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Hijas de Esparta • Claire Heywood

Dos hermanas. Una pasión prohibida. Una guerra entre imperios. Secretos, amor y tragedia.

Por
Escrito en OPINIÓN el

Durante milenios, los hombres han explicado la historia de Helena de Troya, la mujer que originó una guerra y dividió al mundo. Ahora ha llegado el momento de escuchar su propia versión de la historia.

Como princesas de Esparta, Helena y su hermana mayor, Clitemnestra, no han conocido más que lujo y abundancia. Sin embargo, todo privilegio tiene un precio, a veces demasiado caro. Siendo niñas serán separadas y casadas con reyes extranjeros para no volver a verse nunca más. Ambas deberán luchar contra las limitaciones de su sexo para forjarse una nueva vida, provocando una transformación del mundo que durará tres mil años.

La historia de la guerra de Troya como nunca te la han contado.

Fragmento del libro “Hijas de Esparta” (Planeta), © 2021, Claire Heywood. © 2021 Traducción: Víctor Ruiz Aldana. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

Claire Heywood es una joven y reputada académica del mundo antiguo, graduada con honores en civilización clásica por la Universidad de Warwick.

Hijas de Esparta | Claire Heywood

#AdelantosEditoriales

 

1

CLITEMNESTRA

—¡Clitemnestra! ¡Ve con cuidado, muchacha! ¡Mira cómo tiembla el huso!

Clitemnestra volvió a enfocar la vista al oír su nombre y se encontró con el huso agitándose y la lana, que con tanto cuidado había devanado, desenrollándose a toda velocidad. Lo detuvo con la mano.

—No me lo esperaba de ti, Nestra —la reprendió Tecla, y volvió a lo que tenía entre manos.

La nodriza seguía con el ceño fruncido, pero al menos había vuelto a llamarla Nestra. A Clitemnestra nunca le había gustado especialmente su nombre completo —era demasiado largo, demasiado engorroso—, y muchísimo menos si lo usaban para regañarla. Fue su hermana, Helena, quien empezó a llamarla Nestra cuando era demasiado pequeña como para gestionar aquel imponente nombre, y se había mantenido así desde entonces.

Helena estaba sentada a su lado. Llevaban toda la tarde trabajando juntas la lana, y a Clitemnestra ya comenzaba a dolerle el brazo de sostener la rueca. Su hermana canturreaba una canción para sus adentros sin despegar la vista del hilo que giraba en el huso, y, aunque tenía una voz preciosa, apenas se sabía la mitad de la letra y no paraba de repetir el mismo verso una y otra vez. Clitemnestra habría preferido que se callara.

El cuarto de las mujeres estaba pobremente iluminado; las paredes, desnudas; el aire, quieto y enrarecido. Se trataba de una de las habitaciones más recónditas del palacio, así que no había ninguna ventana por la que pudieran colarse la luz diurna ni una brisa fresca que ventilara el ambiente. Era verano, y al bochorno habitual se sumaban la presencia de las numerosas mujeres de la sala y las lámparas y antorchas que alumbraban sus oscuras cabezas y sus níveas manos en movimiento.

Clitemnestra, con el vestido de lana pegado a la espalda a causa del sudor, echó un vistazo por encima del hombro al rincón más luminoso de la estancia, donde descansaban los telares, tres enormes marcos de madera cubiertos por labores a medio tejer. En aquel momento solo había dos en funcionamiento, manejados por las esclavas domésticas más habilidosas. Clitemnestra las observaba con admiración y envidia mientras ellas hacían volar las lanzaderas a un lado y a otro, construyendo ingeniosos patrones hilo a hilo. Era algo similar a contemplar una danza cautivadora, o a alguien tocando un instrumento.

—Nestra —dijo Tecla—, podríamos ponerte pronto con el telar.

—¿De veras? —preguntó Clitemnestra, apartando la mirada de las manos danzantes.

—Ya tienes once años. Pronto estarás casada, y ¿qué clase de mujer serías si no supieras tejer?

—Me encantaría —respondió agradecida. Sin duda, trabajar el telar parecía más interesante que llenar carretes de lana.

Helena dejó de canturrear.

—¿Podré tejer yo también?

