ELECCIONES EN BRASIL

Lula, tercer acto: negociador serial, riesgo y oportunidad

De las urnas surge el país de la polarización perfecta. Un gigante fracturado conceptualmente en dos mitades. No en vano, el primer mensaje al país del presidente electo fue contundente: “No hay dos Brasiles....”

Escrito en MUNDO el

Fue la economista portuguesa, María Conceição Tavares, hoy con sus jóvenes 92 años, quien mejor supo definir a Luis Ignacio Lula Da Silva, una tarde cualquiera del 2001, en Rio Grande do Sul: “... Brasil tuvo a Pelé en el fútbol y tiene al Pelé de la política, que no es otro que Lula...”.

Como casi todo en Brasil se tamiza en el fútbol, esta mujer de varios exilios, desde la dictadura de Antonio de Oliveira Salazar, no deja de celebrar por estas horas su ocurrencia de entonces y el hecho no menor de que el domingo Brasil comenzó a suturar las considerables heridas que el gobierno de Jair Bolsonaro le ocasionó a la democracia. 

Y ahí está “el Pelé de la política”. Listo para el desafío más difícil de su dilatada carrera pública. Un maremágnum económico, político y social, que se vislumbra en un horizonte en el que las referencias a la figura de “O Rei” habrá que buscarlas en otras artes más complejas. 

De las urnas surge el país de la polarización perfecta. Un gigante fracturado conceptualmente en dos mitades. No en vano, el primer mensaje al país del presidente electo fue contundente: “No hay dos Brasiles....”, y se comprometió a hacer un gobierno para todos, aun cuando desde el arranque, desde las primeras horas tras los comicios, el silencio atronador de Bolsonaro abrió las puertas a las sospechas de que la transición hasta el 1 de enero (día del traspaso presidencial) puede convertirse en un camino tortuoso, minado, por el equipo ministerial de este paracaidista uniformado, al que no le alcanzó el trabajo fino de su ministro de Hacienda, Pablo Guedes, para extender su gritería en el Palacio del Planalto por otros cuatro años. 

Cierto es que Bolsonaro y su tropa de neofascistas autóctonos conservan un poder más que considerable, con un bloque mayoritario en el Congreso, compuesto por diputados y senadores propios y otros aliados de centroderecha, tan acostumbrados a sus poltronas legislativas, lo que nos le impedirá “escuchar ofertas...”. Como es de rigor desde el final de la dictadura en 1985. 

Si hasta la noche del domingo abundaban los temores por la reacción del bolsonarismo ante el ajustadísimo resultado, fue el presidente Joe Biden  quien se encargó de extinguirlos, con su rápido mensaje reconociendo el resultado. Y es que allí radicó el déficit más importante de esta suerte de copia carioca de Donald Trump: el frente externo. No es casualidad que Washington aún no haya designado embajador en Brasilia, a la espera de que “el mito político” en el que se ha convertido Lula regrese al poder. 

Un regreso trabajoso. Un triunfo que no fue unipersonal ni mucho menos, sino el de un vasto sector de la sociedad que se hartó del autoritarismo desbocado, de la apelación constante a la violencia, del machismo y la homofobia, de los insultos gratuitos, del negacionismo en tiempos de pandemia y de un país para pocos. Lula supo aprovechar esos 580 días en la cárcel para reflexionar. Un animal político, como en su caso —tal vez, uno de los últimos de una raza en franca extinción—, había salido de la jaula con su instinto exacerbado aquel 8 de noviembre de 1989. No dudó un instante, en sentarse a negociar con su enemigo de otros tiempos y otras batallas, el expresidente Fernando Henrique Cardoso (1994-2002), sellar con él una alianza y sumar a cuanto demócrata suelto anduviese por ahí,  en la búsqueda de un refugio de los ataques y dislates del presidente, para construir un frente. En el ADN de todos ellos se hallaba aquella gesta compartida por las “Diretas Ja” (Directas Ya) contra la dictadura militar a comienzos de los años 80.

