este último será utilizado en la formación de quienes estudien derecho, por quienes lo practiquen como litigantes o jueces y, en general, por quienes tengan necesidad de identificar los sentidos más comunes o, al menos, más previsibles de las normas involucradas en un asunto determinado.

Como apunté, el objeto de estudio de la ciencia jurídica suele constreñirse a las normas. Pero las prácticas humanas suelen asignarse a lo que hasta hace muy poco se llamaban “disciplinas auxiliares” del derecho. Entre ellas, la antropología, la sociología, la economía y todas las demás que pudiéramos considerar que explican algo de esas prácticas o, más en general, de los fenómenos relacionados con el derecho. En el sentido duro e, insisto, muy dominante, esta dualidad se explica porque los juristas viven en mundos normativos y suponen —la mayoría de las veces vergonzantemente— que su quehacer se reduce a conocer los sentidos normativos ya explicados. Así, si a uno de ellos se le pregunta por lo que suelen hacer los jueces o sobre las condiciones en las cuales se dan los fenómenos delictivos, remitirán la respuesta a quien sí lo sepa, sea éste sociólogo o psicólogo.

Un segundo sentido del derecho —menos utilizado— se refiere a quienes lo practican. A quienes “hacen” algún tipo de derecho, pero no otro (registradores, certificadores, etcétera). En esta acepción, en los sistemas anglosajones —sobre los que luego volveré— suele darse el carácter más importante a los jueces y a los abogados que comparecen ante los tribunales. Por el contrario, en los sistemas de derecho romano o romano-germánico se asigna un papel más relevante a los legisladores y después de ellos a los jueces, sin involucrar tan directamente a los abogados.

El tercer sentido del derecho es realmente importante, tanto como el primero. Se habla de derecho para aludir al conjunto de normas vigentes en un país o en el ámbito internacional, pero también para referir a un ordenamiento (código civil, ley mercantil) o, inclusive, a un artículo de una ley, a un contrato o a una decisión judicial. Dado que como derecho se alude así a normas o conjuntos de normas, escritas o no escritas, generales o individuales, creadas por las autoridades o por particulares, nacionales o internacionales, vigentes o históricas, efectivamente se presentan confusiones. Aun entre quienes practican el derecho suele haber discusiones para determinar, por ejemplo, si la costumbre indígena es derecho o es un hecho, o si la decisión de un órgano internacional atañe o no a un Estado nacional.

Sin suponer que en lo que acabo de decir hay unanimidad, lo cierto es que sí hay una aceptación muy amplia, tanto entre juristas como entre practicantes: suele aceptarse como elemento común la existencia de un acto de autoridad estatal que crea la norma o que delega sus posibilidades de creación en quienes no lo son. En el primer caso estarían las leyes establecidas por un congreso; en el segundo, los contratos convenidos con base en esas leyes.

En la concepción anterior descansa la idea de las así llamadas “ramas” del derecho. Éstas no son sino divisiones operativas establecidas por los juristas con base en las maneras en las que se concibió, se creó o se practica el derecho. Desde tiempos muy remotos se distinguió entre las normas que se aplicaban a los ciudadanos en general y las que se aplicaban a los comerciantes o a los delincuentes, por ejemplo. También entre las que tenían que ver con la organización de las autoridades estatales y las que estrictamente organizaban a la administración pública. Las categorizaciones generales (derecho civil, comercial, marítimo, penal, etcétera) han subsistido en lo general durante siglos. De tanto en tanto, los cambios sociales han generado la necesidad de nuevas normas y prácticas; con ello, las necesarias sistematizaciones hechas por juristas y, como resultado de todo lo anterior, han aparecido nuevas ramas del derecho. Hablar del derecho ferroviario hace 150 años, del eléctrico hace 100 o del de las telecomunicaciones hace 20 es un ejemplo de lo que acabo de decir. En el mismo sentido, hablar del derecho de los esclavos hoy en día es un vergonzoso aspecto histórico, pero no una rama vigente del derecho —si es que alguna vez llegó a serlo—, más allá de las disposiciones civiles o mercantiles con las que tales asuntos se regulaban.

Una vez que una rama del derecho se ha establecido o, tal vez mejor, como parte de su establecimiento se genera toda una especialidad y con ella la correspondiente institucionalización. Pensemos en el derecho civil. Hay leyes cuyos ámbitos de aplicación son acotados, se crean tribunales especializados para resolver los casos conducentes, se abren materias y se designan profesores preparados, hay organizaciones de abogados civilistas y se publican libros y revistas. En fin, se crea todo un andamiaje de conocimientos, personas y prácticas que definen un campo y, desde luego, lo hacen distinguible de otros.

Lo que finalmente compone una rama del derecho son varios elementos. En primer lugar, la existencia de una materialidad susceptible de traducirse en normas jurídicas o, visto desde otro ángulo, la imposición de un sentido jurídico específico a cierta materialidad creada y definida por el mismo derecho. Por ejemplo, lo propio del derecho indígena son, evidentemente, las maneras en las que se llevaron a cabo las identificaciones de pueblos, comunidades e indígenas en particular, tal como el derecho marítimo se aboca a aspectos vinculados con rutas de navegación, embarcaciones, tripulaciones, entre otros. Dada la búsqueda de preminencia de lo normativo sobre lo fáctico, esto no quiere decir que lo material se imponga sobre lo normativo, sino que la manera en la que lo normativo, por decirlo así, representa y recoge lo material es lo que finalmente constituye a cada una de las ramas del derecho.

