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La necesidad de parar el mundo

El panorama obscuro del mundo y sus gobernantes hacen cuestionarnos cual será el rumbo que tomará este, un poco de lectura quienes se eligen podrá vislumbrar lo que puede venir

Créditos: LaSillaRota
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No fueron pocos los que aguardaron las elecciones de medio término en Estados Unidos con cierto temor. Un derrumbe de la administración Biden a dos años del final y la posible reaparición en la escena de Donald Trump, como carta de futuro, vislumbraban un panorama más acorde a como marcha el mundo y, principalmente, a lo que hasta aquí venía mostrando el gobierno demócrata. Mientras promedia el escrutinio en el país del norte hay una sola certeza: nadie se suicida la víspera. Al menos después del daño que sufrió esa, una de las democracias más sólidas del universo, aquel 6 de enero de 2021 durante la frustrada toma del capitolio. 

Pero más allá de la lectura que arrojen esas elecciones, el mundo se presenta como un escenario de máximo riesgo. Nada nuevo si recordamos que ya Mafalda, ese eterno personaje de Quino, lleva décadas gritando que  “…Como siempre, apenas uno pone los pies en la tierra se acaba la diversión”.

La diversión ya no es problema sino la preocupación que la realidad viene generando. Desde el calentamiento global, que por estos días es tema central en la Cumbre Mundial del Clima que tiene lugar en Sharm el-Sheikh (Egipto) y hasta el rumbo nuclear que, por momentos, toma la ofensiva rusa sobre Ucrania y los consecuentes pronósticos devastadores sobre la economía europea, tiene destino de ser tan sólo un capítulo de una historia bélica que se escribe con la velocidad de los tiempos que corren. 

En la longeva complejidad de Oriente Medio, el derechista Benjamín Bibi Netanyahu (1996-1999 y 2009-2020), está de vuelta de ese lugar del que nunca se había ido. Formando gobierno por estas horas y esforzándose  por armar una coalición un poco más a la derecha de lo que tiene acostumbrada a la comunidad internacional. En ella resalta el polémico Itamar Ben Gvir, líder del partido Otzmá Yehudit (Poder Judío), cuya promesa más repetida en su campaña es la de acabar con todos los árabes de Jerusalén, lo que comenzaría a desdibujar cualquier esperanza de una mejora —al menos en el mediano plazo— en el conflicto árabe-israelí.

Y como la historia es dinámica, ahora fue el turno de  Xi Jinping, el presidente chino, quien, tras renovar sus credenciales al frente del Partido Comunista Chino, le advirtió al mundo que se prepara para la guerra y para tratar de recuperar Taiwán. Ya lo había advertido Carl von Clausewitz (1780-1831) eso de que “la guerra es la continuación de la política por otros medios”. Y si como casi todo, últimamente,  se conjuga en clave bélica, el mundo asiste a  una guerra  comercial sin precedentes y con consecuencias que ya se sienten en buena parte del planeta. Y todo culpa de los constantes fracasos de la política, aquí, allí y más allá también. 

Podemos asimismo venirnos más cerca y hacer un paneo rápido por nuestro patio común: Latinoamérica. La reciente victoria electoral de Lula en Brasil fue recibida como un alivio para la castigada democracia de ese país (y también para la región), donde el hartazgo con los representantes del poder fuerza  el surgimiento de outsider, dizque Libertarios (sin pagar royalties ni a los descendientes de Mijail Bakunin o a los de los hermanos Flores Magón). 

  No faltaron los observadores que se obstinaron en medirla con una métrica política en desuso. “América Latina se pinta de rojo”, “un giro a la izquierda” y valoraciones por el estilo. Por el contrario, lo primero que hizo el presidente electo fue confirmar en el cargo al actual titular del Banco Central, Roberto Campos Neto, quien logró encuadrar la inflación y dedicarse a negociar con las tribus de la derecha, que respaldaron a Jair Bolsonaro, para garantizar su futura gestión. 

