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Un padre jesuita resguarda la Tarahumara

El sacerdote jesuita Javier Ávila, “El Pato”, está bajo un programa de protección cautelar debido que fue amenazado en 2014, 'si sigue chingando'

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Escrito en ESTADOS el

Creel, Chihuahua (La Silla Rota).- Cada noche, luego de dar los servicios, el Padre Pato se quita el hábito, sale de la iglesia y cruza un pequeño patio para entrar a su oficina en el centro del poblado de Creel, en la Sierra Madre Occidental. Un hombre con una pistola fajada a la espalda toca a su puerta y pregunta que si todo va bien. Hasta hoy el Padre ha respondido siempre que sí, que todo como de costumbre. Si un día responde lo contrario, es porque el pueblo de Creel está a punto de perder a su único párroco y al presidente de su única oficina de Derechos Humanos.

Desde hace un par de años el sacerdote jesuita Javier Ávila, “El Pato”, está bajo un programa de protección cautelar. No es que antes no haya recibido amenazas, pero en 2014 recibió una que por primera vez lo puso a temblar. Quien sea que haya enviado esa amenaza por internet, se tomó el tiempo de detallar lo que podría ser el futuro del Padre Pato “si sigue chingando”. Y es que hoy la pintoresca Sierra Tarahumara se ha convertido en el epicentro de una violenta guerra entre cárteles imposible de contener e incluso de reportar en los medios de comunicación.

-Claro que tengo miedo -acepta el Padre de 57 años, frunciendo el ceño de cejas blancas- También soy humano. Pero si muero defendiendo los derechos de la gente de la Sierra, moriré feliz.

El Padre Pato habla con la voz de un trovador. Un tono denso, las palabras profundas. A Javier Ávila le tocó ser el pato: en la década de los 70 formó la banda de folk La Fauna. Cada uno de los integrantes representaban un animal: Ávila el pato. Desde entonces -y desde distintas trincheras- comparte dos búsquedas: la justicia y Dios.

Por las noches, cuando su día ha terminado, después de la misa, de las llamadas con llantos y balas de fondo, de los asuntos menores (el robo de tierras para la construcción de un parque, por ejemplo), de ir y venir de los municipios a llevar o traer mensajes, de entregarse a Dios, y de despachar al hombre que lo sigue como su sombra, después de todo esto, el Pato agarra la guitarra, se sienta en un banco y canta.

“Tantas veces me mataron/ tantas veces me morí/ sin embargo estoy aquí/ resucitado”, entona el padre, guitarra en mano, una canción de su autoría que define bien su trayectoria: al Padre Pato lo han matado a palabras, amenazas, a golpes, sin embargo sigue aquí, en una tierra donde él ha sido el único en alzar la voz.

Lo que sucede hoy en la Sierra Tarahumara, la ancestral casa del pueblo Rarámuri, tiene una raíz geográfica y otra sociológica: por un lado los complejos cañones imposibles de bajar sin el uso de avionetas o animales de carga, junto a sus tierras húmedas y fértiles, hacen de este lugar en México una joya para sembrar marihuana y amapola. Por otro, la cosmogonía pacifista de quienes han habitado esta sierra por más de 200 años, dejan el trabajo del narco de despojar y esclavizar, como una tarea fácil.

El Padre Ávila asegura recibir “por decenas” los reportes de desapariciones y asesinatos de Rarámuris en la sierra, todos ellos relacionados al narcotráfico. Tan solo en el poblado de Guadalupe y Calvo, a 6 horas por carretera de la capital de Chihuahua y uno de los municipios más violentos dentro de la sierra, el Sistema Nacional de Seguridad cuenta una tasa de 133 asesinatos por cada 100 mil habitantes. Para dar una idea: San Pedro Soula, considerada la más violenta del mundo, tiene una tasa de 169.

En el llamado “Triángulo Dorado” que comprende los límites de los estados de Chihuahua, Sinaloa y Durango, las divisiones estatales son imaginarias. El denso bosque parece el mismo de un estado a otro. Aquí se siembra el 25 por ciento de toda la amapola en México. Las autoridades militares mexicanas ofrecen una muestra: en un solo día de recorrido, a lo largo de 4 kilómetros, se encuentran 30 sembradíos. La misma autoridad eliminó en 2014 88 mil plantíos en Durango, 57 mil en Chihuahua y 44 mil en Sinaloa.

Teniendo en cuenta la facilidad de siembra, lo complicado de encontrar los sembradíos de droga y el miedo de sus habitantes, no es de sorprender la encarnizada guerra que lucha hoy el Cártel de Sinaloa en contra de La Línea, un brazo del Cártel de Juárez, por este territorio.

