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Valientes e imperfectas • Saujani Reshma

Teme menos, fracasa más y vive con más audacia.

Por
Escrito en OPINIÓN el

Vivimos en un mundo donde las niñas son criadas para “ser perfectas”, cuidar de los demás y ser políticamente correctas. Los niños varones, en cambio, aprenden a ser valientes, reponerse frente a la adversidad y salir adelante. ¿El resultado? Cuando las niñas se convierten en mujeres, tienen demasiado miedo a fracasar o equivocarse, no se atreven a ser ellas mismas y sacrifican sus metas y sus sueños.

Como sostiene la exitosa activista Reshma Saujani, hay que dejar atrás el temor de no ser perfectas y lanzarnos por lo que realmente nos apasiona, lo que nos hace sentirnos vivas, sin esperar a tener en la mano todas las cartas necesarias para culminar nuestros proyectos de manera impecable. Al elegir ser valientes en vez de ser perfectas, podremos obedecer nuestra propia voz, dejar a un lado las expectativas ajenas y luchar por aquello que en realidad queremos. Es la única manera de ser felices y conquistar una vida plena: hacer de la valentía y de la acción un asunto de todos los días.

Fragmento del libro “Valientes e imperfectas” de Reshma Saujani. Editorial Océano. Cortesía de publicación editorial Océano.

Reshma Saujan es fundadora y ceo de Girls Who Code, una organización sin fines de lucro que trabaja para eliminar la brecha de género en el campo de la tecnología, enseñando a las chicas a confiar en sí mismas y ser valientes a través de la programación. Durante muchos años, Reshma ha trabajado como activista y es la primera mujer estadunidense de origen indio postulada para el Congreso.

Valientes e imperfectas | Saujani Reshma

#AdelantosEditoriales

 

PARTE 1

Cómo se entrena a las niñas para la perfección

1. Azúcar, especias y todo lo lindo

A sus dieciséis años, Erica es una estrella brillante. Hija de dos destacados profesores, es la vicepresidenta de su clase, con un promedio impecable. Su expediente está salpicado de elogios de sus maestros acerca de su diligencia y de la alegría que es tenerla en clase. Es voluntaria dos veces al mes en un hospital local. Al final del segundo año de secundaria, sus compañeros la nombraron “La mejor sonrisa” y sus amigos te dirán que es la persona más dulce que conocen.

Sin embargo, detrás de esa brillante sonrisa, las cosas no son tan lindas. Si abres el diario de Erica, leerás que se siente como si estuviera en un trabajo de tiempo completo para ser perfecta, para hacer feliz a todos los demás. Te enterarás de que trabaja hasta fatigarse todas las noches y todo el fin de semana para sacar las calificaciones perfectas y complacer a sus padres y maestros; decepcionarlos es lo peor que puede imaginar. Una vez, debido a un error accidental en su agenda, tuvo que retirarse de una competencia de debates en la escuela porque entraba en conflicto con un viaje al que se había comprometido con su iglesia; se puso tan histérica al pensar que su maestra la “odiaría”, que literalmente se enfermó.

Erica detesta ser voluntaria en el hospital (ni le preguntes acerca de vaciar las bacinicas…), pero permanece ahí porque su consejera escolar le dijo que se vería bien en su solicitud para la universidad. Aun cuando estaba desesperada por entrar al equipo de porristas porque le parecía divertido, no lo hizo porque sus amigas le dijeron que las rutinas eran realmente difíciles, y que lo último que ella querría era hacer el ridículo. A decir verdad, a ella ni siquiera le cae bien la mayoría de sus amigas, que pueden ser malintencionadas, pero simplemente acepta lo que dicen y hacen porque imaginarse en llevarles la contraria es aterrador.

Como muchas chicas, Erica está programada para complacer a los demás, para ir a lo seguro, para evitar a toda costa cualquier pequeño indicio de fracaso.