Una gestión a la que, en un marco de polarización social, los silencios postelectorales de Bolsonaro fueron tapizando de conflictos en carreteras, de manifestaciones sectoriales en ciudades, donde resaltaban grupos abonados a cierto neofascismo en boga en varias latitudes, haciendo el saludo nazi y musicalizando con la Sinfonía en do mayor de Richard Wagner, el compositor de cabecera de Adolf Hitler. 

Esa fue la estrategia de Bolsonaro que algunos analistas  compararon, sin ambages, con aquella toma del Capitolio, liderada por Trump, concebido como “el espejo” en el que todavía se ve el aún presidente brasileño. 

Ese tipo de discurso, ese estilo y las formas de administrar el poder ya lograron instalar ejemplares en Suecia y en Italia. Demostró un franco (nunca mejor utilizado el término) crecimiento en Francia, con el Frente Nacional y sus aliados, encabezando la oposición, mientras que en España viene ganando posiciones, de cara a las elecciones del año próximo, el neofranquismo de VOX. También en Argentina, el “Libertario” Javier Milei viene capitalizando el descontento tanto con el gobierno como con la oposición liderada por el expresidente Mauricio Macri. 

Todos ellos albergaban la esperanza de que el electorado estadounidense, el pasado martes, allanara el camino de retorno para Trump. Terminó ocurriendo todo lo contrario. Al expresidente le surgió un escollo de proporciones en la figura del reelecto gobernador de Florida, Ron DeSantis, con el que deberá discutir la candidatura del Partido Republicano. 

Es posible que el debilitamiento de la política como herramienta, tanto para la transformación social como para la organización del Estado, haya llegado a tal magnitud que disparó una epidemia de daltonismo a la hora de observar el color de cada gobierno. Por ejemplo, ¿Cómo calificar de progresistas a gobiernos como los que se suceden, unos a otros, en Argentina que no pueden superar la categoría de neoconservadores criollos, con sus repetidos vicios y las ya acostumbradas secuelas sociales? ¿Cómo se puede tipificar de “revolucionario” a ese marasmo en el que la herencia de Hugo Chávez y sus huestes han convertido a Venezuela? ¿Importa acaso el color o la adscripción diversa de Gabriel Boric, en Chile; Guillermo Lasso, en Ecuador; o Alberto Fernández, en Argentina, cuando ninguno de sus gobiernos puede hacerle frente a la avasallante internacionalización del narcotráfico que en los últimos meses viene mostrando su peor cara? Al mejor estilo de  multinacional, las franquicias de carteles colombianos y mexicanos, como es el caso del de Jalisco Nueva Generación, por citar solo a uno, se fueron abriendo en algunos de estos países. En Melipilla, ahí muy cerca de Santiago, en los barrios populares de Guayaquil o la otrora industrial Rosario (tercera ciudad de Argentina en densidad poblacional), se erigen como reproducciones casi perfectas de la Comuna 13 de Medellín. El aumento de los asesinatos en los últimos años y la ola de violencia que azotó recientemente a Ecuador son la demostración palpable de que la ausencia del Estado aparece como el único factor común que bien podría unir a esos tres gobiernos. Aglutinados en algo parecido a la Internacional del fracaso. Una (des)organización a la que muchos otros, como el peruano Pedro Castillo, entre otros, bien pueden aspirar a pertenecer.

Con sus graves problemas estructurales a cuestas, en América Latina el conflicto global parece demasiado lejos, pero está cada vez más cerca. Tanto como lo puedan estar Medellín o Zacatecas. La espiral inflacionaria no solo afecta a los Estados Unidos, sino también a países como Colombia, de la misma manera que afecta a Europa. Nadie vislumbra una solución a corto plazo y no se detectan dirigentes en la región que estudien la forma de aprovechar la coyuntura de crisis global como allá lejos en el período entreguerras del siglo XX, porque, a unos más y a otros menos, la coyuntura parece abrumarlos, y no es para menos. Amén de lo que termine de acontecer en Estados Unidos, en el escrutinio que acapara la atención, el planeta hoy por hoy es ese  espacio del que a no pocos les gustaría pedir a coro con Mafalda aquello de “…Paren el mundo, que me quiero bajar”.

 

DJC