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‘Mientras no hagamos daño, somos invisibles para la sociedad’

Tres, de más de mil niños, nos cuentan su historia al vivir en situación de calle

Escrito en ESPECIALES LSR el

CIUDAD DE MÉXICO (La Silla Rota).- Más de mil niñas y niños viven en las calles de la Ciudad de México, vulnerables al peligro e invisibles para todos, incluido el gobierno que no cuenta con un presupuesto para atenderlos. 

 

Aquí tres de esas historias. 

 

Antes de contar su historia, Johana quiere dejar claro que ella no es de la calle, que no es de las asociaciones civiles y tampoco es de las dependencias gubernamentales que de vez en cuando les llevan ropa y comida. Lo dice porque varias veces la han tratado de rescatar, argumentando que los chicos que viven en la calle son responsabilidad de “alguien”. 

 

“Yo soy libre, antes fui una niña de casa, una niña bien, tenía un trabajo y ganaba mi dinero. Yo no soy de la calle”, advierte antes de cualquier pregunta. 

 

Johana tiene el cabello teñido de azul, en los ojos pupilentes color morado y en los labios, carmesí (o el poco que le queda es de ese color). Trae unos jeans rotos y una sudadera negra muy delgada, además de una gargantilla de la que pende la figura de un búho. 

 

“Lo que pasa es que mi mamá me acusó de robarle dinero. De por sí no me quería, siempre me estaba insultando, cuando salía a trabajar y regresaba a la casa me decía: ‘¿y ahora con quién te fuiste de puta?’”, relata Johana o mejor dicho: ‘La Barbie’

 

Entre una anécdota y otra, la chica de 17 años le da un jalón a la mona, un puño de papel higiénico con thinner que en los últimos días se ha convertido en su único entretenimiento. 

 

“Yo no me drogaba, pero todos aquí lo hacen. No me cuesta, ellos me dan de la que compran”, explica la joven sobre la pandilla de jóvenes con quienes pasa los días y las noches desde que, por andar en la aventura, la vida se puso más corrosiva que el thinner. 

 

‘La Barbie’ explica que desde la vez que la violaron dos hombres por el metro San Cosme, ya no se separa de su pandilla. Cualquier extraño que se quiera acercar a ella tienen que pasar, por lo menos, por el asedio ocular de al menos 15 chicos que la rodean. 

 

“Venía caminando por la avenida y me jalaron… eran dos… me llevaron a un parque y me violaron… Fui al MP y ahí me dijeron que por el estado en el que me encontraba no era posible saber si estaba diciendo la verdad ¿cómo no, si me dejaron sangrando?”, cuestiona y le da otro jale al activo.

 

Johana reflexiona que su mamá seguramente la odia porque no acabó la secundaria, se embarazó a los 14 años y tuvo el bebé a los 15. Su padre nunca medió en los líos que tenía con su madre. 

 

“No, de él no quiero hablar… a las niñas nos pasan muchas cosas malas”, dice y agrega que su hijo, un bebé de dos años y medio, se encuentra ahora con sus abuelos.  

 

“Se lo quedó ella (su mamá), yo lo quiero ver pero no sé cómo acercarme, no sé cómo hablar con mis papás para que me acepten otra vez en la casa. Siempre han pensado que en lugar de irme a trabajar me iba a echar desmadre, cuando estaba más chica sí, pero desde que nació mi bebé ya no. Trabajaba vendiendo boletos de avión”, cuenta. 

 

Johana quiere encontrar un trabajo, arrancarse la mona de la nariz, darse un baño y cambiarse de ropa. No quiere más monedas sueltas, asegura, a lo que aspira esa a volver a su vida de niña de casa. 

 

“¿Tu no me puedes encontrar un trabajo? yo nomás me baño y ya estoy lista. Si encuentras alguno, aquí ando”, pide. 

 

 

 

‘El Acapulquito’ es un chico de piel bronceada, habla con lentitud a causa de las drogas que consume. Se llama Darwin y tiene 16 años, llegó a la Ciudad de México hace cuatro meses proveniente del puerto. 

 

“Por eso me dicen el Acapulquito, porque soy de Acapulco”, sonríe. 

 

-¿Por qué decidiste venir a la Ciudad? Se le pregunta. 

 

“Porque me iba a agarrar a machetazos con mi padrastro… nos íbamos a pelear porque le estaba pegando a mi hermanita. Mi mamá se puso en medio, por eso ya no nos dimos”, relata. 

 

Pero no fue este hecho, sino lo que pasó a continuación lo que derivó en su decisión de largarse del puerto, aquel que para la mayoría de quienes no viven ahí es un paraíso. 

 

“Le dije a mi mamá: escoja, ma, él o nosotros que somos sus hijos. Y mi mamá me dijo: tú ya estás muy grandecito para seguir viviendo aquí, por eso me fui de mi casa con un amigo”, explica. 

 

Darwin tomó una mochila, metió botellas con agua de la llave, se fue a despedir de los lancheros con los que trabajaba lanzando redes de pesca y “agarró monte” con su mejor amigo, otro joven que también vive en la calle, pero al que le perdió la pista desde hace un par de meses. 