Para el Padre Ávila, esto es la parte sin precedentes: “antes estaba todo bien controlado, no había enfrentamientos, ni guerra, ni la invasión de tierra, ni las amenazas ni homicidios”.

Los Rarámuri no se defienden. Son una raza pacífica, que se saben dueños históricos de estas tierras, pero quienes no tienen la intención de defenderla con sangre. ¿Por qué no se defienden?, “¿Con qué?”, pregunta un Rarámuri joven, sentado sobre la principal avenida de Creel. “¿Con armas? No sabemos ni usarlas. Nos matan a todos”.


Juanito y el Indio Mario, los dos lados de la Sierra Tarahumara

A Juanito le cortaron la cabeza. Su familia se enteró dos días después, cuando su sangre ya se había secado. El Centro de Derechos Humanos que preside el Padre Ávila se enteró un mes tarde y yo me entero casi medio año después. ¿Por qué los homicidios de los Rarámuri no llegan ni a las autoridades ni a los medios? “Porque nadie denuncia”, responde el Padre. “Además es difícil traer las noticias hasta el pueblo. Son varios días de caminar, y solo para que de todas maneras no encuentren justicia”. 

A Juanito, el rarámuri de 45 años, lo mataron los sicarios, así dijo su esposa. Por no querer sembrar mota, clarificó ante el Padre Ávila. Hace 10 años la esposa de Juanito no podría haber pronunciado esas palabras: sicario. Los Rarámuri no los conocían, no existían en este bosque montañoso. La actividad de la marihuana ha existido desde por lo menos 50 años, los Rarámuri conocen la planta, la siembran, rentan sus tierras a los narcos. Pero desde hace una década el narco trajo un nuevo y desagradable ingrediente al apacible bosque: la violencia. 

-Juanito fue el último que vino a denunciar. Después de él ya no vinieron -cuenta el Padre con un dejo de impotencia en su voz -¿Cómo van a denunciar?, si mira lo que le pasó a él.

Los hermanos Villalobos, un par de niños Rarámuri de 11 y 12 años, han crecido con el narco a cuestas. Ambos asisten a una primaria en las afueras de Creel y cuando van de regreso a visitar a su padre, en el poblado de Cusárare, son revisados por un retén de sicarios.

-Siempre nos revisan ahí, para ver si no traemos cámaras o para ver con quién trabajamos -dice Aarón, el más alto de los dos. -O nomás para ver para dónde vamos y qué vamos a hacer. Están cuidando sus tierras -Completa la oración Alberto, el menor.

Mientras los hermanos relatan sus encuentros con el narco en la Sierra, un hombre en una bicicleta nos rodea como un buitre. Ambos lo siguen con los ojos, agachan la cabeza y bajan la voz para que no entienda sus palabras. Al final de la entrevista los llama con la mano y se reúnen a conversar.

Los hermanos Villalobos llevan en su mente el caso del “Indio Mario”, un Rarámuri encarcelado desde 2015 en la ciudad de Chihuahua por sicario. “Fue pura pobreza”, dice el mayor.

El Indio Mario era panadero en Creel. Su nombre es Mario Estorbellín Loya, 32 años, y según las autoridades asesinó a por lo menos ocho personas en la sierra Tarahumara, específicamente en el poblado de Guachochi. De acuerdo con la Fiscalía de Chihuahua, el Indio Mario era el líder de una banda de sicarios al servicio de un cártel de la droga.

“En la Sierra, muchos indígenas son reclutados desde chicos y cuando los líderes de estas bandas criminales son capturados, ascienden en rango, como el caso de Estorbellín Loya”, según dijo el Fiscal General de Chihuahua en rueda de prensa al anunciar su captura.

Pero para los pequeños Villalobos, el Indio Mario, a quien conocieron, era un panadero sumido en la pobreza.

-No la hacía con el pan -dice Alberto -No sacaba suficiente y pues se fue de sicario, ahí ganaba más.

Las comunidades rarámuri viven las peores condiciones de pobreza en el mundo. Según el Indice de Desarrollo Humano, en la Sierra Tarahumara la tasa es de 0.310, cifra menor a la del país más atrasado en el planeta: Níger (Africa), con un IDH de 0.330. Hoy sobreviven unos 104 mil 234 Rarámuri en situación de hambruna. 

UN DÍA CON EL PATO

Los días del Pato son largos como el mismo tiempo. ?Cuántas horas tienen sus días?, el Padre responde que no los mide en horas, sino en luchas: la lucha contra la injusticia, el robo, el asesinato, la lucha para acercarse más a Dios, para no perder la Fe luego de vivir en uno de los lugares más lastimados quizá del mundo.