Clitemnestra puso los ojos en blanco. Helena siempre había querido imitarla, aunque fuera dos años menor. No había mostrado el más mínimo interés por el telar hasta ese momento.

—Creo que sigues siendo demasiado joven, señorita Helena.

Pero ya verás como no tardará en llegarte la hora.

Helena torció el gesto en unos exagerados pucheros y siguió devanando con vehemencia. Clitemnestra sabía que pronto se habría olvidado del motivo de su enfado, y, efectivamente, en cuanto volvió a centrarse en el movimiento del huso, relajó el rostro.

Las tres continuaron trabajando un rato más, hasta que Tecla anunció:

—Creo que ya es suficiente por hoy. ¿Por qué no van a comer algo?

Clitemnestra dejó la lana.

—¿Podemos salir y jugar un rato fuera antes de la cena? Todavía no es de noche. No puedo estar todo el día aquí encerrada.

—¡Ay, sí! ¿Podemos? —gritó Helena.

Tecla vaciló.

—Bueno, supongo que sí —respondió con un suspiro—.

Pero deben llevar a una esclava. No quiero que salgan solas.

—Pero ¡es que no estamos solas! —protestó Clitemnestra—. No tiene gracia si alguien nos vigila todo el rato. —Le dirigió a Tecla una mirada dócil, pero la nodriza ni se inmutó—. Estááá bien —aceptó con un resoplido—. Nos llevaremos a Ágata.

La niña era menor que ella y algo mayor que Helena, y mucho mejor compañera de juegos que cualquiera de las guardianas de rostro avinagrado que Tecla hubiera podido escoger. La nodriza no parecía del todo convencida, pero asintió igualmente.

—¡Ágata! Vamos a jugar fuera, ven con nosotras —exclamó Clitemnestra hacia el otro extremo de la estancia antes de que Tecla cambiara de idea.

La esclava se apresuró a obedecer con la cabeza gacha mientras Clitemnestra tomaba a Helena de la mano y se dirigía a la puerta. Las tres iban ya por la mitad del pasillo cuando oyeron la voz de Tecla:

—¡No se alejen del palacio! ¡Y no tarden demasiado si no quieren acabar tan morenas como los cabreros! ¿Quién va a querer casarse con ustedes, entonces?

Las tres muchachas abandonaron el palacio y descendieron la colina que moría en los prados, con Clitemnestra guiando el camino. Los pastos estaban altos y las semillas secas le rozaban el vestido a cada paso que daba. Los árboles dispersos silbaban sobre sus cabezas, y Clitemnestra se alegró de sentir la brisa fresca en los brazos tras haber pasado tanto tiempo en la estancia de las mujeres. Cuando se hubieron alejado lo suficiente del palacio como para que nadie pudiera vigilarlas, se detuvo.

—¿A qué quieren jugar? —les preguntó a las otras dos. —Yo seré una princesa —contestó Helena sin vacilar—. Y Ágata puede ser mi sirvienta.

Ágata asintió sumisa.

—Pero si ya eres una princesa —le replicó Clitemnestra, exasperada—. ¿No prefieres fingir que eres algo distinto, como una maga, una pirata o un monstruo? —No. Yo siempre soy la princesa.

—Como quieras. Pues yo seré el rey —suspiró Clitemnestra. A aquellas alturas ya había aprendido que lo mejor era dejar que Helena se saliera con la suya. La alternativa era que se echara a llorar.

Helena resopló.

—No puedes ser rey, Nestra. ¡Eres una chica!

Helena miró de reojo a Ágata, animándola a que se uniera a la burla. Ágata dejó escapar una risita sutil, pero apretó con fuerza los labios cuando Clitemnestra la atravesó con una mirada reprobatoria. Ágata agachó la cabeza.

—Decidido. Tú serás la princesa, Helena. Ágata, la sirvienta. Y yo seré la nodriza. —Titubeó unos instantes—. Pero una nodriza que sabe preparar pócimas mágicas —añadió.

—¿A qué juegan? —preguntó una voz masculina a sus espaldas.

Clitemnestra se volvió de inmediato para comprobar quién había hablado.