Me preguntaste por lo que en el mundo hispánico era el derecho civil y la respuesta simple y directa es —como lo  apunté al describir las ramas del derecho—: un conjunto de normas, prácticas, saberes e instituciones, relacionados de diversas maneras con las personas y con los modos en que éstas se vinculan jurídicamente entre sí. Pero quizá lo que buscas sea establecer un elemento de contraste entre el common law y el derecho civil o civil law, más como expresiones de culturas jurídicas que como normatividades específicas, lo que nos ubica en un campo distinto.

Desde este nuevo contexto de derecho civil, se alude al conjunto de órdenes jurídicos nacionales que comparten entre sí ciertas categorías. En el primer caso, el civil law está comprendido por aquellos órdenes originariamente europeos continentales —y luego muchos más en el mundo, entre ellos los hispanoamericanos—, en los que funcional e ideológicamente se le asigna un papel central a lo hecho por legisladores centralizados mediante códigos o grandes ordenamientos legales. En cuerpos normativos extensos en los que de manera general, abstracta e impersonal se definen los supuestos regulatorios de las conductas humanas. En donde, por ejemplo, las condiciones de celebración de un contrato se establecen de modo muy amplio a efecto de que, por una parte, una gran cantidad de operaciones distintas puedan ser reguladas, y por otra, el contrato no se elabore en términos casuísticos.

En una mezcla entre funcionalidad e ideologización, en los sistemas de derecho civil se les asigna preminencia a los legisladores, por suponer que son ellos los que crean las normas, si no en su sentido total, sí al menos en cuanto a sus rasgos definitorios. Simultáneamente, se asume que los jueces no tienen sino un papel residual en las determinaciones normativas, tanto que durante largas épocas se los miró, en palabras de Montesquieu, como las bocas que pronunciaban las palabras de la ley. Esta explicación nunca fue del todo exacta, pero sí resultó útil para mantener una caracterización que en mucho pervive fuera de ciertas áreas del derecho —constitucional e internacional, destacadamente—. En paralelo a estas condiciones normativas y culturales, en los sistemas de civil law suele darse gran importancia a los libros en los que los juristas identifican, explican o critican los sentidos de las normas jurídicas, más con base en la legislación que en lo resuelto por los tribunales.

Otra cuestión interesante es la relativa al pedigrí del civil law y de los ordenamientos que suelen comprenderlo. En ocasiones se asume que el origen es romano; en otras, una mezcla de este derecho y del canónico de fuente católica, y en otras más, de este mismo con el germánico. Por supuesto que en todo lo anterior hay disputas sobre énfasis o caracterizaciones, pero lo relevante es que se entiende compuesto por elementos de ese origen.

Por contraste, el common law alude a los sistemas jurídicos de origen anglosajón, como el estadounidense, el de las antiguas colonias inglesas o el de los países de la Commonwealth. Lo que más destaca en estos ordenamientos nacionales es —nuevamente en condiciones ideológico-funcionales— la primacía de jueces y litigantes en la creación de las normas jurídicas y un menor peso de las legislaturas y los juristas en tales tareas. La caracterización de estos sistemas no tiene que ver tanto con la posibilidad del parlamento o del congreso —poderosísimos en Reino Unido y Estados Unidos— de crear normas escritas, sino con la idea de que los sentidos relevantes de las mismas son los que finalmente determinen los tribunales.

Derivado de los procesos colonizadores realizados en el continente americano por españoles y portugueses, la condición jurídica de los países herederos de la región quedó asimilada al derecho civil y canónico. En los procesos de independencia la mayor parte de los países asumieron criterios estadounidenses, españoles (Cádiz) y franceses para construir sus nuevas constituciones, pero la práctica del derecho siguió siendo preponderantemente española. Con el avanzar del siglo, se copiaron muchas de las normas jurídicas francesas, sobre todo los cinco códigos napoleónicos (civil, procedimientos civiles, penal, procedimientos penales y comercial), con lo cual se amplió tanto la dependencia normativa como la cultural. Los países de la región quedaron completamente vinculados con las normas, prácticas y explicaciones provenientes primordialmente de Europa continental.

La profundidad de las concepciones o modos de operación del civil law sigue estando muy presente en los órdenes jurídicos de los países hispanoamericanos. En una gran cantidad de materias son desde luego dominantes. En otras, por el contrario, se han introducido entendimientos del common law, primordialmente por la adopción de disposiciones regulatorias del derecho estadounidense (telecomunicaciones, competencia económica, energía y bancos).

CL Una de las causas de mi propia ignorancia del derecho es que crecí con la idea —o quizá el dogma— de que en México existía una distancia insalvable entre eso que los escritores llamaban “el país legal” y “el país real”. Y nosotros, los antropólogos sociales, solíamos asumir una postura algo soberbia al respecto de esta dicotomía. Considerábamos que, con nuestro trabajo de campo, nos acercábamos al “país real”, mientras que el derecho se dedicaba a construir un mundo de fantasía.