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La izquierda, la propaganda y la realidad

La Silla Rota retoma el artículo original de El Nacional de Venezuela

Escrito en MUNDO el

Miguel Henrique Otero es colaborador de LA SILLA ROTA

El principio que rige los discursos de la izquierda es su recurrente desconexión con los hechos a los que se refiere. La mentalidad izquierdista no alcanza a visualizar lo evidente, desconoce las causas de los fenómenos sociales, no se plantea preguntas, es capaz de negar lo evidente. Mientras la realidad marcha por un rumbo, la tozudez del izquierdista delira por otro. En 2016, por ejemplo, cuando la falta de comida alcanzó en Venezuela proporciones extremas, Iñigo Errejón dijo que las colas, que llegaron a superar los tres kilómetros para comprar medio pollo, eran producto del aumento de la capacidad de consumo. A comienzos de noviembre, cuando en Venezuela se cuentan por centenares las muertes por inanición, afirmó que los venezolanos comen tres veces al día (solo un dato serviría para estremecer a cualquier ciudadano sensible: que los venezolanos han perdido, entre 2017 y 2018, un promedio de 8,7 kilos de peso).

Más que discursos –en los que se establecen inferencias entre unas cosas y otras–, los formatos preferidos de la izquierda son las muletillas o, en su variante de parlamento o micrófono, consignas que aplanan, distorsionan o niegan lo real. Hay en ello una intención, que es la de brutalizar los intercambios, impedir la confrontación de las ideas, para que el espacio público se convierta en escenificación estereotipada y canallesca (rufianesca, cabe decir). La denigración del adversario es una práctica cuyo testigo puede seguirse a lo largo de la última centuria: Stalin hablaba de piojos; Fidel Castro de cucarachas; Hugo Chávez de escuálidos; Daniel Ortega habla –todavía– de esclavistas y Pablo Iglesias de castas.

No solo enturbiar los hechos, también desacreditar al rival. El izquierdista personaliza sus ataques. Su objetivo es que la política sea procaz y callejera. Una secuencia de dimes y diretes. Su impulso primordial es la hipérbole, transmitir siempre una visión dislocada, bipolar de causas y efectos. Así llegamos al meollo de las prácticas discursivas del infantilismo izquierdista: la derecha será siempre culpable de todo, por los siglos de los siglos, y la consecuencia ha sido y será, según este guion, la de crear pueblos enteros de víctimas, que viven a la espera de que algún mesías rojo aparezca y los libere. En el núcleo de la propaganda subyace el método que consiste en partir el mundo en dos bandos: amigos y enemigos, nosotros y ellos, inocentes y culpables, héroes y traidores, solidarios y fachas, víctimas y victimarios, aliados y conspiradores. Las disyuntivas cumplen un papel potencialmente más perverso: siembran el campo para la difamación. La difamación, como sabemos, se impone a lo real, destruye las reputaciones. La propaganda izquierdista es profundamente psicógena, en tanto que promueve falsas generalizaciones y alienta el fanatismo. En la mentalidad del fanático izquierdista pululan los enunciados carentes de racionalidad o sin fundamento.

Pero este propagandismo izquierdista no está exento de eficacia. El más siniestro de sus trofeos es la considerable contribución que han ejecutado para negar, minimizar o negar la destrucción que la izquierda ha causado en América Latina. Mientras Hugo Chávez, el clan Ortega-Murillo y los Kirchner ponían en funcionamiento gigantescas maquinarias de corrupción –en todos los casos, salpicadas de nepotismo descarado–; mientras Evo Morales hacía uso de los recursos públicos para construir un multimillonario museo en homenaje a sí mismo; mientras Lula Da Silva viajaba por América Latina para tenderle alfombras rojas a Odebrecht; mientras en las calles de Nicaragua y Venezuela el poder asesinaba a ciudadanos indefensos y desarmados; mientras en los calabozos de Caracas y Managua se torturaban y torturan a presos políticos, la izquierda escogía –y escoge hoy– entre el silencio, el eufemismo o la negación abierta.

A la izquierda debemos una de las más siniestras perspectivas que se han puesto en circulación sobre la calamidad venezolana: que es el resultado de la contienda entre dos fuerzas, semejantes en muchos aspectos, dos contrincantes que no ceden en sus posiciones, como si la debacle humanitaria fuese el coletazo de dos intransigencias, de dos partes que no se ponen de acuerdo.

Esa interpretación no es inocente. Borronea lo incontestable: que se trata de una dictadura de poder ilimitado, que ejerce una fuerza policial, militar, paramilitar, judicial e institucional, desproporcionada en contra de cada ciudadano, y que ha propiciado la huida de más de 3 millones de personas, en menos de 3 años. En el marco de esa política, que sirve al régimen y resulta del todo ajena a las condiciones de persecución en que sobreviven dirigentes de la sociedad civil y políticos opositores, Pedro Sánchez dijo, el pasado agosto, que la solución a la fractura venezolana debería buscarse en un diálogo entre los propios venezolanos. Una burda manera de intentar salir por la puerta trasera.

Por absurda que sea la propaganda de la izquierda, los demócratas tenemos la tarea de responder, hacer visibles y comprensibles las falacias, mostrar los claroscuros, relieves y complejidades de lo real. No hacerlo equivale a dejar el terreno libre para beneficio de prejuicios y mentiras. La verdad lleva una desventaja: exponerla resulta más arduo. Pero no tenemos alternativa: hay que dar la batalla, aunque, por ahora, no sea previsible una tregua.