“Así es como van mis días”, remarca. El sacerdote termina de alzar su cama a las 5:30 de la mañana, aún con el sol joven. Para las 6 ya ha fajado su camisa a cuadros bajo el pantalón de mezclilla, se ha aseado la barba, se dispone a cerrar la puerta de su casa, una pequeña construcción de ladrillo justo en medio de la parroquia y la oficina de Derechos Humanos.

Para los habitantes de la Sierra, el Padre Pato es una iglesia y un puño. Es una cruz y una casa de ladrillo. Son apenas las 7 de la mañana en Creel y el Padre grita por el teléfono: “¡no se dejen provocar! ¡Recuerden la prudencia, no se dejen, pero tampoco hagan daño!”.

-Están queriendo desalojar a unos pobladores que porque no tienen permiso para sus casas, pero ¿Qué permiso van a necesitar?, ¡carajo!, si tienen más de 100 años habitando estas tierras -dice Ávila frustrado.

Ávila llegó a la Sierra en 1975, dos años antes de que iniciara una cruzada contra el narcotráfico llamada “Operación Cóndor” y que vulneró particularmente a los Rarámuri. En aquel entonces el Padre era un hombre delgado, de barba tupida, cabello negro. Hoy los años le han dado experiencia, sabiduría, le han pintado el cabello y la barba de blanco, con excepción de un mechón negro que se aferra a su cabeza como un recordatorio del joven Pato.

Entre la sabiduría que ha adquirido hay una regla de oro: no circular las carreteras de noche. Al salir de la oficina el Padre viaja a municipios vecinos, a Guadalupe y Calvo, por ejemplo, a unas tres horas por carretera desde Creel. Va a apoyar al grupo de Rarámuris que enfrentan el desalojo. Les pide prudencia, que desalojen y que inicien una lucha legal. Pero a más tardar a las 4 de la tarde el Padre debe estar camino de regreso, antes que el sol caiga, porque entonces están los retenes del narco sobre las carreteras acechando a todo el que las transite. 

“Amenazas si he recibido, muchas, me las tomo en serio, pero hay que saber hasta donde puedes hacer. Cuando no hay más que hacer, pues ni modo”, dice el Padre montado en su pick up a la entrada de Creel. El Sol asoma sus últimos rayos, los ojos del Pato igual.

Kilómetros entre casa y casa 

En esta compleja y torcida sierra no hay periódicos ni noticieros. Existe una estación de radio que se dedica a pasar mensajes entre comunidades y el reporte del clima. Pero nadie habló de Juanito ni de la otra centena de Rarámuris asesinados en los últimos 10 años. Las noticias aquí tampoco llegan de casa en casa, pues la distancia entre ellas es de por lo menos 20 minutos a pie. Esta situación deja aún más vulnerables a los indios.

Ramón, un rarámuri que habita el municipio de Urique, adquirió una percepción particular durante su último viaje a la ciudad de Monterrey: “Que triste viven ustedes allá en la ciudad”. Para el indio de 40 años la urbanización es una tragedia. “Dónde ponen a sus animales, dónde siembran”, se pregunta. Y es que su casa de madera está a media hora caminando de su vecino más próximo. “Así estamos impuestos”, dice. 

El Padre Pato acepta que esta situación los deja vulnerables al crimen, pero esto no significa que vivan apartados como comunidad.

“Ellos no viven conglomerados, necesitan espacios abiertos para sembrar, pastorear. Esta es una costumbre ancestral, más bien fuimos nosotros en las ciudades quienes cambiamos las cosas”, dice el sacerdote, quien ha vivido en las pequeñas casas y cuevas que habitan los Rarámuri. 

Ramón no se siente alejado de su comunidad, a pesar de tener a sus vecinos a kilómetros de distancia. “Nos vemos cada domingo, ahí platicamos lo que nos pasa, lo que nos afecta”. 

La comunidad Rarámuri se reúne cada domingo, convocados por los gobernadores indígenas de las distintas zonas. A estas juntas se les llama Nahuésari, es cuando escuchan el mensaje de sus líderes, exponen sus preocupaciones y encuentran soluciones.

“Los Rarámuri son muy unidos, a su manera. Son pacíficos y muy reservados. Pero déjame te digo algo: todos tenemos un punto de quiebre, y los Rarámuri se van a empezar a defender”, dice el sacerdote.

Cuando acaba la entrevista, el Padre Ávila vuelve a su celular. En cuanto se enciende recibe una llamada tras otra. La mayoría son denuncias por despojos de tierras, unas otras hablan de gente armada. El sacerdote da instrucciones: “hagan lo que consideren mejor, sin violencia, y si alguien los agrede, vengan conmigo y yo los respaldo”. Ha pasado una hora desde que iniciamos a hablar y el hombre de la pistola fajada regresa. “Todo bien”, responde el Padre y cierra la puerta. Afuera las nubes se juntan y amenazan con tormenta.