El muchacho caminaba hacia ellas entre las altas hierbas, y ya apenas los separaban unos pocos pasos. Era algo mayor que ellas, un chico alto a quien todavía no le había salido barba. Tenía los cabellos largos y negros, y una sonrisa que dejó sin habla a Clitemnestra. Lo había visto llegar al palacio con su padre pocos días atrás. Supuso que se debía a algún tipo de visita diplomática, o tal vez estuvieran de paso. Estaban acostumbrados a las idas y venidas de todo tipo de personas dispuestas a atravesar las montañas o que ascendían desde la costa. El hogar de su padre siempre estaba encendido, pero era inusual recibir a invitados tan jóvenes. En circunstancias normales, los únicos muchachos de alta alcurnia que tenía cerca eran sus hermanos gemelos, Cástor y Pólux, pero eran demasiado mayores para jugar con ella y Helena. Además, Tecla argüía que era impropio de princesas jugar con los esclavos. Aunque, en ese caso, podrían jugar con aquel muchacho, ¿no? Era un invitado.

—Ho-hola —casi tartamudeó Clitemnestra; de repente sintió como si la lengua se le hubiera enredado—. Estábamos a punto de jugar a las princesas. —Se estremeció al darse cuenta de lo infantil que sonaba y se apresuró a añadir—: Es una tontería, la verdad, pero Helena ha insistido. Podemos jugar a otra cosa si quieres.

De nuevo la misma sonrisa.

—No, el juego de las princesas está bien.

A Clitemnestra le preocupaba que se estuviera mofando de ellas, pero al menos quería jugar.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó.

—Teseo. Mi padre y yo estamos de visita. Venimos de Atenas. —Teseo —repitió—. Bueno, lo dicho: Helena iba a ser la princesa y Ágata, nuestra esclava, la sirvienta. Y yo, una nodriza que puede preparar pócimas. ¿Quién quieres ser tú?

—Un rey extranjero. Y un gran guerrero.

Clitemnestra esbozó una sonrisa, satisfecha de que, en apariencia, les estuviera siguiendo el juego.

—De acuerdo, a ver qué te parece esto: naufragaste en nuestra costa, te encontré y te curé con una de mis pociones, y… Teseo no parecía estar escuchándola. Le había dado la espalda y miraba fijo a Helena.

—Ciertamente tenéis el aspecto de una princesa, mi señora —afirmó con una reverencia afectada—. Y los cabellos más brillantes que he visto en mi vida. —Levantó una mano, como si estuviera dispuesto a tocarlos—. Son como el fuego. Y eso por no hablar de vuestra blanquísima piel, propia de una verdadera dama. Me apostaría lo que fuera a que seréis tan bella como la mismísima Hera cuando florezcáis.

Helena soltó una risita, pero Clitemnestra estaba molesta. Todo el mundo alababa los cabellos de Helena, y ella era incapaz de entender por qué eran tan especiales. Y ambas tenían exactamente el mismo tono de piel. Además, ella estaba más cerca de «florecer». Helena tenía el pecho igual de plano que un chico.

Trató de volver a centrar la atención de los demás en el juego.

—Lo que te decía: he pensado que quizá habías naufragado y… Teseo la interrumpió.

—¿Qué te parece si acabo de regresar de una batalla y necesito que me cures la herida con algunas hierbas? Tienes que ir a buscarlas.

—Hecho —aceptó Clitemnestra, y sonrió al ver que se le otorgaba una función importante—. Me pongo a ello.

Se alejó del resto del grupo en dirección al río, y se imaginó que se aventuraba en las montañas en su búsqueda de hierbas raras. Oyó a Helena ordenándole algo a Ágata mientras ella se agachaba a recoger una planta con unas diminutas flores blancas. Siguió avanzando poco a poco hasta que el rugir del río sustituyó las órdenes y las risitas de Helena. Se arrodilló para lavarse las manos en las cristalinas aguas, pero la lanolina de la lana se le adhería a la piel, tan tozuda como siempre. Apenas había plantas interesantes junto al río, pero recogió unas cuantas flores silvestres y hierbajos de todas formas. Se preguntó si tendría que fingir que le aplicaba alguna especie de ungüento a Teseo sobre la herida. La mera idea la enervó, aunque también la excitaba. Sería la primera vez que tocaría a un chico, sin contar a sus hermanos.

