Me he puesto los ‘lentes de cuidados’ para afilar la mirada en una necesaria actualización de postura ética y política, considerando que las teóricas feministas de los cuidados proponen un cambio ontológico radical. Esta perspectiva descentra al individuo racional, autónomo, maximizador de beneficios personales, para enfatizar el carácter relacional e interdependiente de nuestra especie: no hay vida humana posible sin trabajo de cuidados. Sin embargo, ¿cómo es que este trabajo indispensable para el sostenimiento y reproducción de la vida, reproduce nuevas desigualdades entre seres humanos interdependientes?

Colocar la especificidad de lo humano en los vínculos es colocar al trabajo de cuidados en el núcleo mismo de los regímenes de bienestar de nuestras sociedades. Silvia Federici en El patriarcado del salario (2018) apunta que no son las comunidades más industrializadas, sino las más cohesionadas, las que han logrado frenar, resistir, e incluso hacer recular al capital en su rapaz reestructuración acumuladora.

De este modo, cuestiona los modelos neoliberales que degradan los intereses colectivos y la solidaridad, así como las limitaciones marxistas al apostar por la automatización de los modos de (re)producción como ruta hacia la emancipación. Es necesario mirar más cerca, ahí donde se gesta, cría y nutre nuestro lazo con la vida, para reconocer que no es posible mecanizar totalmente el trabajo de reproducción social y que la gran industria exprime a la clase trabajadora tanto como a la tierra.

ESTILOS DE CRIANZA

La gramática de la ampliación intensiva del mercado se infiltra en ámbitos donde no imperaba la especulación, promoviendo modelos de desarrollo económico y humano bajo el canon del crecimiento infinito. Los nuevos estilos de crianza que pugnan por proveer la mejor educación, las mejores actividades extraescolares, el ambiente más adecuado para el desarrollo de sus hijas e hijos, incrementan las demandas de cuidado sobre las madres y familias en un bucle infinito que esconde la voracidad del capital por elevar la competitividad de la futura fuerza de trabajo. Ninguna acción encaminada a mejorar las vidas de la infancia parece cuestionable, así que el frenesí se justifica en nombre del mejor interés de niñas y niños. Esta intensificación de la maternidad y la crianza acentúa las brechas entre familias capaces de llevar el ritmo a las altas demandas de competitividad de aquellas familias que no, ya sea porque las jornadas laborales consuman el tiempo que requieren tales estándares de cuidados o porque, llanamente, cuidar involucra recursos de muchos tipos que no están igualmente distribuidos en nuestra sociedad, develando que cuidar implica íntimamente al poder.

En este contexto se generan nuevas subdivisiones dentro de los ya marginados trabajos reproductivos. Por ejemplo, en un hospital, los cuidados que realizan médicas, enfermeras, trabajadoras sociales y demás personal calificado se distinguen de las tareas de aseo general, higienizar a los pacientes, preparar sus alimentos y suministrarlos; los segundos suelen ser realizados tras bambalinas por personas discriminadas por su género, edad, pertenencia étnica, nivel de experiencia y nacionalidad. Pascale Molinier (2018), en su artículo El “trabajo sucio” y la ética del cuidado, describe cómo estas mujeres otras narran los sentimientos de asco desde una perspectiva de discernimiento moral, al distinguir entre cuidados que sí son necesarios, como cambiar el pañal de algún paciente sin repulsión moral, de otros que no son necesarios, como ordenar la oficina o el escritorio de alguien, que les son repugnantes en el sentido ético, por su imposición y carga servil.

Estas desigualdades también alcanzan dimensiones trasnacionales, pues el envejecimiento poblacional en el norte global genera una necesidad aumentada de cuidados que emplea cada vez más a mujeres migrantes provenientes del sur. A escala global, los trabajos de cuidado tienen una cualidad contradictoria, que discurre entre el ascenso económico con respecto a los sueldos del país de origen y el descenso en el estatus social por condiciones de no-ciudadanía o extranjería. El capitalismo-patriarcal explota mano de obra femenina, gratuita o mal remunerada, de lado y lado en cualquier frontera.

Queda pendiente deconstruir el estigma que pesa sobre el “trabajo sucio”, entendiendo que el bienestar de unas cuantas personas no se sostenga sobre la explotación de otras, así como plantear una ética del cuidado que sea suficientemente interseccional y corresponsable. Berenice Fisher y Joan Tronto en Toward a feminist theory of care (1990) llaman irresponsabilidad privilegiada a cómo las responsabilidades de cuidado están desigualmente balanceadas en la sociedad, resultando en que a las personas privilegiadas se les exime de atender su propio cuidado y el de otras personas. Los varones estamos alarmantemente sobrerrepresentados por la irresponsabilidad privilegiada, al ser los principales beneficiarios de todos estos trabajos no remunerados de cuidados y al excusarnos de ellos por nuestra condición de género. Que germine un cambio es el propósito de estas letras.

DAVID ARTURO SÁNCHEZ GARDUÑO

Psicólogo social de la UNAM, CU; Maestro en Estudios sobre Migración por la IBERO, CDMX; estudiante del Doctorado en Estudios del Desarrollo: Problemas y Perspectivas Latinoamericanas, y asistente del Seminario de Investigación: Sociología Política de los Cuidados, en el Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora; estudiante de la Especialización en Políticas del Cuidado con Perspectiva de Género en CLACSO. Agradezco los valiosos comentarios de Angélica Yasmin Dávila Landa en la construcción de este texto.