El pasado 26 de enero se conmemoraron 81 años de la muerte de Matilde Montoya, la primera médica mexicana y su historia es de esas que vale la pena visibilizar.

Matilde nació en la recta final del siglo XIX, el 14 de marzo de 1859 y fue una niña superdotada, hija de un padre conservador, el militar José María Montoya, que no dejaba salir a su esposa a la calle.  La susodicha, Soledad Lafragua, sin imaginarlo hizo algo más provocador, se dedicó a fomentar la educación de su hija. El papá no le veía sentido, pero no se opuso. 

Matilde cursó lo que en esa época llamaban educación elemental, es decir, los tres primeros años de primaria, y educación superior, que correspondía a los tres siguientes. A los 11 años trataron de inscribirla en la Escuela Primaria Superior, lo que hoy conocemos como secundaria, pero no cumplía la edad para cursarla, era más chica, entonces su familia, con todo y la resistencia del papá, le costeó estudios particulares.

El resultado fue que, a los 13 años, Matilde estaba preparada para dar clases de primaria, pero una vez más, por su edad no pudo hacer el examen y no le permitirían ser maestra. Hoy día, tenemos a Dafne Almazán, que a la misma edad se graduó de psicóloga y, a sus 17 años, fue admitida en Harvard para cursar su maestría. 

Dafne Almazán

Pero regresando a la jovencita Matilde, las cosas no fueron nada fáciles, murió su papá, lo cual siendo honestos no fue tan malo, porque lo más seguro es que le hubiera buscado un marido y nos perdemos de su gran historia de vida. Sin embargo, su situación económica era precaria lo que le hizo enfrentar varios obstáculos para continuar con su educación.

Montoya se inscribió en la carrera de Obstetricia y Partera, que dependía de la Escuela Nacional de Medicina, pero tuvo que dejarla por dificultades económicas y en su lugar asistió a la Escuela de Parteras y Obstetras de la Casa de Maternidad, un lugar que se conocía como de “atención a partos ocultos”, es decir, que atendía a madres solteras.

También complementó sus estudios de partería en el Establecimiento de Ciencias Médicas, que implicaba dos años de temas teóricos, un examen frente a cinco sinodales, y la práctica durante un año en la Casa de Maternidad. A los 16 años, Montoya recibió el título de Partera y se estableció a trabajar en Puebla con un éxito rotundo.

Matilde comenzó como auxiliar de cirugía, con el poco dinero que contaba, se dio tiempo para tomar clases en escuelas particulares para mujeres y completar sus estudios de bachillerato. 

La joven partera se hizo rápidamente de una numerosa clientela de mujeres que les gustaba su trato amable y sus conocimientos de medicina, más avanzados que los de las otras parteras y de muchos médicos.

Las difamaciones en su contra

El éxito de Matilde no fue bien visto por algunos doctores que orquestaron una campaña de difamación en su contra en varios periódicos locales, publicando violentos artículos en los que convocaban a la sociedad poblana a no solicitar los servicios de esa mujer poco confiable, acusándola de ser “masona y protestante”.

Ante la presión, Matilde tuvo que dejar su trabajo e irse unos meses a Veracruz y a su regreso a Puebla pidió su inscripción en la Escuela de Medicina, fue aceptada en una ceremonia pública a la que asistieron el gobernador del estado, todos los abogados del Poder Judicial, numerosas maestras y muchas damas de la sociedad que la apoyaban. Sin embargo, los sectores más radicales redoblaron sus ataques, publicando un artículo encabezado con la frase: “Impúdica y peligrosa mujer pretende convertirse en médica”.

Agobiada por las críticas, Matilde Montoya, ya con 24 años, decidió mudarse con su madre a la Ciudad de México, donde por segunda vez solicitó su inscripción en la Escuela Nacional de Medicina, siendo aceptada en esta ocasión.

