ADELANTOS EDITORIALES

El peso de vivir en la Tierra • David Toscana

La vida es lo único infinito que tiene final.

#OpiniónLSR.
Escrito en OPINIÓN el

Nicolás tiene el alma grande. Por ello decide cambiar su nombre a Nikolái Nikoláievich Pseldónimov y comenzar a vivir con todo el fervor de un personaje de Gogol, Dostoyevski, Tolstói, Chéjov o Bábel, replicando sus proezas y sus infamias.

En esa literatura rusa en la que cada gran escritor fue censurado, perseguido, apresado, desterrado, excomulgado, gulagueado o ejecutado, Nikolái y sus aliados descubren la libertad esencial del ser humano: la de imaginar. Tal como don Quijote, ellos habrán de crear su propio mundo y buscarán que sus vidas se vuelvan arte al emular las novelas que emulan la vida.

Corre el año de 1971 y el mundo está atento a la carrera espacial. Los soviéticos han puesto a tres cosmonautas en la estación Sályut al tiempo que impiden a Solzhenitsyn viajar a Estocolmo para recibir su Premio Nobel. Nikolái le propone a su mujer y al borracho Guerásim viajar al espacio, aventura que habrán de consumar tras degustar lo sublime y podrido de la condición humana.

En El peso de vivir en la tierra, David Toscana hace un espléndido recorrido por la literatura rusa y celebra a esos valientes escritores que fueron libres en un mundo que no lo era. También nos propone que, a falta de libreto, la vida se deje poseer por el espíritu del arte.

Fragmento del libro El peso de vivir en la tierra” de David Toscana, Editado por Alfaguara. Cortesía de publicación Penguin Random House.

David Toscana | En 2018 recibió el Premio Xavier Villaurrutia y el XI Premio Iberoamericano de Novela Elena Poniatowska por su novela Olegaroy (Alfaguara, 2017). Ha recibido, también, los premios José María Arguedas, Antonin Artaud, Colima y Jose Fuentes Mares. Formó parte del International Writers Program de la Universidad de Iowa y del Berliner Kunstlerprogramm.

El peso de vivir en la Tierra | David Toscana

#AdelantosEditoriales

 

1

Nicolás pidió que lo llamaran Nikolái o, más exac­ tamente, Nikolái Nikoláievich Pseldónimov, pero nin­ guno de sus compañeros le hizo caso. En el comedor de la oficina llegó a preguntar a la cocinera si no tenía kascha o kvas, aunque él mismo tenía poca idea de qué eran esas cosas, pues en las novelas apenas se indicaba que la kascha era un manjar típicamente ruso y el kvas, una bebida a base de cereales. Cuando le pidieron que cooperara para una fiesta de la oficina dijo que no le quedaba ni un kópek y dejó de usar las fechas ordinarias para emplear las ortodoxas: «El proyecto quedará listo para el Día de la Exaltación de la Cruz». Ocupaba el puesto de Subgerente de Comunicación, pero él mandó hacer unas tarjetas en las que se presentaba como Consejero Titular.

Vino a ocurrir que al redactar un informe sobre la reparación de un tramo de la carretera de Monterrey a Nuevo Laredo, Nicolás marcó las distancias en verstas y reportó el monto de la inversión en rublos. Su carre­ tera iba de Moscú a Nóvgorod.

El licenciado Domínguez mandó que se corrigiera el error y sugirió a Nicolás que se tomara unos días de descanso.

«No es necesario, excelencia», respondió Nicolás, y el licenciado no sonrió.

Tres días después, el licenciado Domínguez pidió a Nicolás que completara la redacción de un contrato, lo pasara en limpio y entregara cinco copias «para mañana a primera hora».

«¿Para mañana, excelencia?»

«A primera hora», reiteró el jefe. «Y no vuelvas a lla­marme así.»