Conozco esta historia porque hoy, Erica tiene cuarenta y dos años y es una buena amiga mía. Sigue siendo súper dulce y tiene una increíble sonrisa, y continúa prisionera de su propio perfeccionismo. Es una exitosa consultora política que no tiene hijos, y trabaja hasta pasada la medianoche casi todos los días para impresionar a sus colegas y les brinda demasiado a sus clientes. Cada vez que la veo luce fabulosa, en completo control; es esa amiga que siempre dice lo correcto, siempre te envía el regalo o la nota apropiada, y siempre es puntual. Pero igual que su yo de dieciséis años, sólo en privado revela que sigue sintiéndose estrangulada por la constante necesidad de complacer a todo el mundo. Hace poco le pregunté qué haría si no le importara lo que piensan los demás. De inmediato escribió una lista de metas y sueños que quisiera cumplir si tuviera las agallas de perseguirlos: desde decirle a su principal cliente que no está de acuerdo con sus estrategias hasta mudarse de la ciudad y ser madre soltera.

Nuestra cultura ha moldeado generaciones de chicas perfectas como Erica que crecen para convertirse en mujeres temerosas de ser atrevidas. Temerosas de decir lo que piensan, de tomar decisiones audaces, de ser dueñas de sus logros y celebrarlos, y de vivir la vida que ellas quieren vivir, sin buscar constantemente la aprobación externa. En otras palabras: temerosas de ser valientes.

Desde que son bebés, las niñas asimilan cientos de micromensajes cada día, que les dicen que deben ser amables, corteses y educadas. Padres y niñeras amorosos las visten con atuendos bien combinados (con sus moños haciendo juego), y les dicen qué bonitas se ven. Se les alaba por tener promedios perfectos y ser serviciales, corteses y adaptables, y se les regaña (aunque amorosamente) por ser desordenadas, asertivas o ruidosas.

Padres y educadores bienintencionados guían a las niñas hacia actividades y empresas en las que son buenas para que puedan brillar, y las alejan de las que pueden ser frustrantes o, peor aún, en las que pueden fallar. Esto es comprensible, porque vemos a las niñas como seres frágiles y vulnerables, e instintivamente queremos protegerlas de cualquier juicio, de cualquier daño.

Por otra parte, damos a nuestros pequeños varones libertad de vagabundear, explorar, ensuciarse, caerse y, sí, fallar, todo en nombre de enseñarles a “hacerse hombres” tan pronto como sea posible. Incluso ahora, con todo y nuestro progreso social, la gente se siente un poco incómoda si un pequeño varón es demasiado vacilante, cauteloso o vulnerable —ya no digas si derrama alguna lágrima. Yo he visto esto hasta en mi propio esposo feminista y hombre del siglo xxi, que zarandea regularmente a mi hijo para “endurecerlo”, y me dice que lo deje llorar cuando se la pasa gritando toda la noche. Una vez le pregunté si haría lo mismo si Shaan fuera una niña, y de inmediato respondió: “Claro que no”.

Por supuesto, estas creencias no se desvanecen sólo porque crecemos. De hecho, la presión en las mujeres para que sean perfectas aumenta a medida que la vida se vuelve más complicada. Pasamos de tratar de ser estudiantes e hijas perfectas a ser profesionistas perfectas, novias perfectas, esposas perfectas y mamás perfectas, llegando a las metas a las que se supone debemos llegar y preguntándonos por qué estamos abrumadas, cansadas e infelices. Simplemente, algo falta. Hicimos todo bien, ¿qué fue lo que salió mal?

