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"Mi infierno de padecer covid: 40 grados de fiebre y un sabor a metal"

Dolor indescriptible de cuerpo, de cabeza, de garganta, pérdida del sabor y del olfato, tos y un debilitamiento atroz; y yo solo estaba enfermo de sugestión

Escrito en NACIÓN el

Porto mi mascarilla n95 y espero paciente en la sala de una clínica del IMSS por un nuevo diagnóstico médico, por la declaratoria que me hará salir como un hombre recuperado y ya no como un potencial agente de contagio.

Es martes 21 de abril y también es mi día 21 en las filas de los casos positivos de coronavirus en México y es al mismo tiempo el primer día en Fase 3. Una fase que se declara porque así lo permiten los números: a ese día iban 857 muertos y 9 mil 500 contagiados en el país.

En la apartada sala destinada para la atención de Covid-19, tengo tiempo para pensar en las estadísticas, para preguntarme sí hoy dejo de formar parte del grupo de “confirmados”, para contabilizarme entre los “recuperados”.  Hay tiempo suficiente para esa reflexión, antes de mi será el turno de otros 12 porque hoy la fase se vive en las salas de espera, hace una semana era yo y otra persona, solitarios antes del inicio de una curva inevitable de contagio.

Heme aquí con mis combatientes compañeros de emergencia en cuyos rostros agotados puedo reconocerme. Atraviesan por etapas diferentes, lo sé, me lo dice la experiencia. No es presunción, pero después de 11 días sorteando fiebres de 40 grados que no ceden ni siquiera con 4 gramos de paracetamol diarios, me siento un experto en el tema.

Imagino lo que viene para ellos y casi los compadezco. Yo por lo menos tengo un semblante más optimista, pero sé que aquí la mayoría apenas está por ser canalizado a una de las instituciones médicas del país autorizada para realizar la prueba de hisopo que dicta sentencia.

“Menos mal que no tuvieron que pagar por ella”, me tomo el pequeño atrevimiento de preocuparme por su economía sabiendo que en este momento es lo que menos importa. No debiera ser así, pero recuerdo el inicio de mi pequeña tragedia que me mostró el lucrativo rostro de los hospitales privados del país.

Nosocomios como el Hospital Los Ángeles quisieron condicionarme la aplicación de la prueba del coronavirus a la realización de otros test para descartar otras enfermedades respiratorias, bajo el falso argumento de que así lo indicaba el protocolo dictado por la Secretaría de Salud federal. Claro, autorizarlo significaba pagar una cuenta que podía alcanzar los 25 mil pesos. ¿Por qué en medio de una pandemia mundial se le ha permitido a los privados hacer de este virus un rentable negocio?

Mientras espero, evoco aquel 30 de marzo. Mi día cuatro con síntomas. Un inicio casi irrecuperable que atribuyo a los efectos de las altas temperaturas. Son recuerdos difusos, pero al mismo tiempo lo suficientemente claros como para recuperar mi otro episodio de indignación.

No había nada en mí, ni un pequeño indicio que me hiciera sospechar de mí mismo y de lo que más tarde sería un positivo por covid-19, aun así accedí a responder un test vía mensaje de texto, al 51515: “De acuerdo a tus respuestas tienes un riesgo alto de tener Covid-19. Sin embargo, tus síntomas no indican necesidad de hospitalización, por el momento te pedimos que permanezcas en aislamiento y tomes estas medidas preventivas (las que todos ya nos sabemos de memoria)”, dudé.

Por esta vía obtuve dos números de seguimiento y dos promesas de atención médica posterior, que nunca llegaron. A estos se sumó otra decepción: una llamada desesperada al 911 en el punto cumbre de mi sintomatología, tomada por un médico para quién mi problema era uno: “síntomas sugestivos”.

¡Bah! 40 de fiebre, dolor indescriptible de cuerpo, de cabeza, de garganta, pérdida de los sentidos del sabor y del olfato, tos y un debilitamiento atroz y yo solo estaba enfermo de sugestión. Claro que el pobre diagnóstico de un doctor importunado en la madrugada a la línea de emergencia, se vino abajo tres días más tarde con una prueba en positivo que me identificó como portador del nuevo virus.

Ya son tres personas menos en este presente donde espero para ser atendido, ni siquiera me imagino que en un par de horas saldré de regreso a casa con una nueva incapacidad, otros siete días de confinamiento familiar.

Que mi capacidad pulmonar aún no es la óptima, que mi visión tampoco, que han pasado 21 días desde mi confirmación y aún podría contagiar a alguien, que siga con ejercicios pulmonares, que el trabajo puede esperar ¿Puede? En mi caso lo ha hecho, ¿En otros?

Me siento mejor, es cierto. Siento que les cumplí a quienes me pronosticaron pronta recuperación “Eres joven”, “Eres un hombre sano”, “No tienes enfermedades crónicas”. Sí, estoy por lograr mi total recuperación, lo hice seguramente por esas razones, pero no puedo dejar de dar su crédito al médico epidemiólogo Rafael Paredes, quien me aguantó las llamadas y me consultó siempre, sin falta, sin problema.

A quienes estuvieron pendientes. A quienes ofrecieron hacer el súper, mandar medicamentos, mandar algo, lo que fuera. A quienes me cubrieron en el empleo, a los jefes, jefazos que pusieron mi salud por encima de todo lo que durante casi cuatro semanas no pude dar.

Gracias porque entre los malos números y los números fatales, estoy entre los números que se recuperaron, ente los que no requirieron internamiento, intubación. Padecí sí, pero ya estoy listo para volver a la “normalidad”, una normalidad vivida en casa, con teletrabajo, una hora para la comida que dejó de saber a metal, y al fin de una jornada productiva el sueño apacible que ya no culmina en un infierno a 40 grados.