“Lástima que tu bebé no se logró”, me dijeron una y otra vez después de una cirugía de emergencia por un embarazo ectópico en octubre de 2021. El problema es que no sabía que estaba embarazada y no quería escuchar esa palabra, porque no lo consideraba como tal.

Cuando el 20 de octubre mi ginecólogo de cabecera encontró “una bolita extraña” cerca de mi ovario derecho, lo primero que pensé es que era un quiste. No había problema, me daría medicamento y seguiría con mi vida normal. Pero para confirmar o refutar tal diagnóstico, debía hacerme una prueba de embarazo. Para mi sorpresa, salió positiva.

No era posible, me repetía una y otra vez. Me había cuidado. Mientras trataba de procesar todo, el ginecólogo dijo algo que resultó demoledor: “Debemos revisar todo bien, porque hay posibilidad de que tu bebé venga bien y puedas tenerlo”.

Deambulé a casa con esa idea formándose en mi cabeza: al parecer voy a ser mamá. No tuve tiempo de pensar en zapatitos de estambre, ropita de colores pastel, cuneros o demás cosas que muchas personas evocarían. No tuve tiempo de nada, porque dos días después me operaron para sacar al producto.

Así lo llamé o unión de células, porque eso era para mí. Me rehusaba a darle otro apelativo, sabiendo que no se podría lograr. Tenía casi dos meses de embarazo, pero era imposible que siguiera su curso y ponía mi vida en peligro.

De acuerdo con un artículo de la Revisa Médica del Instituto Mexicano del Seguro Social, por cada 100 nacimientos en nuestro país, se contabilizan de 1.6 a 2 embarazos ectópicos, considerado como “toda gestación en la que la implantación del óvulo fecundado se da fuera de la cavidad endometrial”. En mi caso, se encontraba en la trompa de Falopio derecha y me provocaba unos dolores infernales.

Me realizaron una laparotomía exploradora y me retiraron la trompa y el ovario derecho, no sin antes preguntarme si quería ser madre o me “sacaban todo”. Y es que para una de las cirujanas parecía que yo no tenía derecho a la maternidad o no la deseaba. Estas ideas surgieron cuando vio mi expediente y notó que muchos años atrás había tenido una ILE.

Cuando nos realizamos un aborto, muchos creen que es lo más sencillo del mundo: te sacan al feto y sigues con tu vida como si nada. Es una total mentira. Se nos tacha de insensibles, brujas, malas madres y demás, pero poco se habla de las secuelas y consecuencias de índole psicológico que hay tras el proceso.

Luego de la ILE, mi estado de ánimo se volvió añicos. Me sentía mal por haberlo hecho, pero sabía que era la mejor opción en ese momento. No podía traer al mundo a una criatura para padecer carencias. Hubiese sido egoísta de mi parte hacerlo.

En los meses posteriores, no podía resistir ver una panza de embarazada porque soltaba a llorar. Tampoco podía tener un bebé cerca y la ropita en las tiendas departamentales me ponía muy mal. En la actualidad, año con año pienso en la edad que tendría “Camaroncito”, como lo bauticé en mi memoria.

Antes de la laparotomía me preguntaron si habría tenido al bebé, en caso de que “hubiese venido bien”. Fue en ese momento en que asimilé todo. Dije que sí, sin pensarlo siquiera. Cuando estaba en recuperación, le di un nombre: “Juliancito”.

De nueva cuenta, llegaron las ideas de los demás sobre lo que es la maternidad (y lo que no es). Me decían que en cuestión de semanas estaría como si nada, total “a ti ni te creció el vientre”, porque al final de cuentas, “ni siquiera tuviste un hijo”. Otra vez mentiras.

Ahora sé que para cualquiera de estos procesos se necesita acompañamiento psicológico. Más alguien como yo, diagnosticada con Trastorno de ansiedad y Depresión. Pero luego de la ILE decidí afrontar todo por cuenta propia y resultó una pésima idea, mientras que, con el embarazo ectópico, ni siquiera se me ofreció en su momento.

Las otras maternidades

Y es que en el Hospital de la Mujer comprendí que existe cierta superioridad moral en cuanto a la maternidad. Tan es así que quienes tienen procesos considerados normales, son atendidas de la mejor manera y reciben charlas psicológicas, pero quienes pasan por un puerperio complicado parecen ser relegadas.