Nicolás sabía que en una comedia él habría de res­ponder «no, excelencia» y el jefe volvería a decirle que no lo llamara de ese modo, y él de nuevo tendría que decir «no, excelencia» y así hasta el hartazgo; pero guardó silencio porque ninguna comedia había en hacer cinco copias de un contrato de diez páginas cuando ya terminaba la jornada de trabajo.

Tendría que hacerlo en casa.

Y así fue como, a mediados de julio, con un tiempo sumamente caluroso, Nikolái Nikoláievich Pseldóni­ mov, consejero titular, se metió en su casa del 467 de la calle Degollado a copiar el documento.

Se dijo que el calor estaría bien si pretendiera vera­near en una dacha, pero en ese momento debía trabajar, y Gogol había escrito que el enemigo de los consejeros titulares «eran las heladas nórdicas; ese frío punzante que ataca de tal forma las narices que los pobres empleados no saben cómo resguardarse, e incluso a los más altos dignatarios les duele la cabeza y las lágrimas les saltan de los ojos». Nikolái encendió una vela, se calzó unos guantes sin dedos, mojó la pluma en el tintero y comenzó la primera copia de las cinco. «San Peters­burgo, Imperio Ruso, Fiesta de la Epifanía, 1871.» Sin­tió las manos tan frías que se notaba el temblor en los trazos.

La secretaria de la oficina se había ofrecido a escri­ bir el contrato a máquina y entregarlo al operador de la máquina Xerox.

«Dostoyevski dijo que todos salimos de El capote de Gogol», fue la respuesta de Nikolái.

Por eso se marcó como punto de partida el empleo de tinterillo, tal como Akaki Akakiévich o el loco del Diario de un loco, que orgulloso le sacaba punta a las plumas de «su excelencia». También escribano había sido Goliadkin, el de El doble, que lo mismo se volvía loco.

Apenas había escrito las palabras «Contrato celebra­do entre», con una elegante C capitular, cuando entró su mujer.

Encendió la luz y fue directo a abrir la ventana. Como si el viento estuviese ofendido por tanto tiempo que lo habían dejado allá afuera, recorrió con prisa el salón, apagando la vela y tirando al suelo dos hojas en blanco.

«¿Qué haces, Marfa Petrovna?», Nikolái cerró la ven­tana. «Se mete la ventisca.» Encendió de nuevo la vela.

«¿No pude ser Katerina Andreyevna? ¿Al menos Alexandra Ivanovna?»

Nikolái mojó la pluma y continuó su trabajo de co­pista. Podría hacer la primera copia en poco más de una hora, pero estaba consciente de que muy pronto le cae­ría encima el cansancio. Recién había comprado esas plumas de ave. Aún no sabía cómo sacarles buena punta y su caligrafía estaba lejos de semejar la del príncipe Mishkin.

Se puso el abrigo y el gorro de lana, pues Goncharov había escrito que «para la Epifanía las nevadas son tan intensas que si un campesino sale un momento al campo, vuelve a su casa con la barba cubierta de escarcha».

Salió sin decir nada.

No le gustaba beber, pero a partir de esa noche ten­dría que hacerlo. Habría de beber cada día y prometerle cada día entre lágrimas a Marfa Petrovna que no lo ha­ría más.

Entró en la primera cantina que halló. Los hombres se arracimaban en pequeñas mesas de madera. Detrás de la barra había un viejo con la dignidad del propietario que no trabaja y una mujer que lo hacía todo. El abrigo y el gorro de lana sofocaban a Nikolái y el rostro se le había puesto tan colorado que los otros parroquianos lo supusieron un beodo integral.

«Deme vodka», pidió a la mujer.

Se dirigió a donde se hallaba un hombre que conver­saba con su botella. Bien sabía que las tabernas son sitios para conocer a desconocidos que se vuelven relevantes.

«¿Podría permitirme, caballero, el atrevimiento de sentarme con usted?»

