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Vivir entre la inseguridad y la covid

De la covid nos protegemos con cubrebocas, gel antibacterial, jabón y con un poco de renuncia a la vida social, pero ¿cómo protegerse de la inseguridad diaria?

Escrito en METRÓPOLI el

La covid-19 es una calamidad, pero la inseguridad también lo es. Del coronavirus uno se protege con un cubrebocas, gel antibacterial, jabón y con un poco de renuncia a la vida social. Y con un poco de esperanza, si sale pronto la vacuna, esto pasará o sus efectos serán menores.

Pero cómo se protege uno de personajes que creen que vivir de lo ajeno es lo correcto. ¿Cómo protegerse si un ladrón saca una pistola y con más sangre fría que el coronavirus, que a fin de cuentas no es un ser vivo, jala el gatillo con tal de lograr su objetivo?

Quienes viven en zonas inseguras deben portar cubrebocas y protegerse de un enemigo que no ven, y deben estar atentos de personas que en un instante pueden volverse ejecutores por unos cuantos pesos. 

Lo vi este jueves 10 de septiembre, en Zaragoza, frente a la Unidad Habitacional Ermita Zaragoza. Me tocó llamar al 911 para pedir una ambulancia para un hombre que quedó en el camellón, luego de que unos tipos en una motoneta lo quisieron despojar de su moto. Eso fue lo que nos contaron a unas señoras y a mí, unos trabajadores de una gasera que auxiliaron al joven de 22 años. 

Contaron que este se negó a entregar la moto pero a cambio se llevó de recuerdo un balazo en la espalda, abajito de las costillas, del lado derecho. El motociclista continuó al volante de su vehículo, pero a los pocos metros comenzó a tambalearse. De no ser por los empleados de la gasera que lo alcanzaron a ver, hubiera perdido el sentido y quizá hasta la vida.

Los trabajadores dejaron su camioneta estacionada en la lateral, se le acercaron sobre el camellón y le pidieron no dormirse. Llamaron la atención de los vecinos, que al acercarse marcaron al 911 para reportar al joven baleado. Varios llamamos pero a mí fue a quien le contestaron. Me hicieron preguntas tan raras que poco faltó para que me preguntaran si conocía el nombre de los frustrados y violentos ladrones.

Los gaseros, que en ese momento no llevaban cubrebocas, lucían preocupados por el motociclista y no se retiraron de ahí hasta que la ambulancia se lo llevó. En ese momento se convirtieron en héroes. Quizá si llevaban tapabocas en su vehículo y como hacen muchos al desplazarse, se lo quitaron, sintiéndose seguros al estar sólo ellos tres, en la camioneta. Y posiblemente se les olvidó colocárselos ante la inesperada situación que enfrentaron.

En todo caso, para ellos y cualquiera es más fácil usar un cubrebocas que un chaleco antibalas. Y aunque el coronavirus no se vea y una pistola sí, de poco sirve esto.

Minutos antes de que nos enteráramos del motociclista baleado, platicaba por la calle con una vecina sobre la inseguridad en la unidad. Le pregunté si era grave. Sin rodeos me respondió que sí. El tema lo saqué a colación porque caminábamos sobre un parque abandonado, con arcos que estaban desconectados entre sí. Una zona donde esas frases de componer el tejido social se traducían en basura, grafittis y esas construcciones que lucían absurdas.

-Sí está feo. A mí me tocó una vez que estaba comiendo una gordita cuando el hombre que estaba a mi lado fue baleado en la cabeza- recordó. 

Quizá porque era creíble, ni ella lo dijo con estridencias ni a mí me pareció tan espantoso. Como si estuviéramos vacunados contra la indignación de que eso pase.

Avanzamos unos 10 metros cuando alguien dijo que había sonado un balazo y que algo le había pasado al de la moto. Entonces cruzamos la lateral de Ermita, haciendo señas a los automovilistas, para que nos dejaran pasar. 

Al acercarnos vimos al hombre pálido y al mismo tiempo sudar a chorros y con sus párpados a punto de cerrarse. Sin quitarnos el cubrebocas, llamamos al celular. Cuando las señoras que me acompañaban vieron que me contestaron, entonces se acercaron al joven de 22 años y para despertarlo mientras llegaba la ambulancia, le pusieron en la cara líquido que emergía de un nanodifusor que se usa para limpiar de coronavirus el ambiente. En este caso sirvió para que no se durmiera. 

La visita que hice a la colonia me sirvió para recorrer un tramito de la ciudad y ver el comportamiento en la covid, en el semáforo naranja, de las personas. 

Antes de llegar ahí, viajé en el Metro de la Línea A y luego de bajar, noté a un hombre que iba sin cubrebocas. Ambos nos miramos. Él se rió desafiantemente de mí, que además de cubrebocas llevaba mi careta. Lo que más me extrañó es que en el Metro lo hayan dejado pasar sin cubrebocas, cuando se supone está prohibido.

Acudí a la mencionada colonia para hacer un trabajo sobre grietas que afectaron casas por el sismo. 

Al salir del Metro notamos a un vendedor de caretas, muy bonitas, con gorra incluida, o con una especie de armazón para sujetar el cubrebocas en la nariz. Lo curioso es que él no llevaba uno. 

En la colonia la mayoría llevaba puesto el suyo: de colores, de florecitas, tipo médico, lo cual era positivo, me dijo un vecino de 56 años, ya que entre sus habitantes, predominaba la población de adultos mayores. 

-Muchos son más grandes que yo. 

Dimos un recorrido por la colonia, algunos vecinos me permitieron entrar a sus casas y confirmé lo acertado de que yo llevara cubrebocas y careta. Ellos se sentían seguros en sus casas y como cualquiera haría, no tenían por qué ponerse el cubrebocas en su casa, pero si yo no lo hubiera llevado, tanto ellos como yo podríamos haber estado en riesgo. Ya he sabido de dos casos de personas que suponen se contagiaron luego de salir a recibir algo, y hacerlo sin el adminículo. 

Una señora nos guió por esas calles y casas lesionadas, como ella las describió. Ella tampoco se quitó el cubrebocas. Al terminar el recorrido, mis compañeras que también son activistas y yo comenzamos a despedirnos. Temíamos que la lluvia nos complicara el regreso. Pero ella nos pidió quedarnos. Quería que no nos fuéramos sin comer. Su amabilidad resultó más grande que el miedo al virus.

Nos condujo a una casa con espacio abierto y un jardín, y ahí fue el único momento en que se quitó el cubrebocas. No nos venía mal un taco luego de ayudar al motociclista. 

Otras personas se encargaron de preparar pico de gallo, comprar tortillas, chicharrón y queso crema para unos formidables tacos placeros. Con sana distancia entre unos y otros, comimos unos tacos y tomamos refresco. Lo aderezamos con una plática sabrosa. 

Le agradecí la comida. Con el cubrebocas ya puesto, me dijo por qué la preparó.

-Es un acto de amor compartir lo que Dios nos socorre.

Así terminó mi visita, entre el covid, la inseguridad y lo mejor, la solidaridad.

 
 
fmma