Las publicaciones femeninas y un amplio sector de la prensa la apoyaban, pero no faltaban quienes opinaban que “debía ser perversa la mujer que quiere estudiar Medicina, para ver cadáveres de hombres desnudos”. En la Escuela Nacional de Medicina no faltaron las críticas, burlas y descalificaciones debido a su presencia como única alumna, aunque también recibió el apoyo de varios compañeros solidarios, a quienes se les apodó “Los Montoyos”.

Sin embargo, varios docentes y alumnos opositores solicitaron que se revisara su expediente antes de los exámenes finales del primer año, objetando la validez de las materias del bachillerato que había cursado en escuelas particulares, logrando que Montoya fuera dada de baja.

Pero Matilde no se quedó de brazos cruzados, pues solicitó a las autoridades que si no le eran revalidadas sus materias le permitieran cursarlas en la Escuela de San Ildefonso por las tardes. Su solicitud fue rechazada, ya que en el reglamento interno de la escuela el texto señalaba “alumnos”, no “alumnas”.

Ante esto, Matilde escribió una carta al entonces presidente de la República, Porfirio Díaz, quien dio instrucciones al Secretario de Ilustración Pública y Justicia, Lic. Joaquín Baranda, para que “sugiriera” al Director de San Ildefonso dar facilidades para que la Srita. Montoya cursara las materias en conflicto, ante lo que no le quedó más remedio que acceder. 

Tras completar sus estudios con buenas notas y preparar su tesis, Matilde Montoya solicitó su examen profesional. Nuevamente se topó con el obstáculo de que en los estatutos de la Escuela Nacional de Medicina se hablaba de “alumnos” y no de “alumnas”, por lo que le fue negado el examen.  

Abre las puertas a las mujeres médicas

Matilde ya sabía el camino, y una vez más, dirigió un escrito al presidente Díaz, quien decidió enviar una solicitud a la Cámara de Diputados para que se actualizaran los estatutos de la Escuela Nacional de Medicina y pudieran graduarse mujeres médicas. El presidente Díaz emitió un decreto para que se realizara el examen profesional de Montoya, el 24 de agosto 1887.

Cuando terminó el examen, se escuchó el aplauso de varias mujeres, maestras de primaria y periodistas que se habían reunido en el patio, festejando el veredicto de “aprobado”.

Al día siguiente, Matilde realizó su examen práctico en el Hospital de San Andrés ante la presencia del jurado y, en representación del presidente, su Secretario Particular y el Ministro de Gobernación.

Después de recorrer las salas de pacientes, contestando las preguntas relacionadas con distintos casos, la examinada pasó al anfiteatro, donde realizó en un cadáver las disecciones que le pidieron, lo que le valió su aprobación por unanimidad.

Los periódicos médicos ignoraron la noticia de su examen profesional, pero la prensa nacional, hasta la más conservadora, la alabó y dijo que había que apoyarla porque era un gran paso al progreso.

Después de titulada, Matilde Montoya trabajó en su consulta privada hasta una edad avanzada. Siempre tuvo dos consultorios, uno en Mixcoac, donde vivía, y otro en Santa María la Ribera. Atendía a todo tipo de pacientes, cobrándole a cada uno según sus posibilidades.

Participó en asociaciones femeninas como el “Ateneo Mexicano de Mujeres” y “Las Hijas de Anáhuac”, pero no fue invitada a ninguna asociación o academia médica, aún exclusivas de los hombres.

En 1923 asistió a la Segunda Conferencia Panamericana de Mujeres. Dos años después, junto con la Dra. Aurora Uribe, fundó la Asociación de Médicas Mexicanas.

A los 50 años de haberse graduado Matilde Montoya, en agosto de 1937, la Asociación de Médicas Mexicanas, la Asociación de Universitarias Mexicanas y el Ateneo de Mujeres le ofrecieron un homenaje en la Sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes. Murió cinco meses después, el 26 de enero de 1938, a los 79 años.

Matilde Montoya dejó un legado imborrable: amplió las posibilidades de trabajo no solo para quienes quisieran estudiar medicina, sino para las mujeres en general.

¡Gracias, Matilde!