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OPINIÓN

Economía en un día • Macario Schettino

¿Es cierto que la tecnología acaba con los empleos?

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¿Cómo se determina el precio de un artículo?

¿Por qué hay que pagar una tasa de interés por un crédito?

Con una maestría y claridad excepcionales, Macario Schettino nos adentra en el mundo de la economía sin ecuaciones ni gráficas, con ejemplos claros y un gran sentido del humor. Schettino comienza por la economía del hogar: con el ahorro, el crédito, la inversión. Ampliando el panorama explica luego la economía de las empresas y su administración. Después, cómo funciona el mercado y finaliza con lo que ocurre al interior y al exterior de un país. Sin dejar de lado temas de gran actualidad, como la dificultad para generar empleos, el papel del gobierno en este mundo nuevo, los impuestos y el gasto, abarca también temas polémicos: como crecimiento, desigualdad, pobreza y crisis. Por todo ello, éste es, sin duda, un libro indispensable.

Fragmento del libro “Economía en un día” de Macario Schettino (Booket Paidós), © 2022. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

Macario Schettino es profesor investigador de la Escuela de Gobierno y Transformación Pública del Tecnológico de Monterrey, columnista en El Financiero y comentarista en Dinero y Poder (Canal 11). Fue Coordinador General de Planeación en el Gobierno del Distrito Federal y ha sido directivo en instituciones académicas y medios de comunicación, así como consultor de partidos políticos, empresas y gobiernos. Ingeniero Químico, maestro en Economía, doctor en negocios y candidato a doctor en Historia.

Economía en un día | Macario Schettino

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Las compras

El precio de las cosas, de los bienes y servicios, no tiene nada que ver con eso que llamamos “valor”. Esto es algo que molesta a muchas personas, que creen que precio y valor deberían ser lo mismo, o al menos moverse juntos, pero no es así. Algunas cosas muy “valiosas” no logran alcanzar un precio muy alto, y por lo mismo pueden acabar arrumbadas por ahí. La razón es muy sencilla: el “valor” es una estimación personal que tenemos de algo que no necesariamente coincide con lo que los demás piensan, mientras que el precio es el resultado de lo que todos creen. Más fácil: lo que puede ser valioso para unos no lo es para otros, y si los que consideran valioso un objeto son una minoría, pues su precio será bajo.

El precio de las cosas es resultado de cuántos las quieren, y qué tanto las quieren. Cuando son muchos los que desean comprar un objeto, ese objeto será caro, sin importar si en su producción participaron destacados artistas por varios meses, o si los hizo una persona normal en unos pocos minutos. Lo que importa no es cuánto se trabajó en hacer ese objeto, sino cuánto lo quieren los compradores.

Mientras más personas quieran comprar algo, más costará adquirirlo. No importa qué sea, ni cómo se hizo, como decía. Pero ese precio no sólo depende de cuántos quieren comprar, sino de cuánto hay. Si hay mucho, el precio será bajo; si hay poco, el precio será alto. Y “poco” o “mucho” se mide en relación con cuántos lo quieren.

Un ejemplo puede ayudar. En tiempo de calor muchas personas quieren comprar limones para hacer limonada. El precio del limón sube. Cuando los productores ven que se está vendiendo mucho, intentan enviar más al mercado. Cuando llega ese nuevo embarque de limón, el precio baja. Si de pronto empiezan las lluvias y la gente decide mejor tomar chocolate caliente, se compra menos limón, y el precio baja aún más. Como bajó, los productores deciden mejor ya no mandar más limones, para que el precio suba. Y así va ocurriendo: cada día el precio puede ser diferente porque hay pocos o muchos limones en comparación con la cantidad que las personas quieren comprar.