Al hombre le cargó una frase tan larga donde sólo hacían falta dos palabras. Señaló la silla vacía con la mano abierta.

«Nikolái Nikoláievich Pseldónimov, consejero titular.»

El hombre alzó la vista. El aspecto invernal del re­cién llegado le pareció más extraño que el nombre o el modo de presentarse.

El hombre dijo su nombre pero Nikolái no lo escu­chó. Miraba a su alrededor en tanto recordaba aquella frase de Gorki en La madre: «A los hombres no les que­ daba más que la taberna para estar a su gusto y no tenían otro goce que el alcohol».

«¿Me permite llamarle Guerásim?», preguntó Niko­lái. «Es nombre de campesino si se está en el campo o de cochero si se está en la ciudad.»

La mesera volvió con un vaso minúsculo.

Nikolái miró la insignificancia que tenía delante. ¿Era lo que bebían los cosacos antes de hacerle la guerra a cualquier pueblo vecino? ¿Lo que perdía a los hombres y volvía desgraciadas a las mujeres? ¿Lo que dio fuerzas a los rusos para derrotar a Napoleón? Nadie que bebiera tan poquita cosa podría tener el alma grande.

«Tráigame una botella y un vaso de verdad.» «Se paga por delante.»

«Como la dote», protestó Nikolái. «¿Dónde quedó el amor?»

Entregó un billete y la mujer volvió con la botella. Nikolái sirvió el vodka en el vaso y se dispuso a be­ber. Apenas lo había acercado a la nariz, tuvo que toser. Vio que estaba hecho en México. «A ver si no me quedo ciego.»

«Usted, Guerásim, ¿qué bebe?»

«Un coctel con residuos de jaibol, remanentes de cerveza caliente, el último chorro de una botella de te­quila.»

Nikolái ponderó la suerte de haber entrado en esa cantina y toparse con un individuo de tal magnitud. Aunque también se dijo que tal vez en todas las canti­ nas había personajes como Guerásim. Le había pasado a Raskólnikov: nunca había penetrado en una taberna, y la primera vez que lo hizo fue a meterse justo en la que estaba Marmeládov dispuesto a confesarse con un desconocido.

Nikolái dio un buen trago al vodka y se las arregló para no gesticular.

«¿Quiere un poco, Guerásim?»

Como si temiera que la oferta no durase, Guerásim sirvió una buena cantidad en su botella.

Nikolái intuyó que la vida podía dar un viraje a par­tir de hechos simples. Un oficinista entra en una cantina y entabla conversación con un ebrio solitario… Un fun­cionario estornuda en el teatro y salpica al consejero de Estado que se halla delante… Un tal Dmitri ve que una dama con un perro se sienta en la mesa vecina… Ka­renina toma el mismo tren que la madre de Vronski… A cada paso había vidas alternativas, grandes historias de amor o perdición.

Pasaron media hora sin hablar. A Nikolái ya le sofo­caba el abrigo. Guerásim siguió hurtando vodka hasta que se quedaron sin nada de beber.

Fue cuando el mareo y la sensación de ingravidez acabaron de alumbrar a Nikolái.

«Estamos en la estación Sályut.»

Se puso de pie. Con poca noción de lo que era ha­bitar un mundo sin gravedad, comenzó a moverse lentamente. Utilizó la silla como escalón para trepar a la mesa. Ahí, de pie, con los brazos abiertos, dejó que el mareo lo bamboleara sin hacerle perder el equilibrio. Con voz sonora dijo: «Aquí el cosmonauta Pseldóni­ mov. Saludos a los hombres allá abajo y paz a las nacio­nes». Los parroquianos no entendieron el juego, pero igual les atrajo. «Ahora los veo y ahora no, pues mi velocidad es tal que doy varias vueltas a la tierra cada día.» Era verdad que daba vueltas en el minúsculo planeta de madera sobre el que se había posado. Más de uno recor­dó aquellas noches de años antes cuando vigilaban el cielo para ver pasar el Spútnik. «Salgo ahora a hacer una caminata espacial», anunció Nikolái.

