La difusión de fotografías y vídeos explícitos sobre accidentes, feminicidios, homicidios o atentados cada vez se ha vuelto una práctica más común. No es extraño navegar por nuestras redes sociales y ver así, de repente y sin ningún aviso previo, el video de un feminicida manejando su automóvil a toda velocidad, personas desesperadas cayendo de aviones militares o motociclistas estrellándose contra un camión de carga. De hecho, existen cuentas muy populares que se dedican únicamente a eso: a exponer a las víctimas, pocas veces cubriendo sus rostros con unos cuantos píxeles. La creación y el consumo de estas imágenes ignora los procesos íntimos de dolencia, aflicción, tormento e inclusive quebranta los procesos de duelo en el caso de familiares y amigas.

La historiadora y pensadora estadounidense Carolyn J. Dean argumenta que este fenómeno también se ha llevado acabo con las imágenes del Holocausto, las cuales han sido utilizadas para “reducir a los seres humanos a materias primas y para exponer a la gente vulnerable en el momento en el que experimentan sufrimiento —probablemente el más profundo de sus vidas—, revictimizando así a las propias víctimas”. Esta narrativa que se esfuerza por exponer constantemente a quienes sufren fue nombrada “pornomiseria” por Carlos Mayolo y Luis Ospina, cineastas y escritores colombianos, quienes argumentan que la miseria de las demás se ha convertido en “un tema impactante y por lo tanto, en mercancía finalmente vendible, especialmente en el exterior, donde la miseria es la contrapartida de la opulencia de los consumidores”. Estas representaciones convierten a las personas en objetos exhibidos ante audiencias, en su mayoría occidentales y adineradas, que perpetúan la obsesión por consumir el sufrimiento ajeno.

Familiares de mujeres víctimas por feminicidio, y grupos colectivos feministas marcharon de la Alcaldía de Gustavo A. Madero rumbo a la casa donde ocurrió el feminicidio de Ingrid Escamilla, para exigir justicia y realizar actividades en homenaje a la víctima. En la imagen, Victoria Barrios López, tía de Ingrid.

Uno de los ejemplos más recientes de la divulgación de este tipo de contenido se suscitó el 16 de agosto de este mismo año cuando los talibanes retomaron de forma violenta el poder en Kabul, Afganistán. Las redes sociales se inundaron de videos de mujeres entregando a sus bebés a militares estadounidenses, videos de las consecuencias de la explosión de una bomba a las afueras del aeropuerto Hamid Karzai e inclusive videos descontextualizados o de otras fechas y conflictos de ejecuciones a mujeres afganas. Aunque es probable que los miles de retuits y likes que reciben estas publicaciones provengan desde la urgencia, la desesperanza y la impotencia, la verdad es que estas representaciones muchas veces son más dañinas que provechosas. Y es que, al momento de crearlas, postearlas o compartirlas ¿de verdad estamos pensando en los efectos que esto podría tener sobre quienes aparecen en aquellas imágenes y sobre sus familiares o amigas? ¿Estamos buscando ayudar e impulsar una reflexión acerca del tema? ¿O quizás simplemente queremos saciar nuestro apetito morboso que, inconscientemente, pide a gritos más y más imágenes de gente experimentando dolencia?

¿PARA QUÉ FUNCIONAN ESTAS IMÁGENES?

Aunque es verdad que muchas de estas fotografías y videos son utilizados para crear conciencia en campañas humanitarias o sin fines de lucro, existen imágenes populares como el retrato titulado “Madre migrante” (1963) de Dorothea Lang, en el cual una mujer adulta frunce su ceño con preocupación mientras dos niñas recargan sus pequeñas cabezas en los hombros de su madre. Dicha mujer permaneció en el anonimato por más de cuarenta años hasta que fue identificada como Florence Michel Owens Thompson, quien asegura que la fotógrafa Lang prometió no publicar estas fotos. Sin embargo, la fotografía se convirtió en una imagen icónica durante la Gran Depresión. Además, Thompson mencionó en diversas entrevistas que jamás ganó un centavo por la difusión de su fotografía, que Lange ni siquiera preguntó su nombre y que provocó que tanto ella como su familia se sintieran avergonzadas de su escasez.

Debido a la difusión masiva de esta clase de material audiovisual, Amnistía Internacional publicó en el 2010 una guía con reglas para la publicación de fotografías sensibles. No obstante, jamás se previó el impacto que tendrían las redes sociales y los smartphones en la divulgación de la pornografía del dolor. Ante esta situación, la única solución posible que tenemos es hablar de estos temas y pensar más allá de la pantalla; considerar que detrás de esa imagen hay seres humanos con derecho a la intimidad y a la privacidad; pensar que de estar en sus zapatos, no nos gustaría ver a nuestros seres queridos vulnerados ante una cámara. Repensemos juntas la manera en la que nos informamos y el contenido que decidimos compartir, para que así quienes están experimentando dolor no tengan que revivirlo cada vez que desbloqueen sus teléfonos. Es nuestra responsabilidad como público buscar nuevas formas de concientizarnos sin la necesidad de hacer viral material poco empático con aquellas que sufren.

 

Sandra Dolores Gómez Amador es escritora, poeta y tesista de la carrera de Letras Inglesas Modernas en la Universidad Nacional Autónoma de México. Fue seleccionada internacional del Rio Grande Valley International Poetry en el 2021 y como resultado ha colaborado en diversas antologías. Sus poemas, reseñas y ensayos se han publicado en revistas y sitios de opinión nacionales. Es voluntaria permanente de traducción en diferentes fundaciones sin fines de lucro.