Decíamos que es difícil aceptar que el precio de las cosas no tiene que ver con cuánto costó hacerlas. En el caso de los limones a lo mejor no hay mucho sentimiento involucrado, pero con otras cosas eso sí ocurre. Por ejemplo, las artesanías, que suelen requerir una cantidad importante de trabajo —figuritas de barro, sombreros de paja tejida, alfombras hechas en telar, por ejemplo—. Sin embargo, no muchas personas quieren comprar estas artesanías, porque no saben en dónde ponerlas. Compran algo, para recordar su viaje o regalar a sus amigos, pero no mucho más. En consecuencia, como son pocos los que compran, el precio de las artesanías no puede subir, y eso significa que el trabajo de los artesanos se paga muy mal.

Un ejemplo contrario: imagine usted el maíz, que consumimos como alimento básico desde México hasta Perú. La cantidad que producimos no alcanza para lo que nos comemos (y lo que comen los animales), de forma que algo se importa. Estados Unidos es un gran productor de maíz, especialmente del que comen los animales. Pero en ese país, hace unos años, se pensó que como una alternativa frente a la crisis energética y el cambio climático sería bueno usar el maíz como fuente de energía y no como alimento animal, de forma que se promovió la transformación de maíz en jarabe y luego en alcohol (etanol) para ser usado como combustible. Puesto que de pronto había más personas queriendo maíz (los que lo comemos, los animales, y ahora los productores de energía), el precio subió. Pero al subir, todos tienen que pagar más: los que lo comen, los que lo usan para sus animales, y los que producen energía. Estos últimos no tienen problema, porque precisamente ésa era la política: promover su uso energético, de forma que el gobierno les pagaba parte del costo. Pero a los que lo comen o los que lo dan a sus animales, el precio les subió de pronto sin tener ningún apoyo de su gobierno.

Aquí tenemos dos casos en los que los precios no reflejan lo que nosotros pensamos que deberían reflejar. En el primero, suponemos que el trabajo de los artesanos debería pagarse bien, pero eso significaría artesanías más costosas. En el segundo, que el maíz no debe ser muy caro, porque eso implicaría que las personas con menos ingresos no lo van a poder comprar, y es su alimento principal. En estos casos, la discusión entre precio y valor se vuelve muy dura. Las artesanías deberían valer más, el maíz debería valer menos.

Pero las cosas no valen, cuestan, y su precio lo determina su cantidad. Si hay mucho de algo, su precio es bajo; si hay poco, su precio es alto. Y mucho o poco se mide en comparación con cuántas personas lo quieren, y qué tanto lo quieren. Esto así es, así ha sido, y así será. No importa mucho lo que pensemos, es la forma en que funciona la sociedad humana, y siempre ha funcionado igual, aunque algunos crean que hubo una época en que funcionó mejor, mientras otros afirmen que habrá una época en que así ocurrirá. No es cierto.

Los que afirman que hubo una época en la que las cosas tenían un valor intrínseco, es decir, por sí mismas, tienen información equivocada. En toda la historia de la humanidad, los precios han reaccionado siempre a esa diferencia entre cuánto hay y cuánto se necesita. Si de pronto había un par de años de sequía y la producción de grano bajaba, el precio subía muchísimo, y los que no podían pagarlo se morían de hambre. En muchos de los imperios de la antigüedad los gobiernos acumulaban grano para que cuando hubiese escasez pudiesen sacarlo de los almacenes y con eso evitar un incremento de precios, y el hambre y muerte que seguían. Pero si el gobierno no había guardado grano, no podía hacer nada para impedir el alza de precios. Si decidía obligar a los comerciantes a vender barato, lo único que lograba era que el grano se acabara más rápido, y al final ocurría lo mismo: escasez y hambre.

Los que afirman que habrá una época en la que las cosas tengan un precio equivalente a su valor nunca han podido explicar cómo ocurrirá eso. Sus argumentos suelen ser de tipo religioso o moral: “De cada quién según su capacidad, a cada quién según su necesidad”. Se oye bonito, pero ¿quién decide cuál es la capacidad y la necesidad de cada uno? La persona que va a decidir eso, ¿no preferirá menospreciar las necesidades de los demás para quedarse con más y luego venderlo? ¿O no preferirá sobreestimar la capacidad de los demás para que produzcan mucho y así haya suficiente para todos y más aún? Ocasionalmente se encuentra uno personas que son capaces de actuar correctamente, pero es poco común. Precisamente por eso se les llama santos, santones, o simplemente buenas personas.