El ejecutor del Plan Real (de estabilización económica en los 90) no tardó nada en ungir al cuadro más conservador de su reserva, el exgobernador de São Paulo Geraldo Alckim. Todos juntos articularon una campaña de largo aliento, donde Lula fue hurgando en su archivo para rescatar el histórico eslogan “Lula La”, de su primer campaña en 1989, cuando cayó ante Fernando Collor de Mello (1990-1992), y que esa brigada de artistas, cantantes e intelectuales —con Chico Buarque y Caetano Veloso al frente— transformó en la canción de campaña que supo interpretar en vivo, en las redes sociales o donde fuera necesario para salvaguardar la erosión democrática.

Pero si hoy la democracia brasileña puede empezar a cicatrizar sus heridas, la de Sudamérica puede esperanzarse en recuperar su capacidad pulmonar. Lo contrario hubiese agravado la situación regional en estos tiempos de neofascismos de distinto pelaje esparcidos por el mundo. 

Por lo pronto, si la transición del poder en Brasil ya se vislumbra difícil, la senda del futuro gobierno se parece mucho a un campo minado. Una sociedad dividida, cargada de crispación, más de 30 millones de personas que pasan hambre y una economía que, amén de la considerable mejora en los últimos 12 meses, presenta un cuadro complicado para el 2023, fruto del abultado déficit fiscal (70.000 millones de dólares, de acuerdo a las estimaciones de los analistas económicos) que heredará el futuro gobierno. Un escenario cargado de riesgos, pero también el ideal para un negociador serial como Lula

Su primer gran desafío es negociar con los bloques opositores en el Congreso. Con el Partido Democrático Brasileño (PMDB) —del que guarda el recuerdo de la traición de Michel Temer en 2016 contra la presidenta Dilma Rousseff— y con otras agrupaciones. Incluso con las que respaldaron a Bolsonaro, cuyo bloque del Partido Liberal (PL) aparece como el escollo más difícil para los próximos cuatro años. ¿Cómo pactar leyes con el exmilitar con el que en el último debate, el pasado viernes, se lanzaron todo tipo de insultos? La respuesta llegará con la acción. Dispuesto a cumplir su promesa de elevar la paga a 600 reales (113 dólares) de los subsidios a la pobreza (Auxilio Brasil) que Bolsonaro implementó poco menos de un año atrás, Lula deberá pedir al Parlamento el permiso para un gasto extra que se estima en 25.000 millones más. Un cifra que en el actual contexto económico global se vislumbra como una quimera. 

Casi por vicio ya en los papeles al nuevo gobierno de Lula se lo percibe  de izquierda, apuntándolo en ese bloque sudamericano de gobiernos de un mismo color político. En este caso, lo más recomendable para cierto tipo de progresismo y para los afiebrados neoliberales —todos ellos siempre apurados para catalogar con etiquetas obsoletas, no sólo por lo manoseadas sino por la velocidad de la información (Paul Virilio Dixit) que las fue transformando— sería la de no hacerse ilusiones con el Lula de otros tiempos.  

Solo basta revisar su biografía para comprender que su condición de “hombre de izquierda” no se fraguó al calor de la IV Internacional, sino en las Comunidades Eclesiales de Base y en el sindicalismo, donde el pragmatismo fue siempre la única religión permitida. Y fue gracias a ese pragmatismo por el que acaba de llegar por tercera vez al poder. El mismo conjunto de creencias en el que se apoyará para atravesar ese pandemónium que le espera en el futuro inmediato. Una época muy distinta a la que le tocó arrancar su gobierno en el 2002;  con un mundo sumergido en algo parecido a una guerra global donde los flujos comerciales se transforman en la munición silenciosa que terminará por dirimir a vencedores y vencidos. 

Una empresa complicada para un gobierno que será, sin ambages, heterogéneo en lo ideológico, liderado por un pragmático empedernido que, a los 77 años, necesitará de su reconocida habilidad negociadora, de toda la experiencia política de estos 45 años con los que se fue alimentando su mitología y también, para no desairar a Tavares, del talento del rey Pelé.