Lupita tenía 15 años cuando la trajeron a la Ciudad de México de Jiliapa, un pueblito del municipio de Tlatlauquitepec en el estado de Puebla, a trabajar en las labores de limpieza en una casa de Coyoacán. Las condiciones de pobreza extrema que habían en su comunidad, hicieron que sus papás aceptaran que la familia se la llevara.

El acuerdo, en aquel entonces, fue que le pagarían 300 pesos al mes. Sólo le daban la mitad de su sueldo, y el resto su patrona lo guardaba para dárselo a los padres de Lupita. Los patrones la llevaban cada cuatro meses a ver a su familia. Ella trabajaba todos los días de la semana desde las siete de la mañana hasta que todos dormían.

La joven no tenía derecho a usar cubiertos, “las personas de los pueblos no saben usarlos, además sus cubiertos son sus propias manos”, le decía su jefa. Todos los días comía frijoles con pan duro, el que sobraba de un día anterior. No se podía sentar en el comedor ni en el antecomedor, “tenía que comer a lado de la estufa”, dice. Dormía en la azotea, “en el cuarto de los tiliches. Me pusieron una colchoneta y ya”, cuenta para La Cadera de Eva.

Además de hacer la limpieza de la casa, tenía que ayudar en el negocio de la hija de sus jefes, una panadería; “me ponían a contar los panes”, cuenta. Fue ahí donde las empleadas la aconsejaron de dejar ese trabajo, que ella no merecía ese trato. La experiencia de esta joven data en el año de 1993, sólo duró un año y medio ahí.

“Me daban todo, pero me sentía en una jaula”

Lupita decidió regresar a su pueblo. Pero la volvieron a contactar, para que trabajara en otra casa en Cuautitlán, Izcalli. Ella aceptó. “Me trataban bien, me daban todo, pero me sentía en una jaula”. La segunda familia con la que trabajó, le proveía todo lo que ella pedía. “Me daban todo lo que yo creía que necesitaba”, dice.

Los fines de semana ayudaba a regar las plantas y bañar a las mascotas, pero no tenía ni un día de descanso. La señora de la casa le ofreció inscribirla a un taller de corte y confección, donde estudió un año. Ahí fue donde empezó hacer amigas y conocer que era tener tiempo para ella misma, sus ausencias incomodaron a la familia y la persuadieron a que dejara el taller, “como hacia todo lo que me decían, les hice caso”, revela Lupita.

“Un hermano me dijo que debía tener tiempo libre y salidas, fines de semana o aunque sea sólo un día libre. Así que intenté renunciar tres veces. ‘No Lupita, qué vas hacer a tu pueblo’, me decía la señora”. La insistencia del hermano logró que Lupita, después de 10 años, decidiera dejar la jaula.

“En dos años conocí lo que no pude en 10”

Por tercera vez Lupita regresó a su pueblo, pero no se acostumbró porque la relación con sus papás era cada vez más difícil. “Yo ya no quería que me mandaran”, cuenta. Encontró un tercer trabajo en Coyoacán, una casa donde vivía una señora sola, quien le ayudó a valorarse a sí misma.

“Me impulsó a hacer muchas cosas, a valorarme, me decía tú eres inteligente, tienes que estudiar algo. Me ayudó mucho. Fue muy bonito, porque me daba libertad y muchos consejos. Lo que no tuve en diez años, lo tuve en dos”.

Lupita decidió dejar los trabajos de planta porque se casó y tuvo a su primera hija, quien nació con debilidad visual. Por tal razón, debía dedicarle tiempo. Tomo trabajos en casas de entrada por salida. Cada vez que tenía que pasar por la primera casa donde trabajó, que está frente a la Cineteca, sentía coraje.

“Ahora con YouTube podemos aprender muchas cosas”

A finales de 2019, Lupita dejó de trabajar en casas porque decidió dedicarle tiempo a su segunda hija, quien tiene un mes de nacida. Ahora, su meta es poner un negocio de comida u otra cosa. Mientras está de cuarentena con sus hijas, ha aprendido muchas cosas a través de YouTube.

“Es con el celular como hacemos las tareas cuando no entendemos algo, porque en la computadora no tenemos acceso a Internet. Ya estamos considerando contratar un plan accesible”.

Las tareas le llegan por WhatsApp, para que Caro su hija con debilidad visual pueda hacerlas, necesita bajar un parlante través de una aplicación a la computadora. Sin embargo, no se ha podido por no tener acceso a Internet.

Después de 24 años trabajando en casa, Lupita considera que todavía falta mucho para que sean valoradas las trabajadoras del hogar y las dejen de ver como criadas, comenta. “Más que los patrones o jefes nos valoren, yo creo somos nosotras quienes debemos aprender a hacerlo, no sentirnos menos, debemos saber que hacemos un trabajo normal”.