Hay ciertas cosas que efectivamente tienen un valor que no se somete nunca al vaivén de los que producen y compran. La mayoría de esas cosas tienen que ver con los sentimientos de las personas: alegrías y tristezas, amores y engaños, eso no tiene precio, como dicen los anuncios de las tarjetas de crédito. Pero, siguiendo el mismo anuncio, para todo lo demás… hay que averiguar cuántos quieren y cuánto hay.

Entonces, el precio de los bienes y servicios no está determinado por cuánto trabajo costó producirlos, o por la calificación de quienes participaron en su producción, sino sólo por su abundancia o escasez relativa. Si hay mucho de un bien comparado con cuantos lo quieren, pues el precio será bajo. Si hay poco de un bien comparado con cuántos lo quieren, el precio será alto. Ciertas cosas que son imprescindibles para seguir vivos, como el aire, el agua, los cereales, son tan abundantes que su precio es relativamente pequeño. Antes se decía que el aire y el agua eran gratis, pero ya sabemos que no es así: mantenerlos limpios y tenerlos a la mano sí cuesta. Pero de cualquier manera, cuestan relativamente poco. En cambio, una pintura de un gran maestro del siglo XVI puede costar muchos millones de dólares. No porque tenga más utilidad que el aire, el agua o los cereales, sino porque muchas personas la quieren, y sólo hay una. ¿Vale más la pintura que el aire que respiramos o el agua que bebemos? Lo dudo, pero tampoco importa.

Si el precio de una cosa depende de cuántos la quieren y de qué tanto la quieren, entonces algo que sería muy útil saber es por qué las personas quieren ciertas cosas y no otras. A grandes rasgos, una persona va a adquirir cosas que le gustan, que puede pagar con su ingreso, y que en comparación con otras, resultan baratas. Veamos estos tres casos.

Primero,

la gente compra lo que le gusta.

Nuevamente, en esto hay grandes discusiones contemporáneas acerca de cómo vivimos en una sociedad consumista y cómo sería preferible regresar a vivir como buenos salvajes. Eso de los buenos salvajes es un cuento, porque la única época en que los seres humanos vivimos en sociedades razonablemente igualitarias, sin abusos y consumiendo sólo lo necesario ocurrió en lo que genéricamente se llama “Edad de Piedra”. Hasta hace 20 mil años así era, y entonces moría uno de cada cuatro niños al nacer, las madres rara vez sobrevivían cinco o seis partos, y era poco común que alguien superara los 50 años de edad. Esa época no es tan romántica como imaginaba Rousseau, que fue quien popularizó la idea del buen salvaje hacia mediados del siglo XVIII, o sus seguidores, alemanes e ingleses, que precisamente se llamaron “románticos”.

Los seres humanos somos animales, y como todos, nos interesa sobrevivir y reproducirnos. Además, somos animales sociales, de forma que nos es muy importante formar parte de grupos y escalar a lo más alto al interior de esos grupos. Ésas son las necesidades básicas de un ser humano, y eso es precisamente lo que va a querer adquirir. Y como eso es lo que quiere, eso es lo que van a tratar de venderle los comerciantes:

• Por ejemplo, para sobrevivir necesitamos comer y evitar que nos coman. Y comer, para primates como nosotros, significa conseguir ciertos nutrientes muy importantes, especialmente azúcar y grasa, por la cantidad de energía que tienen, y sal, porque es indispensable para el equilibrio químico interno del cuerpo. Entonces, preferimos cosas dulces y saladas, y con grasa. Por eso nos encantan los pastelitos con mucha mantequilla, y las papas fritas, y todo lo demás que ahora nos engorda. No es porque sea malo consumir estos alimentos, al revés: es lo que necesitamos. Pero hace miles de años era difícil conseguirlos, y había que caminar mucho y esforzarse para ello. Se gastaba tanta energía como se comía, de forma que no se engordaba. Hoy, la puede pedir a domicilio para no moverse de su televisión. Por eso engorda.

