A mí prácticamente me educó una madre soltera y yo sabía, casi desde que nací, que las mujeres tienen la capacidad de hacerlo todo y en ocasiones se ven obligadas a hacerlo, sobre todo cuando no hay nadie más que las apoye. Entré a Antioch College en 1993, el año en que la política sobre delito sexual que hizo la escuela fue objeto de burla incansable en todo el mundo por introducir la idea del consentimiento verbal. No mucho tiempo después, en un monasterio birmano me rapé la cabeza para convencerme a mí misma de que mi cuerpo físico no me definía.

Pero la educación feminista más importante que recibí fue en mi escuela católica, a principios de los ochenta, en los suburbios del Medio Oeste estadounidense. Fue ahí donde mis maestras más queridas eran monjas que nos enseñaron a ayudar a los pobres, rezar por los enfermos y a donar nuestras monedas a El Salvador. Fue ahí donde aprendí la necesidad de cooperar y ser autosuficiente, y las posibilidades que eso brinda.

Vestidas con sus trajes de poliéster y zapatos ortopédicos, la hermana Irene y la hermana Betty, mis maestras de primero y segundo de primaria, respectivamente, emanaban una alegría y un sentido de propósito que me parecían contagiosos.

Fundada en 1923, Our Lady of the Elms (Nuestra Señora de los Olmos), en Akron, Ohio, lleva casi cien años siendo una escuela solo para niñas. La institución promete que “en la experiencia de todas las niñas Olmos se entreteje Veritas, la búsqueda de la verdad y la justicia”.

Quizá debido a que mi propia hija ahora está en segundo de primaria, me doy cuenta de que pienso a menudo sobre cómo me enseñaron a buscar la verdad y la justicia, y lo inseparable que esos ideales se volvieron para entender qué significa ser una niña.

A principios de diciembre de 1980, tres monjas católicas provenientes de Estados Unidos y una voluntaria laica fueron violadas y asesinadas a unos kilómetros del aeropuerto de San Salvador. Los hombres responsables formaban parte de los escuadrones de asesinos, entrenados en Estados Unidos, que ayudaban a mantener el control militar en El Salvador. El Vaticano reprendió al clero por declararse en contra de aquel régimen tan violento. Como explicó la escritora Hilary Goodfriend, estas mujeres habían sido “intensamente valientes” por haber arriesgado “sus vidas para ayudar a las víctimas más vulnerables de la política exterior estadounidense a luchar por una vida digna”.

Tenía 5 años cuando entré a primero de primaria en el otoño de 1981. La hermana Irene, de cabello corto y gris, con lentes enormes, estaba sentada ante el grupo en una pequeña silla anaranjada. Detrás de ella había un mapa desplegado de Centroamérica y nos pasó una copia mal hecha de una foto que retrataba la camioneta calcinada de las monjas. No recuerdo qué palabras usó, pero sí me acuerdo de la sensación: el gran impacto que sentía se fue suavizando porque la hermana Irene insistía en el perdón.

No aprendimos de “capitalismo” ni “revolución”. Las monjas no comerciaban con propaganda. Después aprendí que nos enseñaban a rezar con el mismo tipo de ideas que hay en la práctica budista de la compasión, la conciencia de que todas las personas quieren sentirse seguras. Éramos niñas, pero entendíamos qué era el miedo. La hermana Irene nos enseñó que la vulnerabilidad no separaba a las personas, nos conectaba.

Una vez, cuando estaba en segundo de primaria, mi padre bohemio solo empacó ostiones ahumados en mi lonchera de los Muppets en el Espacio. Tan solo el olor era humillante. Pero cuando quise tirarlos, la hermana Betty se paró delante del basurero con las manos en la cadera.

“Acuérdate de que no tiramos la comida”, dijo, y los rizos de su peinado parecían un halo. Y sí me acordaba: no tirábamos la comida porque en El Salvador los niños se morían de hambre. Yo creo que esa idea nos ayudaba a no pensar tanto en lo que no nos gustaba de nuestra comida sino, más bien, en lo que no nos gustaba en el mundo. Aunque había muchas cosas que no sabía, sí estaba consciente de que había personas que no tenían suficiente comida.

Si bien es indudable que, entre las generaciones de niños a los que se les decía que no dejaran comida en el plato porque en Etiopía o Bangladés los niños no tenían qué comer, se suscitaron ideas ingenuas del excepcionalismo estadounidense, este hábito actual que tenemos de tirar comidas enteras (y atuendos y todo lo que compramos y nunca usamos) me parece mucho peor, parte de una miopía estadounidense que absolutamente nunca considera a los demás.

Hasta hace relativamente poco, ser monja era una de las pocas maneras que las mujeres tenían para acceder a la educación superior o elegir un camino distinto al matrimonio y la maternidad. Por eso, durante más de mil años, las mujeres de todo el mundo eran llamadas a tomar votos de pobreza y celibato.

A lo largo del siglo XX, las monjas construyeron y supervisaron un amplio sistema de escuelas y hospitales. Pero para los años ochenta ya disminuía el número de monjas, desanimadas después de que el Vaticano II no les otorgó a las mujeres la igualdad que muchas hermanas esperaban. Los movimientos por los derechos civiles y de las mujeres, junto con las mayores oportunidades de empleo y educación, también hizo que las mujeres que antes habrían entrado al noviciado, ahora tuvieran otras opciones a su disposición.

Mis compañeras y yo estuvimos en lo que fue el final de una era. Estábamos rodeadas de mujeres instruidas que no eran ni esposas ni madres, que no usaban maquillaje y que vivían en comunidad incluso compartiendo un auto. Para nosotras eran un modelo de igualdad. Nos enseñaban lo que en ese momento no pensábamos que fuera una manera tan completamente diferente de vivir.

Mi experiencia con la educación católica fue breve y, en mi vida adulta, nunca me he considerado cristiana. Pero las monjas nos enseñaron generosidad e introspección de una manera tan directa como cuando enseñaban las fracciones y a escribir en cursiva. En otras palabras, mi formación nunca se trató solo de mí, sino del mundo que yo habría de heredar.

En un momento en el que la violencia en contra de los niños, las mujeres, los desposeídos y el planeta es tan extendida, veo dejos de esperanza en la convicción de las monjas de que la compasión puede ser enseñada y el perdón fomentado. Si logramos aprender a enfrentar la existencia del sufrimiento no como una señal de desesperanza, sino como una oportunidad para el amor, todos estaremos más dispuestos a asumir la responsabilidad de ese sufrimiento. Si comprendemos la necesidad de la verdad, entonces podremos buscar la justicia.