CONFESIONES DE UNA MADRE FEMINISTA

¿Ya se lavaron las manos? Si no lo han hecho, por favor, vayan antes de seguir leyendo, no se preocupen, aquí los espero. Y de paso, limpien su celular con un algodoncito con alcohol.

Ahora sí.

No sé desde dónde me leen, quizá estén en uno de los países donde ya se declaró la alarma y se han instaurado medidas de “contención reforzada” es decir, confinamiento, limitación al tránsito. O quizá, están en un país que cerró fronteras, o en uno donde los políticos no ven clara la amenaza y siguen dando besos y abrazos. Como sea, en casi todos se ha tomado una decisión política en común: suspender clases presenciales, cerrar escuelas y mandar a niños, niñas y jóvenes a casa. Es, creo, una decisión sensata. Estamos frente a una enfermedad nueva, que no conocemos, que aún no sabemos en realidad qué tan grave es ni cómo evolucionará en las próximas semanas y meses. Sabemos que ataca principalmente a ancianos y personas con inmunodeficiencias o patologías previas, aunque esos datos están en entredicho con cada vez más casos de gente joven y sana sucumbiendo ante el bicho.

En un país como México, que los niños y niñas se queden sin escuela pone el foco en muchas problemáticas: ¿qué pasa con aquellos que necesitan el desayuno escolar porque es casi su única comida en el día? ¿cómo seguir clases en línea desde casas donde no hay luz, mucho menos internet o equipos de cómputo? Y uno que muchos dan por resuelto pero que no lo está en absoluto ¿quién cuida de esos niños y niñas?  En las casas de clases más acomodadas, será la niñera, la “muchacha”, o alguna otra persona de servicio que, en su mayoría sin derechos ni prestaciones seguirá trabajando a tiempo y jornada completa. En algunas familias que tengan la opción y puedan permitírselo, las abuelas tomarán las riendas de criar a los hijos de sus hijos, sin importar que son ellas, las más expuestos a la enfermedad. Y cuando no haya otra salida, serán las madres o las hermanas mayores, las que dejen los trabajos, pida licencias, pierdan empleo, sueldo y autonomía económica para retraerse nuevamente a los cuidados domésticos. Y nadie lo cuestionará.

Nadie lo cuestionará porque son las mujeres en la sociedad las que han llevado la carga de los cuidados, las que tienen que hacer doble jornada laboral (la remunerada y la doméstica), de las que se espera que sacrifiquen su carrera, su desarrollo, su independencia económica para atender a los hijos, a la familia, a los padres dependientes, a los maridos. Y se espera que lo hagan sin quejas, sin miramientos, sin un atisbo de lo que se consideraría egoísmo y “malamadrismo”. En momentos de paz y en tiempos de crisis, son las mujeres en quienes recae ser “el pilar” emocional de la familia y la sociedad.

 

Pero no hay ninguna base para que esto sea así. Los padres son perfectamente capaces de ejercer el cuidado y educación de los y las hijas, no únicamente cuando no hay escuela sino en la cotidianidad; los hijos pueden absolutamente hacerse cargo de padres y madres ancianos, lavarles y cocinarles, acompañarles a sus consultas médicas; un hombre tiene todos los atributos mentales y físicos para cuidar a su pareja cuando ésta enferma o requiere atención. Las madres no son super heroínas con poderes para nunca enfermar o nunca necesitar nada, ni las hijas tienen un “conocimiento especial” para lavar el pelo encanecido. Eso son aprendizajes sociales, que nos dicen qué pueden hacer los hombres y qué deben hacer las mujeres. Limitar estas expresiones de atención, cuidado y afectivas limita también el desarrollo humano y social, restringe las conexiones emocionales de los hombres con su entorno y con ellos mismos al aislarles emotivamente. Este modelo contrapone la producción y el consumo como a los cuidados, cuando son, en realidad, complementarios.

Estos días que se vienen, esta crisis de salud que desencadenará muchas otras, que pondrá a prueba a la economía y a la sociedad en su conjunto, es también una gran oportunidad para que, precisamente como sociedad, nos replanteemos qué hacemos cada uno, cuáles son nuestras funciones sociales y cuáles podrían ser, y qué cosas valoramos como sociedad que quizá no son las verdaderamente importantes. Nos da oportunidad de, por fin, voltear a ver a las miles de mujeres, en su mayoría vulnerables, racializadas y discriminadas, de las que dependemos; que nos cuidan y cuidan a nuestros hijos, padres, familias y casas. Visibilizarlas, a ellas y a sus problemas, empezando exigir de políticas que les otorguen derechos laborales y protección social. Si queremos sobrevivir a esto, tendremos que romper los esquemas que tenemos y exigir a nuestros políticos pero también a nosotros mismos, dejar de suponer que las mujeres son únicamente asistentes de cuidados, entender que los cuidados son trabajo, no la función  natural de nadie.

*Graciela Rock Mora es mexicana viviendo en Barcelona. Con estudios en política pública, desarrollo y género, vive añorando su regreso a México y poder comer gorditas en el mercado de Mixcoac. Mientras tanto trabaja, cambia pañales y les enseña de feminismo a sus hijas. En sus ratos libres, hace el vermú y no la guerra.