• Nos interesa evitar que nos coman, así que estamos hechos para entender las amenazas más rápido que las oportunidades. Si percibimos algo que nos puede causar daño, reaccionamos de inmediato. Por eso las noticias que nos llaman la atención son las que hablan de desastres, calamidades, crímenes, conflictos. Y eso es lo que nos venden los noticieros, periódicos, y los chismosos del edificio.

• Nos interesa reproducirnos y por eso la mercadotecnia enfatiza el carácter sexual en los anuncios, así como la evidencia de poder (que, dicen, es el mejor afrodisiaco). Es lo que vende.

• Como nos interesa pertenecer a un grupo, intentamos encontrar comportamientos similares a los nuestros, para enfatizarlos, y eso es lo que se llama “moda” entre los que venden. Y esa moda la fijan quienes están bien colocados en el grupo, es decir, los que llamamos exitosos.

Pero todo esto es lo que se critica continuamente diciendo que vivimos en una sociedad consumista y decadente, como nunca antes se había visto. Eso no es cierto. Todos estos comportamientos se pueden encontrar en las sociedades humanas, en las antiguas y las modernas, en las más industrializadas y en las que viven en condiciones límite. Todos somos humanos y reaccionamos igual.

Lo que puede variar es la forma en que lo hacemos, pero todos queremos comer, evitar que nos coman, reproducirnos, pertenecer y ascender. Si el hombre fuerte del grupo le encontró atractivo a las conchas de mar para adornarse, todos lo hacen (y lo hicieron hace más de 50 mil años). Si se le ocurrió a alguien que era buena idea pintarse de color rojo, todos lo siguen (y lo siguieron hace 70 mil años, usando ocre). Hoy ya no usamos conchas y ocre, pero sí joyas y maquillaje. Ah, y ahora la moda son los tatuajes.

Muchas de las cosas para las que evolucionamos hace miles de años ya no tienen sentido hoy, pero eso no es fácil de corregir. Hoy sería preferible que comiéramos menos, o que nos atrajeran menos los cuerpos curvilíneos o el estatus, o que rechazáramos la prensa amarillista. Pero no es así.

Segundo,

la gente compra lo que su ingreso le permite.

Esto no debería ser muy difícil de aceptar, pero tiene sus detalles. Conforme el ingreso de una persona crece, la forma en que compra va cambiando. Puesto que hay un mínimo que se debe de consumir para seguir vivo, lo primero a lo que se dedica el ingreso es a eso: a comer. Una vez superado ese mínimo, ya se pueden adquirir otras cosas: ropa, energía en los lugares fríos, un techo. Cuando ya todo esto se logró, vienen cosas que hace unos pocos siglos (casi) nadie adquiría: salud, educación, entretenimiento, transporte. Así, conforme el ingreso de una persona crece, primero se satisfacen las necesidades elementales como comer, luego las que tienen que ver con seguridad (ropa, energía, casa), y luego las que nos hacen sentirnos bien (salud, educación, entretenimiento, transporte).

Cuando el ingreso crece, las necesidades elementales van consumiendo una proporción cada vez menor de ese ingreso, y las de seguridad crecen. Después, éstas también reducen su importancia y las que aumentan son las que nos hacen sentirnos bien. En general, en este inicio del siglo XXI, hasta ahí llegamos la inmensa mayoría de los humanos, pero hay unos pocos que tienen ingresos tan elevados que pueden proceder a un nivel adicional de satisfactores, que creo que podemos llamar de simple ego: casas inmensas, transportes absurdos, etc. Pero no es el caso de la inmensa mayoría de los seres humanos.

Si las cosas que uno compra cambian conforme uno tiene más ingreso, entonces esto significa que ciudades o países con ingresos altos requieren cosas diferentes en comparación con ciudades o países con ingresos bajos. En estos últimos, la mayor parte del consumo será de alimentos, ropa y energía. En los primeros, la mayor parte del consumo será de educación, esparcimiento y transporte.