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Cartas de amor y rebeldía • Lydia Cacho

Lydia Cacho describe su biografía a través de estos fragmentos de escritos.

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Escrito en OPINIÓN el

La reconocida autora, Lydia Cacho, publica un libro hacia una mirada interior a su vida, los retos y alegrías que ha vivido. Esta publicación no tiene grandes pretensiones, son los fragmentos históricos de una vida bien vivida, los secretos de una chica rebelde, los amores de una feminista, sus discusiones, pérdidas, confesiones, serendipias y revelaciones. Es la historia de cómo llegó de vuelta a mis manos el otro pedazo de mi corazón para no morir de hastío.

Cuando mi madre me entregó la primera libreta en 1975 y me dijo “escribe lo que sientes”, sin saberlo iniciaba un viaje que ella quiso recorrer también, pues soñaba con ser escritora.

Sus cartas aquí publicadas son un homenaje a ella, que ya muerta publica un retazo de su palabra que inexorablemente va atada a la mía.

Lydia Cacho, describe su biografía a través de estos fragmentos de escritos.

“No sé quién soy

ni lo que quiero ser

algo me come el corazón

quién podrá entender este dolor

tormento sin nombre, sinrazón

que nada tiene que ver con el amor.

El mundo afuera es cruel

ser niña es un reto incomprensible

estar sola, sentirse invisible

frente a la noche oscura y no poder volver.

No somos libres para ser y hacer

ser niña es peligroso

rebelarse contra lo injusto

es doloroso”.

Fragmento del libro “Cartas de amor y rebeldía” de Lydia Cacho, editorial Debate, Cortesía Penguin Random House.

Lydia Cacho nació en la Ciudad de México en 1963. A los veintitrés años inició su carrera periodística a la par de trabajar como defensora de los derechos humanos de mujeres y niñas. Desde los dieciséis es feminista.

Cartas de amor y rebeldía | Lydia Cacho

#AdelantosEditoriales

 

Preámbulo

Desde el exilio escribo este libro que inesperadamente se puso frente a mis manos vacías y temblorosas, negadas a escribir una palabra más sobre lo injusto, porque la muerte nuevamente me pisó los talones y mis piernas cansadas querían detener el paso, darse por vencidas, entregarse al vacío, a la pérdida, al agotamiento y a la soledad.

El 23 de julio de 2019 unos sicarios entraron en mi hogar, mataron a mis perras, fieles compañeras de mis días, mientras la fortuna quiso que mi viaje encontrara obstáculos para no llegar a tiempo a lo que parecía el último enfrentamiento con la muerte. Hui de México cuando dos expertos de la Interpol y la Administración de Control de Drogas (DEA, por sus siglas en inglés) me aseguraron que ésta sí era, efectivamente, la última llamada de los poderosos líderes de las mafias de tratantes de niñas, pues su emporio se resquebrajó en abril de ese mismo año con mis últimas declaraciones y más tarde con la alerta roja de la Interpol que los convirtió en prófugos de la justicia internacional.

Antes de sentarme a escribir este libro pasé por un angustioso periplo por Nueva York, California y España. Había pagado una gran cantidad de dinero a un abogado de migración estadounidense para que me consiguiera una visa de trabajo, que fue preaprobada, y dos semanas después Trump ordenó la cancelación de nuevas visas de trabajo para periodistas y escritoras mexicanas. Pasé en silencio incesantes noches de angustia, llantos nocturnos bebidos en soledad en las habitaciones de diez viviendas diferentes. Mientras tanto, sonreía débilmente ante mis amistades y familiares para evitar angustiarlos más. Durante las noches me observaba rumiar la ansiedad alejando ráfagas de pensamientos suicidas frente al espejo, diciéndome cada día:

“Lydia, también esto habrá de pasar”.

Una mañana, luego de comprar verduras en el mercado en Madrid, me desvié para entregarle algo de comer a una joven sin hogar que vivía escondida en un portal al lado del piso que arrendaba; ella me confesó que no quería ni refugio ni hogar, la heroína le arrebató la voluntad de añorar. Al volver a casa me consolé pensando absurdamente en el privilegio de no estar en una situación tan precaria, sólo para descubrirme más tarde frente a un listado de gastos del exilio, viendo que mis ahorros empequeñecían rápidamente ante una vida en fuga.

Conforme pasaban los meses aumentaba mi angustia por la búsqueda de un estatus legal que me permitiera permanecer en algún país que me acogiera, sin la amenaza de que ese refugio temporal terminara pronto y me forzara a volver —en medio de una crisis pandémica— a manos de los sicarios y de un gobierno mexicano que avala la impunidad. Mientras trabajaba de sol a sol para mantener dos vidas suspendidas, en un país europeo con mi economía de reportera mexicana, mis amistades del alma me cobijaron haciendo un poco más llevadero el periplo.

Un médico argentino en Madrid, luego de revisarme y advertir el alto costo que el estrés postraumático cobraba en mi salud, me dijo que estoy sufriendo el “síndrome de la exiliada”: tengo el corazón partido por la mitad, un fragmento en México y otro aquí, en España. Debía buscar la forma de traer esa otra mitad conmigo, porque hay vacíos que paralizan, que pulverizan la esperanza y nos acercan a la muerte emocional y biológica.