Cuando estás escribiendo un libro sobre las mujeres y el perfeccionismo, comienzas a verlo en todas partes. En los aeropuertos, en las cafeterías, en las convenciones, en el salón de belleza… casi en todas partes donde voy, entablo una conversación sobre el tema, e invariablemente las mujeres suspiran, elevan la mirada al techo con aire de conocimiento, asienten o se ríen al reconocerse, o se ponen tristes al compartir una historia personal. Me cuentan cómo su vida diaria está regida por un incansable impulso interno de hacerlo todo sin una falla, desde atender sus publicaciones en Instagram hasta complacer a su pareja (o luchar por encontrar la pareja “perfecta”), hasta criar niños de cinco estrellas que también sean equilibrados (y que pasan directo de un año de lactancia a comer alimentos orgánicos y elaborados en casa); desde mantenerse en forma y verse “bien para su edad” a luchar incesantemente por ser la mejor en la oficina, en su congregación, en su comunidad o en su grupo de voluntarias, en su círculo de lectura o en sus clases de zumba y de acondicionamiento físico, y en todas partes.

Tantas mujeres de todas las edades se abrieron conmigo para hablar sobre sus sueños o ambiciones de vida no cumplidos porque tienen demasiado miedo para hacer algo al respecto. Sin importar la etnia, la profesión, las circunstancias económicas o su lugar de origen, me sorprendió ver cuántas de sus experiencias eran las mismas. Sabrás de muchas de ellas a lo largo de este libro.

Pero primero quiero mostrarte la forma en que el impulso de ser perfectas se arraigó en nosotras. Lo que sigue en este capítulo es una mirada de cómo nuestro perfeccionismo echó raíces desde que éramos niñas, cómo nos moldeó como mujeres, y cómo coloreó cada decisión que tomamos en el camino. Tenemos que entender cómo llegamos aquí para que podamos encontrar la salida en una forma consciente. Éste es el punto de partida del mapa que nos sacará de una senda de arrepentimiento a una en donde podremos expresar a plenitud quiénes y qué es lo que más queremos ser.

Los orígenes del perfeccionismo

¿En qué parte del camino cambiamos nuestra confianza y valentía por aprobación y aceptación? ¿Y por qué?

La categorización de las niñas como seres tranquilos y agradables comienza casi tan pronto nacen. Nos demos cuenta o no, ponemos instintivamente ciertas expectativas en los bebés que vemos vestidos en rosa o azul: los bebés de rosa son azúcar y especias, los bebés de azul son rudos hombrecitos.1 Pero resulta que incluso hacemos suposiciones cuando no hay otros signos distintivos de género. Un estudio mostró que cuando los bebés están vestidos con un color neutral, los adultos tienden a identificar a los que se ven inquietos o enojados como niños, y como niñas a los que se muestran tranquilos y felices. El entrenamiento comienza incluso antes de que abandonemos los pañales.

En las niñas, el impulso por ser perfectas es visible y la valentía se oculta alrededor de los ocho años —justo cuando aparece nuestra crítica interna. Ya sabes a qué me refiero: es esa vocecita quisquillosa en tu cabeza que te señala cada forma en la que no eres tan buena como los demás… que lo arruinaste… que deberías sentirte culpable o avergonzada… que apestas (no sé la tuya, pero mi crítica interna a veces puede ser un poco dura).

Catherine Steiner-Adair es una reconocida psicóloga clínica, consultora escolar e investigadora adjunta en la Escuela de Medicina de Harvard. Trabaja con cientos de niñas y jóvenes mujeres en todo el país, y ha visto de primera mano cuán devastador puede ser el perfeccionismo.

Ella explica que alrededor de los ocho años, los niños de ambos sexos comienzan a ver que la habilidad y la agilidad son importantes. “Es la edad en la que las niñas comienzan a desarrollar distintos intereses, y quieren crear vínculos con otros que hacen lo que a ellas les gusta. Junto con la consciencia de las diferencias viene un sentido interno de quién y qué es mejor.”

Ésa también es la edad en que los niños y niñas comienzan a ser calificados, categorizados e informados acerca de sus puntuaciones —ya sea en futbol, matemáticas o música, según explica Steiner-Adair. “Si te dicen que no eres tan buena, se necesita mucho coraje y autoestima para intentar algo. Esto prepara el escenario para saber que obtener una C significa que eres mala en eso, y no te gusta. Eso alimenta la falta de valentía.”