El salto de la mesa a la silla y de la silla al suelo tuvo mucho de gravitatorio. Algo había en ese atuendo de abrigo y gorro de lana que sugería a los bebedores un traje cósmico. Nikolái volvió a operar con movimientos lentos y flotadores mientras se acercaba a la puerta. «Sal­go ahora a lo desconocido.» Algunos aplaudieron. Hubo quien le lanzó un beso.

Afuera de la estación Sályut no encontró el vacío total que esperaba, sino una brisa que le agudizó el mareo. En un momento del camino a casa se quedó dormido.

Abrió los ojos cuando recién había salido el sol. Hubiese esperado ya nunca abrirlos, encontrarse en un muro del Kremlin. Pero estaba tumbado en una acera de la ciudad de Monterrey. Los hombres alargaban la zan­cada para franquearlo; las mujeres preferían bordearlo aunque tuviesen que bajar a la calle. Nikolái compren­dió su situación, pero se quedó ahí echado algunos mi­nutos más. Contento de compartir una imagen de Isaak Bábel: «Los borrachos yacían en el patio como muebles rotos». Notó que alguien le había puesto una moneda en la mano. Nunca antes, ni con su primer salario, ni con cada quincena, ni con los aguinaldos de cada fin de año, se había sentido tan bien gratificado.

Entró en la oficina de telégrafos. Tomó el formato y escribió: «Lamento muerte de cosmonautas al tiempo que celebro su valentía».

En el renglón del destinatario apuntó a Leonid Brézh­ nev, y como dirección apenas escribió Kremlin.

Mientras hacía fila, pensó en el telégrafo de la esta­ción de ferrocarril de Astapovo, unas trescientas verstas al sur de Moscú. El aparato se la pasaba ocioso la mayor parte del tiempo. Apenas servía para mandar señales a las estaciones vecinas y avisar de llegadas, salidas o retrasos de trenes. De vez en cuando algún pasajero enviaba un parco mensaje: «Llego mañana» o «Ayer Gnékker se casó en secreto con Liza», sin siquiera mencionar que se ha­llaba en Astapovo porque ¿quién diablos sabe dónde queda ese mísero lugar? Pero un día último de octubre de 1910 se apeó del tren un anciano enfermo y se tumbó en la cama del jefe de la estación. Era Lev Tolstói, que ya no se levantaría de esa cama. Durante la semana que duró su agonía, arribaron multitudes a la estación e inconta­bles periodistas. Las agencias de noticias telegrafiaban en busca de información, y desde ese modesto aparato de provincias repiqueteaban palabras para todo el orbe. A su vez llegaban buenos deseos, mensajes de solidari­dad, oraciones al dios que hiciera falta. Desde la capital de la provincia enviaron una cuadrilla de telegrafistas para trabajar día y noche, duro y dale, punto y raya, hasta que un helado día de noviembre a las seis y cinco de la mañana hubo de enviarse el mensaje en código morse: «Tolstói ha muerto». Aunque fechado en Rusia el siete de noviembre, llegaba a buena parte del mundo el día vein­te, no porque el telégrafo demorara, sino porque Rusia aún usaba el calendario juliano.

«Dígame», la despachadora sacó a Nikolái de sus cavilaciones.

Él entregó su solicitud. La mujer dijo: «No estamos autorizados a enviar mensajes a Moscú».

«Echeverría sí lo hizo.»

Ella se quedó en silencio. Aguardando a que él diera el siguiente paso. Nikolái tachó el nombre de Brézhnev y escribió el del embajador Igor Kolosovski. Conocía bien el nombre, pues solía aparecer en la prensa. Apenas unos días atrás había obtenido un papel protagónico cuando el gobierno mexicano expulsó a cinco diplomáticos soviéticos por apoyar el entrenamiento de guerrilleros que «pretendían derrocar al presidente de México y establecer un régimen marxista-leninista, para lo cual gestionaban visas a los muchachos y los mandaban a un campo de entrenamiento en Corea del Norte».

