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Entre el semáforo amarillo y las calamidades en la ciudad

Hay que aceptarlo: podemos vencer los efectos de la covid, pero quedan otras calamidades al acecho: la sequía, los incendios, la contaminación y los accidentes

Escrito en METRÓPOLI el

Vivimos en la ciudad de las calamidades. Somos una de las urbes a nivel mundial que han sido más golpeadas por la covid-19. Incluso aquí se hicieron pruebas de algunas vacunas, pues había suficientes conejillos de Indias para hacerlo. Algún día ese esfuerzo será reconocido.

Pero también se ha comenzado a avanzar en el número de pruebas para detectar los casos y aislarlos y en la vacunación primero de los adultos mayores y ahora los de 50 a 59 años, entre ellos yo mismo -cosa que agradezco hoy y siempre- hay esperanza de apaciguar al bicho. Nuestros avances ameritaron que la jefa de Gobierno anunciara el semáforo epidemiológico amarillo, donde lo más destacado es que ya habrá, con foro limitado, acceso a espectáculos deportivos.

Sin embargo, hay que aceptarlo: podemos vencer los efectos del coronavirus, pero quedan otras calamidades que nos acechan: la falta de agua cada año es más preocupante y ni siquiera se compensa cuando hay lluvias que inundan el Metro o los estacionamientos subterráneos de colonias como la Portales -como ocurrió el año pasado- porque no se recolecta el agua de la lluvia.

Gente como nosotros sufre esta falta de agua y debe abastecerse con pipas que tardan días en llegar, o comprarlas a precios prohibitivos a grupos no siempre confiables. Eso pasa por ejemplo en Topilejo, donde cada 5 minutos pasan las pipas de agua.

Además, el huachicoleo de agua aumenta pero más grave es que haya fugas por donde se desperdicia hasta 40 por ciento y se agravan ante las tuberías viejas que se rompen por el hundimiento de la calidad causado, oh paradoja, por la sobreexplotación de los mantos acuíferos: la esponja la exprimimos, se seca, se agrieta y se rompe y las tuberías abajo también.

A ello se añaden los cada vez más frecuentes incendios. Falta el agua, la deforestación aumenta y es el combustible perfecto para una chispa. Hay menos árboles y además estos están secos, entonces el aire transporta más rápido el fuego.

Esos incendios causan contaminación -otra calamidad-pero no es el único factor ni el principal. Las emisiones contaminantes de millones de autos se combinan con las altas temperaturas y se genera ozono, la famosa temporada de ozono que luego hace que en las tardes primaverales no se vea el Ajusco, que la visibilidad en el aeropuerto no pase de 4 millas y que a las 5 de la tarde miles de personas sintamos dolor de cabeza y ojos lacrimosos, y si estamos en la calle una piel reseca. Nada lindo.

Esta semana se sumó la crisis del transporte público, de por sí tan deficiente. Un colapso de una estructura de la Línea 12 paralizó la llamada Línea Dorada -el nombre le queda como anillo al dedo, si permiten el sarcasmo- y no hay fecha para que regrese a operar.

Supersticiosamente podríamos decir que es una línea con mala pata, maldita, nacida con mal fario, que empezó con el pie izquierdo.

Pero es un proyecto técnico, no esotérico, donde sus continuas fallas sólo se explican por negligencia y una mala construcción.

Una línea en la que los trenes son más anchos y es más cómodo viajar porque es más espacioso. Pero los vehículos marchan sobre vías más chicas de lo que debían ser, en curvas cerradas y eso hace que haya un mayor desgaste y provocaba unos rechinidos de miedo en algunos tramos.

Inutilizada desde la noche del 3 de marzo, eso ha provocado que los viajes sean más tardados y tortuosos para quienes viven en una zona poco comunicada. Porque aunque haya en apoyo del Metro camiones RTP y hasta los nuevos trolebuses chinos con autonomía de 70 kilómetros sin usar catenaria, lo cierto es que comparten vialidad con más automovilistas y con otras expresiones del transporte público, emisarios del pasado como son los peseros. Entonces eso alienta un mayor  tráfico.

A ello se suma que quienes usaban el metro, tenían una vista área  de las colonias y pueblos aledaños y cuando había suerte, sin contaminación, o sea pocas veces al año, los volcanes.

Ahora sólo se ven varios meses sin Metro y muchas horas en camiones de RTP y peseros. Una calamidad para quienes viven allá.