 

“Caminados toda la carretera, varios días ya no me acuerdo, hasta Tres Marías. Ahí estuvimos un rato pidiendo, charoleando, y nos daban de comer las señoras de los puestos. Nos quedamos como dos días y luego un señor dijo que venía al DF en su camioneta y nos trepamos”, agrega. 

 

Y aunque la odisea del Acapulquito merece un final feliz, este aún no llega, por el contrario, todos los días el reto es seguir viviendo.

 

“Luego pasan gente y me regala unas galletas, a veces un refresco, cuando no me dan nada pues me paro en la esquina y sonrío, porque una chava me dijo que tenía bonita sonrisa,  y entonces amablemente pido una moneda”, cuenta. 

 

‘El Acapulquito’ también monea, a pesar de saber de las consecuencias que le traerá el activo a su cerebro. 

 

“El otro día un amigo que le decimos el Huesos se empezó a convulsionar, ya no se paraba, nada más tenía la mano aquí, en el pecho y se quejaba, vino una ambulancia para ponerle algo aquí en el brazo (suero) y luego, luego se paró”, recuerda. 

 

Cualquiera diría que Darwin es un chico hiperactivo con una sonrisa inagotable, sólo cuando habla de Dios su rostro se descompone y la cosa se pone seria. 

 

“Yo antes creía mucho en Dios, yo le pedía muchísimas cosas… mis creyentes son estas (enseña un escapulario de San Judas Tadeo y otro de la virgen de Guadalupe)”, asegura. 

 

‘El Acapulquito’ llegó a vivir afuera del Metro Hidalgo que –junto con el Panteón San Fernando y la esquina de Balderas y Articulo 124– es uno de los puntos donde las autoridades tienen identificados como "hogares" de personas en situación de calle. 

 

"Me fui de ahí porque como ya saben que ahí hay chavos, pasan señores ofreciendo dinero a cambio de que uno se vaya con ellos... ¡Pues al hotel!. Hay chavos que si se van, pero yo no, yo todavía quiero volver a Acapulco", cuenta. 

 

Y lo tiene bien planeado. Dice que juntara dinero, en dos semanas sacará lo que vale el boleto al puerto ($500 pesos) y luego irá a los baños de La Raza, comerá y se aseará en el Centro Cristiano que "está por ahí cerca" y luego "adiós". 

 

"Quiero regresar a jalar la red, ya no quiero estar en la calle. Le voy a pedir a unos amigos de allá que me dejen quedarme en sus casas en lo que junto para mi lancha", finaliza. 

 

 

Bryan 

 

Bryan es un chico listo al que le gusta ver la vida con filosofía. "La calle se vive como uno quiera, puede ser tan fácil como tú quieras", asegura tajante. 

 

Salió de su casa en la colonia Moctezuma cuando tenía 14 años por conflictos con su padrastro. Se fue a vivir con su papá, pero al poco tiempo, este lo internó en un centro de rehabilitación para que superara su problema con las drogas. 

 

"¿Sabes qué es lo más chistoso? Que yo ni siquiera me drogaba, más bien mi papá quería deshacerse de mí, porque cuando logré escaparme y regresar a la casa, él ya se había ido, se me escapó. Pero un día lo encontré y casi lo agarro a golpes", dice con tono irónico. 

 

-¿Ha sido fácil para ti vivir en la calle? se le cuestiona. 

 

"Mmm... Diría que ha sido divertido. Lo que más me gusta hacer es juntar 150 pesos, irme al buffet chino que está en Balderas, comprar comida y luego me voy a los hoteles a ver películas. O también me voy a una biblioteca que está por metro Normal a leer, el otro día estaba leyendo Cujo, de Stephen King", cuenta.

 

Si no fuera por su forma de hablar o su rostro envejecido por el activo, Bryan pasaría  como lo que es, un niño con signos de hiperactividad o un joven que por su forma sarcástica de hablar se ha ganado dos sentencias de muerte. 

 

"Han estado a punto de picarme porque dicen que me burlo de la forma en cómo habla la banda (...) Ponerme triste ¿por qué? Esta es la vida que me tocó y como te digo: la calle se vive como uno quiera, aquí mientras no le hagas daño a nadie, nadie te ven, nadie te pela, eres invisible y eso no siempre es malo", asegura. 

 

De acuerdo con el Gobierno de la Ciudad de México mil 135 niñas y niños viven en las calles de la capital. Sin embargo, este dato solo es una aproximación al problema y es aún conservador, pues además de que data de 2010, no contabiliza a todos los menores en esta situación 

 

"Se trata del universo de atención del IASIS (Instituto de Asistencia e Integración Social), no quiere que sea un censo completo pues para eso tienes que contabilizar a los jóvenes en albergues", asegura Juan Martín Pérez de la Red por los Derechos de la Infancia (Redim). 

 

Otro indicador, asegura el activista, es que no existe un presupuesto asignado para atenderlos y "repartirles cobijas y café" no es reintegrarlos. 

 

"Hemos exigido hace ya muchos años que se realice un censo de población callejera como se hace en ciudades de Europa, donde esto se realiza cada año con voluntarios y eso sirve para evaluar las políticas públicas", afirmó. 

 

Bryan además de leer y ver películas, hace magia con las cartas. Tiene una baraja con la que adivina qué carta elige su público, casi siempre el 10 de corazones. 

 

"En la calle también se aprende a hacer magia", finaliza. 

maaz