«Deme la dirección de la embajada rusa», pidió Ni­kolái a la despachadora.

«Unión Soviética», dijo ella.

A Nikolái no le gustaba ese término, tal como pre­fería San Petersburgo que Leningrado, pero lo aceptó y apuntó la dirección: Calzada de Tacubaya 204.

Luego firmó como Nikolái Nikoláievich Pseldóni­ mov y apuntó como su dirección Meshchanskaya 19. La muchacha dijo que no existía tal calle, que no podía enviar el telegrama a menos que los datos fueran correctos.

La sustituyó por Degollado 467.

Se envió el telegrama y llegó a la capital a la veloci­ dad de la luz.

Nikolái regresó a casa a menor velocidad.

No alcanzó a meter la llave en la cerradura cuando la puerta se abrió por dentro.

«Te están buscando de la oficina», dijo Marfa Pe­trovna.

Nikolái se echó sobre el sofá del salón. Ella llenó una jarra con agua del grifo.

«De la oficina», insistió Marfa, «han llamado tres veces.»

«No tenemos samovar.»

Sobre la mesa estaban las hojas en blanco y la vela a medio consumir. El tintero destapado.

«Anoche conocí a un hombre. Guerásim se llama. Un borracho como yo nunca podré ser», Nikolái se llevó la jarra a la boca hasta vaciarla. «Voy a pedirle que sea parte de la tripulación.»

«Tu primera borrachera», dijo ella, «y te das por ven­cido.»

El teléfono comenzó a sonar. Ninguno iba a respon­der. Como esos aparatos carecen de botón de apagado, Nikolái arrancó el cable, lo mismo que un personaje de Bulgákov, que se había visto «forzado a desconectar el teléfono de su oficina del Instituto arrancando de un ti­rón el hilo del receptor». Le estorbaban esos aparatos que mataban la distancia con apenas unos pulsos de los de­ dos. El infortunio de Zhivago y su familia habría sido imposible si en vez de buscarse con cartas perdidas hu­biesen tenido una red telefónica entre Yuriatin y Moscú.

«Pero ya existían los teléfonos», dijo Marfa. Nikolái se encogió de hombros. «Quizás los bolche­

viques habían cortado los cables.»

Apenas diez años tras la invención del aparato, Ché­ jov lo había vuelto protagónico en un cuento en el que el protagonista intenta inútilmente comunicarse con el hotel Slavianski Bazar; pero el preferido de Nikolái era uno de Arkadi Averchenko. Un joven se las da de influ­yente y simula hacer llamadas a gente importante des­de la oficina de un editor, hasta que el editor le pide que llame también al gerente de la red telefónica, pues «hace tres días que mi aparato no funciona».

Tomó el aparato con el cable arrancado. Lo echó en el cubo de basura de la cocina. «O asalto la central telefónica», había cantado Mayakovski, «o sáquenme del cuerpo el alma proletaria.»

Si querían comunicarse de la oficina, que le envia­ran mensajes con un lacayo vestido de librea.

«Esta noche lo intentaré otra vez», consintió Nikolái. «Es eso», dijo Marfa Petrovna, «o convertirte en ase­sino.»

Esa noche vistió su traje espacial y realizó la riesgosa caminata de vuelta a la estación Sályut, donde lo espe­raba Guerásim, donde lo esperaban varios de los parro­quianos del día anterior, que lo recibieron con el afecto de los viejos amigos, con la más cálida de las bienve­nidas, a ese mundo en el que las cosas perdían su peso, pues allá en ese lejano cosmos, luego de unos tragos, los cuerpos se volvían etéreos y las almas se libraban de sus cargas más pesadas.