¿Cuántos agujeros tenemos?

¿Cuántos de esos agujeros ven la luz?

Cuando sonó el teléfono a las nueve de la noche y vi que era del consultorio de mi ginecólogo imaginé que algo estaba mal: “carcinoma de cérvix”, me dijo. Y yo, que no tenía ni idea qué significaba aquello, google una y mil veces ese nombre en la red. ¡Cáncer, carajo! Eso sí sabía qué significaba: en mi cabeza, las asociaciones inevitables eran la quimioterapia, lo irreversible y, en el peor de los casos, la muerte.

Por eso, cinco años después, puedo decir que mi cáncer fue amable. No hubo quimioterapia, ni situaciones límites, ni muerte.

Eso sí; hubo otras cosas. Hubo gente que apoyó y gente que no puede escuchar la palabra “cáncer” sin mirar para otro lado. Hubo una operación exitosa y otra que no lo fue tanto. Hubo tristeza, claro, pero también enojo.

Enojo con la naturaleza, con la sexualidad y con los hombres: ¿Quién había sido el que me había contagiado uno de los pocos tipos de VPH -Virus del Papiloma Humano- que efectivamente producen cáncer? 

Fantaseé con adivinar qué relación sexual había sido la causante: si había sido una pareja estable, o una relación ocasional, incluso me pregunté si no había sido de esas relaciones sexuales completamente irrelevantes que podría haberme evitado.

Yo, que había luchado durante años con los prejuicios y culpas sobre la sexualidad de las mujeres, me la pasaba repasando los cómos, cuándos y porqués para intentar identificar el momento del contagio. Yo, que durante años había estado segura de que no quería ser madre, me enfrentaba a la posibilidad de no tener nunca más la opción de serlo. Yo, que me asumía feminista, me di cuenta de que había convivido por años con un enemigo invisible y sigiloso sin siquiera notarlo.

¿Cuán desconectada tiene que estar una de su propio cuerpo para no escuchar el grito sordo del tejido enfermo que se expande?

Hemos escuchado tantas veces que no se nos toca ni con el pétalo de una rosa, que hasta nosotras mismas hemos dejado de tocarnos, escucharnos y percibirnos.

Alguna vez leí que “la verdadera revolución es aceptar el propio cuerpo”. Mientras la publicidad nos inunda de imágenes de nuestra menstruación como un líquido azul que no se puede mostrar, que las piernas que se depilan ya están depiladas y que nuestro pubis, vulva y vagina son la zona “V”, tenemos que hacer un doble esfuerzo para revolucionar -y revolucionarnos- desde la aceptación, la exploración y los sentidos.

Mi cáncer, como ya he dicho, fue amable. Pero los cánceres de cuello de útero de miles de mujeres no lo son.

En México, el cáncer de cuello uterino es la segunda causa de muerte por cáncer entre las mujeres. Los prejuicios, el miedo, los temas tabú y el desconocimiento de nuestro propio cuerpo son campos de cultivo que abonan a la falta de prevención.

Cada 26 de marzo se conmemora el Día Mundial de la Prevención del Cáncer de Cuello Uterino. Cada marzo me dan ganas de gritarles a todas las mujeres que se hagan los chequeos todos los años, que se toquen, que se miren, que se escuchen.

Cada mes, no importa cuál sea este, quiero decirles a las mujeres que ya tienen un diagnóstico: no están solas.

*Luciana Weiner feminista en constante aprendizaje, también es periodista del CIDE, colabora en ADN 40, escribe para La Razón y La Cadera de Eva.