Pero no podemos mentir, seamos muy realistas y honestos. Cuando se habla de la maternidad, lo primero que pensamos es en bebés Gerber, vientres rechonchos y felicidad a tope, pero nunca en lo que significa abortar, en embarazos anembrionarios o ectópicos. Esos no están en las revistas, tampoco se fotografían para las redes sociales y, mucho menos, se pueden romantizar.

La ayuda psicológica la busqué poco después de la cirugía, cuando el dolor físico y el bolsillo me lo permitieron. Sé que esta parte es importante, pero no todas las mujeres pueden acceder a ella, quizá muchas hasta desconocen su relevancia.

Justo Aznar y German Cerdá realizaron un trabajo documental en 2014 sobre el vínculo entre la salud mental y el aborto, concluyendo que, tras esta práctica, “en muchas mujeres se pueden presentar objetivos trastornos psicológicos”, mientras que en diversos organismos y asociaciones se han creado guías de acompañamiento para estas situaciones. Ya no hablemos de casos como el ectópico, donde mucho se aprende sobre la marcha. No es del dominio general el saber qué hacer o cuál es el proceso de recuperación. Lo sigo aprendiendo hoy día.

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Lo que me hicieron se asemeja en cierto grado a una cesárea, por ello los cuidados fueron sobre todo en ese sentido y también basados en una “maternidad normal”. Me decían fájate, otras personas no te fajes o el gine: “Ya no uses vendaje, no tuviste un bebé”. Me informaron que no podía estar en contacto con el calor, que debía tener cuidado extremo con la herida, pasar la cuarentena y tener dieta especial. Lo que no me dijeron es que esa dieta, carente de muchos alimentos, estaba pensada para mejorar la calidad de la leche materna en beneficio de la criatura. Tampoco me dijeron que pasaría de talla 5 a 42 en tan solo tres días y que la recuperación física tardaría mucho, pues no tendría una pérdida de peso por amamantar.

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Yo también produje leche. También sufrí cuando me la sacaron. Tengo una cicatriz de cesárea en el vientre. Tuve muchos antojos y náuseas, pero tras la cirugía. Mis pechos también se volvieron enormes. Creció mi felicidad y mi trasero. Subí abruptamente de peso y luego bajé. Lloré y lo sigo haciendo todos los días, desde hace más de 6 meses.

Tanto quienes abortan como quienes tenemos un embarazo ectópico podemos experimentar un duelo perinatal. Algunos investigadores, como Ana López y Odei Iriondo, establecen se trata del proceso que comienza después de “cualquier pérdida acaecida desde la concepción hasta el primer año de vida”.

La psicóloga me dice que es muy pronto para sanar por completo y sigo en duelo. Pienso si a “Juliancito” le gustaría Bob Esponja tanto como a mí, si amaría el chocolate y a Van Gogh. Creo que querría ser veterinario para ayudar a los perros. Hago cuentas y casi siento que me falta el aire con la enorme pancita que tendría ahora. Observo mi cicatriz en el espejo y me imagino hecha una enorme y bella bolita. Me hago idea de la ropa y accesorios que ya estaría comprando. Otras veces imagino que cuando ya no estaba conmigo, seguro él -como “Camaroncito” en su momento- escuchó “Somewhere Over the Rainbow” y fue muy feliz. Pero sigo sin poder decir esa palabra: bebé.

En ambos casos, se trataba de un feto. No del que se queja de la piernita, como nos suelen (mal) contar, sino una unión de células que estaban desarrollándose para, en los meses posteriores convertirse en un bebé. Esa palabra que una y otra vez me repitieron y que sigue resonando en mi cabeza como lo que pudo ser.

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El personal hospitalario seguro sabe cómo referirse a estos procesos en otros términos, pero siguen usando esa palabra. Esa que no saben el daño y dolor que puede causar. Como cuando pregunté en urgencias: “Entonces, ¿qué tengo?”. La respuesta sigue estando en mi mente: “Un bebé”.

A la par de tratar de usar las palabras correctas, también urge que se otorgue a la salud mental el peso que merece, en aras de que, en casos como estos, se pueda dotar del acompañamiento necesario a las mujeres. Porque no tenemos un pequeño en brazos, pero también hemos experimentado la maternidad, una que no es color de rosa y de la que casi nadie habla.

Leticia Hernández

Es Doctora en Comunicación, docente y eterna aprendiz del periodismo.