Cuando Clitemnestra consideró que había encontrado suficientes hierbas mágicas, reunió todos los tallos en una mano y echó a andar hacia el corazón del prado. No obstante, a medida que se acercaba al lugar donde había dejado a los demás, algo le empezó a extrañar. Y, poco después, cayó en la cuenta: no oía la voz de Helena. Aumentó la velocidad de sus pasos.

Al aproximarse aún más, se percató de que tampoco la veía. Ni a Teseo. Ni a Ágata. Escudriñó el prado, entrecerrando los ojos ante la luz del sol poniente.

Y echó a correr, al borde de un ataque de pánico. «¡Estúpida, estúpida!» Jamás debería haber dejado sola a Helena. Si le pasaba algo, la culparían a ella. Se suponía que debían cuidarse mutuamente. ¿Y si había aparecido un lobo? ¿O un jabalí? No solían atreverse a acercarse tanto al palacio, pero tampoco sería la primera vez. ¿Y si los había apresado algún esclavista, o un forastero vagando a la caza de alguna oportunidad? Teseo no tenía la edad suficiente para enfrentarse a hombres hechos y derechos.

Le pareció que ya debía de estar justo en el lugar en el que los había dejado. Ni rastro. Siguió corriendo. De repente tropezó con algo y cayó de bruces sobre la hierba.

—¡Ay! —exclamó una voz fina.

Clitemnestra se incorporó y vio con qué había tropezado. —¿Ágata? ¿Qué haces tumbada en la hierba? ¿Dónde está Helena?

La esclava se frotaba la parte del abdomen donde le había golpeado Clitemnestra. Esbozó una mueca y respondió:

—Está jugando con Teseo. Dijo que iba a secuestrarla, me apuñaló..., jugando, claro..., y me dijo que estaba muerta y que tenía que tumbarme y quedarme callada. Los oí alejarse corriendo, pero no sé adónde han ido. Me estaba haciendo la muerta.

A Clitemnestra le dio un vuelco el corazón.

—¡Idiota, más que idiota! ¡No puedes dejar a Helena sola con un chico! —Clitemnestra se levantó de un brinco—. Estamos en serios problemas —gimió, casi para sus adentros.

Ágata puso los ojos como platos por el miedo y los tenía vidriosos.

—Lo siento mucho, señorita, perdóneme —se disculpó con un hilo de voz—. Teseo me daba miedo.

—No sirve de nada que te disculpes —le espetó Clitemnestra—. Hay que encontrarlos. —Ahuecó las manos delante de su boca—. ¡Helena! —Tomó más aire—. ¡HELENAAA!

Examinó de nuevo el prado, girando sobre sí misma hasta dar una vuelta completa. No había ni rastro de ellos, y tampoco de su posible destino. Comenzó a correr, convencida de que era mejor buscar en alguna parte que quedarse de brazos cruzados, pero se detuvo a los pocos pasos.

—No tiene sentido correr tras ellos. Acabaremos perdidas y nadie sabrá lo que ha pasado. Tenemos que contárselo a mi padre.

Ágata había empezado a llorar a moco tendido. —Pe-pero... nos caerá una buena... —sollozó. —Ya es tarde para arrepentirse. ¡Vamos!

Clitemnestra la agarró de la muñeca y echó a correr hacia el palacio, arrastrando a Ágata con ella.

Clitemnestra había estado encerrada en su habitación durante lo que le parecieron horas, a pesar de ser consciente por la luz de que el sol no se había puesto y que, por tanto, debía de haber pasado muy poco tiempo. Deseaba que alguien le contara lo que estaba ocurriendo. ¿Habrían encontrado a Helena? ¿Estaría bien? Ni siquiera podía compartir sus inquietudes con Ágata. Sus remordimientos. Su padre se había quedado con la esclava cuando la encerró allí. ¡Cómo se había enfadado al confesárselo! No, no estaba enfadado. Preocupado, quizá. Era la primera vez que veía así a su padre. Había enviado a Cástor y Pólux a buscar a Helena y al muchacho a caballo, y también a la mitad de la guardia de palacio a pie.

