Entre las personas cuidarnos es tan básico, necesario y cotidiano que implica actividades que no consideramos como cuidado. Solemos pensar que se cuida a la gente en las primeras y últimas etapas de la vida. Tan es así que llegamos al atrevimiento de afirmar que “los ancianos vuelven a ser niños”. En la valoración de la vejez ponemos atención en lo que se llama Actividades de la Vida Diaria, divididas en básicas e instrumentales. 

Es en las básicas que hacemos las equivalencias, debido a que se refieren a la capacidad que una persona tiene para: comer, bañarse, vestirse, ir al baño y limpiarse, sentarse, ponerse de pie, desplazarse de un lado a otro y mantener el control de esfínteres. Al inicio de la vida ninguna persona es capaz de hacer dichas actividades por sí misma, por lo que requieren de personas adultas que las hagan y les enseñen a hacerlas. Sin embargo, en la vejez, que podamos o no realizar dichas actividades depende de varios factores; no sucede que todas las personas de 90 años (por poner una edad) requieran apoyo para realizarlas. Como se puede inferir, estas actividades permiten valorar la “independencia” de una persona.

La vida que transcurre entre la infancia y la vejez constituye un punto ciego en torno a los cuidados. Es decir, si aprendemos a realizar las actividades de la vida diaria ¿somos capaces siempre de ejecutarlas? Si no es así, ¿somos capaces de procurárnoslas? 

Como plantea María Jesús Izquierdo en Consideraciones recientes del debate sobre cuidados: “…todas y todos necesitamos, hemos necesitado y necesitaremos cuidados a lo largo de toda la vida. ¿Por qué se ignora el hecho de que las personas no somos autosuficientes?”

Si en la vida adulta una persona se enferma, se accidenta y requiere apoyo para comer, para bañarse, ¿quién se lo procura? De primera instancia podríamos responder que “su familia”. De manera directa (ejecutan el apoyo) o indirecta (aportan recursos para contratar a quien lo haga). La cuestión se sesga ante lo que asumimos como natural y deseable: los cuidados directos suelen procurarlos mujeres. En el mismo ejemplo, si la persona accidentada no tiene una familia, tal vez cuente con los recursos económicos para contratar a alguien que le procure los cuidados necesarios, tal vez no. ¿Qué procede en esta circunstancia?

Más complicado aún, si el mal que se padece es del ánimo, pero no al grado de considerarse una enfermedad ¿cuáles son los cuidados necesarios? Sí, la persona tiene la capacidad de alimentarse, de vestirse, pero no desea hacerlo. ¿Será útil en estos casos el acompañamiento? ¿Podríamos considerarlo una forma de cuidar a alguien? Las relaciones afectivas suelen hacerse cargo de la compañía que implica el bienvivir. Es la amistad la que se pone a prueba en tiempos difíciles: esperamos que las amistades nos escuchen, nos acompañen, nos apoyen en lo material y en lo inmaterial, por lo que cabe preguntarse ¿este apoyo también implica cuidados?

Cuando entre la gente existe comunidad, perduran los ritos sociales de cuidado. Si una persona fallece, de forma espontánea vecinas y vecinos se acercan a sus deudos para ofrecer recursos varios, desde dinero hasta su presencia en rezos. Acompañan para hacer llevadero el dolor de la pérdida. Si una persona es operada, vecinas y vecinos se acercan para ofrecer cuidados: preparar alimentos, acompañar a consultas, platicar y ver que está bien.

Sin embargo, los ideales actuales, así como diferentes necesidades que se consideran prioritarias nos llevan a considerar la autosuficiencia como un bien a lograr en la juventud y vida adulta; en contraparte, también creemos que la necesidad de apoyo, compañía y cuidados son elementos de un estado de vulnerabilidad indeseable. A pesar de cuanto nos esforcemos en ello, nuestra necesidad de andar en comunidad seguirá ahí.

*Las opiniones vertidas en este artículo son de exclusiva responsabilidad de quienes las emiten.

Luz Galindo (@Luzapelusita)

Actualmente, docente de la UNAM. Realizó su estancia postdoctoral en el CEDUA-COLMEX. Sus líneas de investigación son la perspectiva de género, políticas públicas, usos del tiempo, corresponsabilidad social, vida cotidiana y trabajo de cuidados, diversidad familiar y diversidad sexual, nuevas experiencias de ser hombres (masculinidades).

Alhelí López Gómez

Licenciada en Psicología; pasante de la Licenciatura en Lengua y Literaturas Hispánicas, ambas en la UNAM. Su área de ejercicio profesional es el ámbito educativo, tanto en docencia como en evaluación. Estudiosa del feminismo y la gerontología, de los huertos y amante de los gatos.