Había algo que necesitaba para sentirme más cerca de ese metafórico corazón: las cartas que durante toda una vida me escribió mi madre, las que me escribieron amistades y familiares, las que yo escribí y con los años fui recuperando porque la gente había pensado tirarlas y prefirió preguntar si me interesaban. Y mis diarios, desde ese primer cuaderno que mi madre me obsequió a los doce años para que documentara historias, hasta el de mis viajes de investigación de 2018. Fue entonces que llegaron poco a poco en manos de amistades que, pandemia de por medio, pudieron viajar entre México y España, ayudándome paulatinamente a repatriar mi pasado.

Comencé a releer las cartas y los diarios, tapicé una pared con fotografías de instantes simbólicos, viajes y momentos clave de mi carrera periodística. Inicié entonces la aventura de un éxodo en el que rescaté a la niña que a los doce años habló por vez primera sobre la muerte y el suicidio, la que huyó de casa y aprendió a amar mirando a sus abuelos caminar por un puente tomados de la mano. Al transcribir las cartas y fragmentos de los diarios, fui acercando la vida de la que soy en 2022 a la de la joven que soñaba con una vida de aventuras.

Sin intentarlo siquiera, arrastré mi pasado hacia un pequeño estudio en un antiguo barrio madrileño —como quien trae un animal herido a casa— y escribiendo en mi computadora portátil fui sanando, hasta que un buen día descubrí que revivía. Estaba escribiendo la biografía de una vida inacabada y, mientras lo hacía, recogía retales de mi corazón regados por el mundo.

Durante treinta y seis años personas de mi entorno y quienes leen mis obras han preguntado cómo llegué hasta aquí, qué secreto subyace detrás de una mujer que a los veintidós años decidió lanzarse a la aventura de la defensa de los derechos humanos y la libertad de expresión bajo la consigna de que se debe vivir desde la congruencia y, de ser necesario, pagar las consecuencias de semejante atrevimiento. Cualquier respuesta ha sido siempre una fácil huida para no profundizar en toda una vida de asombro y rabia, de inseguridad y fortaleza interna, de búsqueda, miedo, pasión y desconocimiento, habitada desde niña por una ansiedad vital que intenta comprender lo que a simple vista parece inescrutable.

El origen de la valentía de cualquier ser humano es inverificable, se sustenta en semillas de dolor, de amor, de inconformismo frente a la realidad a veces insoportable; simiente del pasado que retumba en una memoria colectiva que nos llama, aunque intentemos ignorarla. Es inspiración originada por la vida ejemplar de las personas a quienes admiramos en la juventud, es también el rescate de documentos que nos recuerdan cómo era esa vida, a qué olía la ciudad, el sabor de los guisos de la niñez, los miedos y las alegrías, crecer a destiempo, contar mientras se vive creyendo que se exorciza el presente sin comprender que se escribe para el futuro.

Me he negado a hablar del imaginario secreto de mi fuerza, porque no creo que exista. Los misterios no me pertenecen, ni siquiera la vida es mía, la única certeza que me habita desde la niñez es la del vacío y la muerte, tenerla de cerca, entender su presencia absoluta en nuestra vida. No hay nada desconocido en la muerte, todo lo ignoto e incomprensible se halla en el lado de la vida, en lo absurda e injusta que resulta para millones de personas, en la inmoral desigualdad que nos divide en castas, géneros y clases, en los azotes que enfrentamos al intentar develar un rumbo diferente que favorezca un sentido de humanidad más profundo. Intentamos desesperadamente erradicar las excusas y argumentos que sostienen la violencia como norma que regula nuestra vida en lo público y lo privado.

He dicho incontables veces que lo mío no son el martirologio ni la bonhomía. Lo que me ha movido para dedicar mi vida a escribir, a convertirme en reportera de guerra en el mundo que atestigua la batalla contra las vidas y cuerpos de mujeres y niñas, enfrentar mafiosos y feminicidas, torturadores y corruptores, asesinos y criminales de cuello blanco, es en realidad el simple y claro sentido de justicia, el haber descubierto en la niñez que nadie debería preguntar si merece la vida que le ha tocado vivir o si alguien merecía una muerte violenta a manos de un tercero.

Este libro no tiene grandes pretensiones, son los fragmen-tos históricos de una vida bien vivida, los secretos de una chica rebelde, los amores de una feminista, sus discusiones, pérdidas, confesiones, serendipias y revelaciones. Es la historia de cómo llegó de vuelta a mis manos el otro pedazo de mi corazón para no morir de hastío.

Cuando mi madre me entregó la primera libreta en 1975 y me dijo “escribe lo que sientes”, sin saberlo iniciaba un viaje que ella quiso recorrer también, pues soñaba con ser escritora. Sus cartas aquí publicadas son un homenaje a ella, que ya muerta publica un retazo de su palabra que inexorablemente va atada a la mía.