El tiempo avanzaba. Clitemnestra se toqueteaba el cabello, estirándose las puntas y haciéndose nudos. Se sentó encorvada a los pies de su cama, pensando en todo lo que podría haber pasado. Incluso aunque Helena y Teseo estuvieran a salvo, Helena seguía a solas con un chico. Clitemnestra sabía lo que los chicos les hacían a las chicas. Lo que los hombres les hacían a las mujeres. Tecla se lo había explicado con pelos y señales cuando le preguntó por qué las ovejas se montaban unas encima de las otras. Y si eso llegaba a sucederle a Helena... Bueno, nunca conseguiría un buen matrimonio. Clitemnestra sentía náuseas. Había dejado sola a su hermana, y eso que solía ser la más responsable de las dos. Helena era joven y, en ocasiones, insensata, pero Clitemnestra siempre había estado a su lado para protegerla. Excepto ese día; se había comportado como una tonta. ¿A qué había venido tanta desesperación por gustarle a Teseo? No era más que un malcriado. Helena le importaba muchísimo más que cualquier chico. Más que cualquier otra persona, de hecho.

Rompió a llorar en silencio. Eran lágrimas de rabia. Rabia hacia Teseo. Rabia hacia la bella e inepta Helena. Rabia hacia ella misma.

Entonces oyó la tranca de la puerta. Se secó rápidamente las lágrimas de la cara y se puso de pie. Esperaba de todo corazón que Helena estuviera a punto de entrar en la estancia.

Sin embargo, cuando la puerta se abrió, fue Ágata la que entró dando un traspié, empujada por detrás. Dejó escapar un quejido mohíno y alguien volvió a trancar la puerta. Tenía el rostro surcado de lágrimas y los ojos enrojecidos e hinchados. Se tambaleó unos pocos pasos y se detuvo, como si fuera incapaz de continuar. Se quedó paralizada con una mano apoyada en la pared para no perder el equilibrio.

—¿Ágata? —preguntó Clitemnestra con prudencia. Sabía que algo iba mal.

La esclava se había echado a llorar delante de su padre cuando le contaron lo que había ocurrido. Lágrimas de miedo y angustia para las que ella no había tenido tiempo. Pero el miedo que colmaba sus ojos había dejado paso a un sentimiento más aterrador. Un vacío. Clitemnestra dio un paso hacia la esclava. Y otro. No fue hasta que la tuvo muy cerca cuando lo vio. Iluminada por la luz danzante de las lámparas, la escuálida espalda de Ágata estaba salpicada de cortes, heridas de un rojo nauseabundo que asomaban por las rasgaduras de su vestido blanco y de su clarísima piel. La habían fustigado. Por eso tenía tanto miedo.

—Ay, Ágata —se plañó Clitemnestra, e hizo ademán de abrazarla, pero se detuvo al ver cómo se estremecía la muchacha—. Lo siento muchísimo. Tendría que haberle dicho que también fue culpa mía…

—Ya lo sabe —respondió Ágata con la voz apagada—. Por eso me ha enviado aquí. Para que me veas.

Clitemnestra la observaba confusa.

—A ti no puede castigarte —murmuró Ágata—. Te dejaría cicatrices.

Clitemnestra cayó en la cuenta de repente y agachó la cabeza. Su padre la estaba castigando a través de Ágata. El estómago se le revolvió con solo pensarlo. Probablemente se había ensañado con ella para dejar patente su intención. Clitemnestra había de ver el dolor con sus propios ojos. Su padre no era un hombre cruel, pero podía ser frío y calculador si las circunstancias lo requerían. Y la seguridad de su progenie era una de sus prioridades.

Sintió el impulso de ayudarla, de limpiarle las heridas, pero le preocupaba hacerle aún más daño.

—¿Sabes algo de Helena? —preguntó con voz queda.

Ágata negó con la cabeza, sin levantar la mirada.

El tiempo seguía avanzando. Aunque Ágata gimoteaba de vez en cuando, por lo demás, la estancia era un sepulcro. Las dos se sentaron en la cama de Clitemnestra a esperar. Las sábanas se estaban manchando con la sangre que goteaba de las heridas de Ágata, pero a Clitemnestra no le importaba lo más mínimo. La tomó de la mano y notó que estaba temblando.