La cabeza punzando, una sensación que oscila entre el mareo, el vómito y el asco, la sed que desespera, las ganas de fumar que la invaden. No había dudas; la noche anterior se había emborrachado.

Sin embargo, no había botellas alrededor de la cama, tampoco tiradas en la sala o debajo del sofá. Inútilmente, intentó encontrar los rastros de alguna fiesta etílica. De repente, como en una revelación divina lo entendió: era la cruda del día de las madres.

No se crea que María no había felicitado a la suya. Es más, habían intentado una videollamada que por sabotajes propios de la tecnología se había transformado en una llamada al teléfono de línea. También había compartido una foto en su red social preferida y hasta le había mandado un regalo adquirido a través de internet. El día había transcurrido sin sobresaltos, sin embargo, la cruda se presentaba como siempre, con la puntualidad de un lord inglés y la intensidad de las comilonas de diciembre.

Los últimos cinco años habían bailado al ritmo de los úteros de sus amigas. Baby showers en los que nadie baña a nadie, llamadas interceptadas por una cortina musical de”¡mamá! ¡mira, mamá!” interminables y conversaciones escatológicoinfantiles a los que María solo respondía con una sonrisa o un emoticón, dependiendo del caso.

Lo cierto es que en esos mismos años había fantaseado con el perro, la casa y los niñes con aquel amor que terminó en decepción. La envidia, a su vez, la había tomado por sorpresa un día de visita en la casa de su hermana mientras veía a su sobrina construir un castillo con el cesto de la ropa sucia y había llorado cuando, después de varias semanas de retraso y la certeza absoluta de un embarazo no planeado, la mancha de sangre en su ropa interior había interrumpido la fantasía maternal. Maternal. Que será deseada o no será, pero no hay respuesta para cuando no se puede identificar el deseo. Deseo. Que es tan cambiante como el clima de febrero y se escapa apenas uno cree haberlo atrapado.

Porque la envidia no solo la invadía ante las madres felices, luchadoras y exitosas, sino también, ante las mujeres decididas a no ser madres o a las que querían a un perrhijo como única descendencia. Lo suyo, que había arrastrado como un karma a lo largo de su vida, era la incertidumbre.

Por eso, sufría cada vez que el tío Roberto, ya entrado en copas, le decía ¿y tú para cuando?

Se enfurecía ante los comerciales de televisión que equiparaba ser mujer con ser madre, confundía trabajo no remunerado con dedicación y superpoderes con carga desigual de trabajo.

Pero a quien más detestaba era a la naturaleza. Esa, más misógina que cualquiera, había estipulado una fecha de vencimiento arbitraria en venganza de Eva, la manzana, la serpiente y un pecado tan poco original que hoy no ameritaría ni una falta administrativa. Al mismo tiempo, María se peleaba con otros millenials por las becas en las mejores universidades para concluir, al final, que la estadística solo le serviría para entender la relación inversamente proporcional que había entre sus estudios y su salario.

En definitiva; lo que la naturaleza y la sociedad habían decidido es que el mejor momento de su carrera, el punto álgido en sus estudios y el momento ideal para formar una familia iban a converger en el mismo espacio temporal.

Por eso, y por tantas otras cosas que se iban apilando en algún lugar del inconsciente, ese día sentía la cruda del día de las madres como un manto pesado que no la dejaba respirar. Sabía que solo había una salida posible; cerró las cortinas, desconectó el teléfono y buscó la botella de whisky que guardaba para ocasiones especiales. La única forma de combatir la cruda emocional era acallarla con una cruda real, tangible y soporífera que la haría olvidar los dilemas familiares, femeninos y sociales.

Al día siguiente, por supuesto, todo seguiría igual. Y María, como millones de mujeres alrededor del mundo, volvería a enfrentarse a los prejuicios, la presión y la incertidumbre. El mundo, que también sabe más por viejo que por mundo, cambiaba a pasos tan lentos que tanto María como el resto de las mujeres sabían que no iban a ser testigo de sus nuevas reglas. Pero el cambio valía la pena por sus hijas. No la biológicas, sino las herederas de la palabra, las dueñas de sus decisiones, aquellas que por fin cambiarían la valentía por la libertad.

Esta historia también podría haber estado protagonizada por una mujer decidida a no tener hijos, una que los anhela, pero no los puede tener, una que adoptó, una que abortó, una madre soltera, una pareja homoparental o alguna de las infinitas formas de ser o no ser madre. Ante la imposibilidad de abarcar el todo desde la realidad, decido elegir una individualidad desde la ficción.

Luciana Weiner feminista en constante aprendizaje, también es periodista del CIDE, colabora en ADN 40, escribe para La Razón y La Cadera de Eva.

@Luliwainer