A medida que las niñas crecen, sus radares se agudizan. Alrededor de esa edad, comienzan a captar cuando sus mamás se comparan con otras mujeres (“quisiera verme así en jeans”) o cuando critican a otras niñas o mujeres (“ella no debería ponerse eso”). De pronto están atrapadas en esta dinámica de comparación, y es natural que dirijan su radar hacia adentro para determinar si caen en el espectro de bonita o no, inteligente o promedio, impopular o adorada.

Estos impulsos se arraigan tan profundamente en nosotras como adultas y madres que no nos damos cuenta cuán inadvertidamente los ejemplificamos para nuestras hijas. Ca­therine compartió una historia de su propia vida para señalar el punto. Cuando su hija estaba en tercer grado, ella y otras compañeras escucharon que una mamá le decía a otra niña: “tienes un cabello tan bonito”. Algunas de las niñas frenaron en seco y fruncieron las cejas como preguntándose: ¿Y mi cabello es bonito o feo? Y ése es el comienzo.

La todopoderosa necesidad de complacer

Como a la mayoría de las mujeres, a mí me enseñaron desde pequeña a ser servicial, obediente y atender las necesidades de otras personas, incluso a ponerlas por encima de las mías. Cuando mis padres me dijeron que no saliera con chicos hasta cumplir los dieciséis, no lo hice. Cuando me dijeron que no usara maquillaje, o no mostrara el escote, o no llegara a casa después de las diez de la noche, obedecí. Cumplí en todo momento con el comportamiento que mi familia esperaba de mí. En nuestro hogar indio, uno saludaba a los mayores tocando sus pies en señal de respeto; si llegaba a casa de la escuela con una amiga y encontraba que una tía mayor estaba ahí tomando el té, nunca hubiera soñado con faltarle el respeto a mis padres no tocándole los pies, aunque me sentía mortificada frente a mi amiga. En las cenas familiares, mi hermana y yo poníamos y limpiábamos la mesa, sin cuestionar jamás por qué nuestros primos no tenían que hacerlo. Incluso cuando hubiera preferido estar afuera jugando con mis amigas, siempre acepté cuidar a los hijos (terribles) de mi vecina. Eso simplemente era lo que hacían las niñas serviciales de mi edad.

Así comenzó mi misión vitalicia de ser la hija perfecta, la novia perfecta, la empleada perfecta, la mamá perfecta. Sé que no estoy sola en esto. Vamos de niñas-sí a mujeres-sí, atrapadas en un ciclo interminable de tener que probar constantemente nuestra valía a los demás —y a nosotras mismas— siendo desprendidas, adaptables y agradables.

Un gran ejemplo de cuán poderoso puede ser el impulso de complacer a la gente viene de un experimento sobre la limonada. Sí, la limonada. ABCNews, con la ayuda del psicólogo Campbell Leaper de la Universidad de California, dio a grupos de niños y niñas un vaso de limonada que era absolutamente espantosa (le pusieron sal en vez de azúcar) y les preguntaron si les había gustado. Los niños de inmediato dijeron: “Aggg… ¡esto sabe horrible!”. Las niñas, sin embargo, la bebieron cortésmente, incluso a la fuerza. Sólo cuando los investigadores presionaron y preguntaron a las niñas por qué no les habían dicho que la limonada estaba horrible, éstas admitieron que no querían que los investigadores se sintieran mal.

La necesidad de complacer a la gente suele mostrarse en el esfuerzo de las niñas por dar la respuesta “correcta”. Pregúntale a una niña su opinión sobre un tema, y ella hará un cálculo rápido. ¿Debe decir lo que el maestro/padre/amiga/ niño quiere oír de ella, o debe revelar lo que realmente piensa y cree? Y suele responder lo que ella piensa que tiene más probabilidades de asegurarse la aprobación o el afecto.

También es mucho más probable que las niñas digan que sí a solicitudes cuando lo que realmente quieren (e incluso deben) es decir no. Recuerda, ser adaptable es algo que se ha cocinado en su ADN emocional. Cuando pregunto a las niñas qué harían si una amiga les pide que le hagan un favor que realmente no quieren o no tienen tiempo de hacer, casi todas dicen que lo harían de todas formas. ¿Por qué? Hallie, una pecosita de catorce años, lo resumió limpiamente con un gesto de “oye, es tan obvio”: “Nadie quiere que sus amigas piensen que eres una desgraciada. O sea, nadie”.

La presión interna a decir que sí se hace más fuerte a medida que crecemos. Como Dina, que trabaja largas horas como abogada, pero de alguna manera aceptó —impulsada por la culpabilidad— a ser voluntaria de todo el salón de su hijo. Tantas de nosotras damos nuestro tiempo, atención, tal vez incluso dinero, a gente o a causas que no son prioritarias para nosotras porque no queremos herir los sentimientos de nadie (y más porque no queremos que piensen mal de nosotras).

Los niños y los hombres en los que se convierten, rara vez se sienten así. Janet, una gerente de cuarenta y dos años en una tienda de ropa, se encoge cada vez que lee un correo electrónico de trabajo que envía su esposo, un contratista, porque piensa que es tan directo que suena grosero. Él pide explícitamente lo que necesita y expresa su opinión, nunca suaviza sus críticas, y firma sus correos sin ninguna despedida. Nada de “que estés bien” o siquiera “gracias”. Cuando una vez le sugirió que suavizara el tono de un correo a un vendedor con el que había trabajado para no enojarlo, él contestó: “Mi trabajo no es ser agradable. Mi trabajo es expresar mi opinión”.

Ella, por otra parte, condimenta sus correos a su jefe y compañeros de trabajo con amigables introducciones, elogios y, ocasionalmente, una carita feliz. Lee cada correo al menos tres veces, editándolo y reeditándolo antes de oprimir “enviar”. “Mi esposo piensa que soy neurótica cuando hago eso”, me dijo Janet. “Yo pienso que estoy siendo meticulosa. Pero si realmente soy honesta, diría que estoy siendo cautelosa para no molestar u ofender a nadie.”

Yo trabajo con una consejera ejecutiva que me dice todo el tiempo que caerle bien a la gente es algo que está sobrevalorado. No se lo dice a los híper exitosos hombres ceo a los que asesora; no tiene que hacerlo. Después de todo, los modelos de ellos son hombres como Steve Jobs y Jeff Bezos, que son famosos por no complacer a la gente, así que les importa un cuerno si le caen bien a la gente o no.

A pesar de los consejos de mi coach, me preocupa no caer bien. Cuando me postulé para el cargo público, especialmente en la ciudad de Nueva York, desarrollé una piel bastante gruesa respecto a la crítica pública. Pero en el nivel cotidiano, me importa si le caigo bien a mi equipo. Me importa mucho. Quiero que piensen que soy la jefa más increíble que han tenido, lo cual hace muy difícil criticarlos. Lo hago porque sé que tengo que ser la ceo, pero aggg. En mi vida personal, me retuerzo por dentro si tengo un desacuerdo con una amiga o si percibo que mis padres o mi esposo están molestos conmigo. Definitivamente he pasado noches enteras preocupándome por la forma en que un colega, un conocido —¡incluso un completo extraño!— pudo haber interpretado algo que dije, y he metido el freno demasiadas veces cuando realmente tendría que haber sido más dura.

Justo ayer un tipo se metió en la fila delante de mí mientras compraba un sándwich, y aunque me enojé mucho no dije una palabra porque no quise ser grosera —y se trataba de alguien a quien ni siquiera conozco y al que probablemente jamás vuelva a ver. Y también he sido culpable de decir frases amables cuando en el fondo pienso exactamente lo contrario, para no ofender (hola, limonada salada). ¿No lo hemos hecho todas?

El resultado de esta necesidad tóxica de complacer a la gente es que toda tu vida puede pasar rápidamente a tratarse acerca de lo que los demás piensan, y muy poco acerca de lo que genuinamente quieres, necesitas y crees —por no hablar de lo que mereces. Nos hemos condicionado a comprometernos y achicarnos para caerles bien a los demás. El problema es que cuando te esfuerzas tanto por caerles bien a todos, a menudo terminas no cayéndote tan bien a ti misma. Pero una vez que aprendes a ser lo bastante valiente como para dejar de preocuparte por complacer a todo el mundo y ponerte a ti en primer lugar (¡lo cual harás!) entonces te convertirás en la empoderada autora de tu propia vida.

El sexo “suave”

Una soleada mañana de sábado a finales de mayo, me senté en una banca de un parque en el centro de Manhattan mirando a mi esposo, Nihal, jugar con nuestro hijo Shaan, entonces de dieciséis meses de edad. O, más bien, veía a mi hijo saltar de las barras al colchón y de regreso mientras Nihal lo observaba desde una prudente distancia. La camisa de Shaan estaba manchada de helado de fresa y su nariz llena de mocos, pero a él no le importaba —ni tampoco a mí. Todavía inexpertos en la coordinación vertical, Shaan brincó un par de veces mientras caminaba como un pato de un extremo al otro del área de juegos; y cada vez, en vez de correr a rescatarlo, Nihal tranquilamente esperaba a que se levantara y siguiera. En un momento, lo vi presionando a Shaan, que estaba un poco asustado, para que se aventara de un tobogán. “Tú puedes hacerlo… eres un niño grande… ¡no tienes miedo!”

Cerca de ahí, algunos chicos más grandes estaban jugando a combatir usando palos como espadas y persiguiéndose. Muchos gritos felices y un mar de rodillas y codos sucios y con costras: un caso clásico de niños de primaria jugando.

Mientras tanto, en el arenero, cinco niñas que parecían tener alrededor de tres años de edad estaban jugando tranquilamente. Ahí no había camisas manchadas de helado ni narices llenas de mocos. Vestidas con atuendos lindos y combinados, tomaban turnos paleando pilas de arena para hacer un pastel falso, mientras sus mamás las observaban con atención a unos metros de distancia. En un lapso de diez minutos, tres de las cinco mamás saltaron de sus bancas y entraron al arenero: una para enderezar la diadema de su hija, y otra para regañar a su pequeña por ser “grosera” al quitarle la pala a otra niña. La tercera mamá corrió en ayuda de su hija después de que el “pastel” de arena se derrumbó, y la ayudó apresuradamente a reconstruirlo, mientras hacía ruidos tranquilizadores y limpiaba las lágrimas del rostro de la niña. Cuando el pastel quedó arreglado, la pequeña sonrió y su mamá brilló de orgullo: “¡Ésa es mi niña feliz!”.

No puedes inventar cosas así.

Casi todo lo que he leído, investigado, atestiguado y preguntado a los expertos en el tema durante el pasado año estaba representándose frente a mis ojos. Imagínate: un ejemplo clásico de cómo los niños socializan para ser valientes y las niñas para ser perfectas; ahí, en una pequeña área de juegos a menos de diez minutos de mi departamento.

Al mismo tiempo que aplaudimos a nuestras niñas por ser lindas, corteses y perfectas, también les estamos diciendo, en una forma no muy sutil, que la valentía es dominio de los niños. Lo que vi ese día en el área de juegos me recordó otra escena que observé sólo unos meses antes en la clase de natación de Shaan. Los padres animaban a sus tímidos hijos a “ser rudos” y gritaban con júbilo cuando sus varones se lanzaban a la parte honda. Sin embargo, si una de las pequeñas en la clase tenía miedo de saltar a la piscina, sus miedos se topaban con arrullos suaves y reafirmantes: “Está bien, cariño… sólo toma mi mano… no tienes que mojarte la cara”. Esto no tenía sentido para mí. Quiero decir, ¿cómo puedes nadar sin mojarte?