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El Pozo, un pueblo sinaloense "hinchado de miedo y vacío de policías"

“Pues allá en Culiacán las cosas andan igual o peor, ya ve que en la semana mataron a seis. Yo pongo mi aire y en las noches, cuando las balas suenan yo me encomiendo a Dios, duermo tranquila”, cuentan habitantes de este pueblo también considerado "un pueblo fantasma"

Escrito en ESTADOS el

EL POZO, Sinaloa.- Si uno se para sobre una loma verá que El Pozo hace honor a su nombre. Está hundido en el calor. Hundido a las faldas de un cerro. Hundido en sus calles de tierra tan llenas de animales esqueléticos y tan pobres de niños.

Dice la señora Martha González que todo esto que pasa en El Pozo es cosa de fe. Que si el pueblo está como está; hinchado de miedo y vacío de policías, es porque la gente ha perdido la fe. Porque aquí la vida está rentada. Y eso –la vida- no es algo que se pueda comprar.

Lo sabe bien Julián. Porque justo a un lado de su casa está un corral abandonado desde hace semanas. “Desde que mataron al dueño, sus animales andan como locos, luego se andan peleando por la poca agua que hay”. “Sí los que vinieron por él andaban todos enriflados”.

No es fácil abrir la boca en estos retazos de polvo llamados calles. Por eso es que Julián, sin apellido, porque así lo pidió y porque su vida lo vale, habla quedito. Tan bajito que uno debe pegar el oído a su aliento seco y agrio. 

“Mire amigo, mejor guarde su libreta, que no lo vean apuntar, no sea la de malas”.

Cuadras abajo, donde la calle parece espiral, Julián sabe que, hace días, El Pozo volvió a hundirse en sus historias. “Eran como las siete cuando llegaron las camionetas con los pistoleros… ”.

Basta mirar la calle para imaginar la escena. Porque aquí a las siete de la tarde del 25 de junio, cuando murieron tres hombres y un adolescente, todavía había luz. “Sí, todos los chamacos andaban jugando a esa hora cuando llegaron en las camionetas, bien recuerdo que traían los vidrios un poco abajo con las armas de fuera”, confiesa otro vecino que pide no dar su nombre.

Debieron entrar por el único camino que lleva a la sindicatura. “Se fueron directo hacia la casa de la gente. Yo me acuerdo que toda la plebada que andaba por ahí se fueron a fijar qué pasaba…hasta que se oyeron los tronidos”, agrega el habitante.

“Dice mi amá que algunos gritaban que se iban a chingar a todo el pueblo, y a todo aquel que se asomara. Desde que pasó aquello, todo volvió a ser como un rancho fantasma. Ayer mismo el Ejército se llevó a varias familias”.

Uno podría caminar por el laberinto de estas calles con pequeños canales de aguas negras y escuchar el zumbido de las moscas, la desesperación de los animales con hambre y algunos perros que se quedaron en las casas vacías.

“Sí, la gente se fue. Tiene miedo. Los soldados sólo vienen cuando hay muertitos. Pero mire –dice el señor Luis mirando hacia la calle inclinada- aquí hay un buen de terreno para que pongan un cuartelito”.

El señor Luis vive a unas cuadras de las casas abandonadas. Todavía hay un poco de agua en las piletas. Sus caballos, tan flacos que se chupan todo lo que parezca agua, deambulan en círculos.

Una mujer anciana, que ha quedado amurallada entre dos casas solas, confiesa: “Vinieron los militares para acompañarlos y sacar todos sus tiliches. Y pues se llevaron todo lo que pudieron”.

-¿Y por qué usted no se va?, le pregunta el reportero.

- ¡A dónde, si no tenemos nada…!

Pero no siempre el éxodo tiene sabor a miedo. “Pues uno no sabe porqué, se va la gente, ha de ser porque andan en cosas malas ¿o no?”, sugiere la señora Martha González a quien parece no incomodarle la soledad del pueblo: “Pues allá en Culiacán las cosas andan igual o peor, ya ve que en la semana mataron a seis”. “Yo pongo mi aire y en las noches, cuando las balas suenan yo me encomiendo a Dios, duermo tranquila”.

Ella está segura de que, si la gente rezara, otra cosa sería. Mire –señala al fondo del camino- allá está la iglesia, pero la gente no va al rosario. “Ayer vino el padre de Culiacán, José Romero, a decirnos que nosotros también tenemos la culpa porque dejamos que los hijos andan comprando pistolas y no les llamamos la atención”.

Antes, según la señora Martha, las cosas eran distintas. “Antes bajaban de Chalatón a robarse a las muchachas de los bailes. Bien me acuerdo que hasta tenían que recogerse la falda para echarse a correr”.

- ¿Dice que la gente no tiene fe?, se le insiste a la mujer.

- Así nos dice el padre que no hay fe, que por eso la iglesia está sola.

Y tiene razón. El eco de un rosario sale del fondo de una capilla con una vieja campana en la entrada con la que se llama a misa. Siete mujeres rezan y conforme pasan los minutos se incorporan dos más. “Dios te salve…”. Pero el eco del rezo se va perdiendo entre la soledad de una capilla con castillos de maltrechos de varilla que sobresale en su techo.

 

Pero ni la fe puede con el miedo. De plano hay quien no puede largarse porque no tiene a donde ir. “¿A dónde más se puede ir uno?”, pregunta un viejo habitante que lava trastes y ropa mientras sus nietos se asoman al cerco de varas.

- ¿Y qué pasara con El Pozo?

- Pues la gente se va estar yendo, allá atrás –dice mientras señala el camino de al fondo- todas esas casas están vacías.

Hay veces que la memoria es silenciada. Una de las vecinas que habita justo en frente de una de las casas donde pistoleros sacaron y remataron a su dueño, no desea conversar. De entre un pasillo, asoma, uno de sus familiares. Un muchacho que confiesa que esa familia (la de enfrente) se marchó este domingo escoltada por los soldados.

Un testimonio más coincide.

“Se esperaron hasta que sacaron todo. Me acuerdo que ahí estaba uno de los coches de los guachos. Después, las familias se fueron con ellos. Ahora todo está vacío”.

Y sugiere: “Sólo le quiero pedir un favor, no diga mi nombre: ya ve cómo andan las cosas”.

En El Pozo, los remolinos del viento serpentean por las calles desordenadas. Algunas camionetas que pasan levantando el polvo, casi siempre enciende la alerta. La gente las mira pasar de reojo. “Uno nunca sabe, yo por eso no quiero que mi nieta ande en la calle. Porque, aunque la casa está cerca, a mí, se me haría bien lejos si algo así vuelve a pasar”.

Este rancho se va muriendo de poquito. Entre sus cuentos con olor a pólvora. “Mire- confiesa otro vecino- yo me acuerdo que aquí el año pasado se encontraron los guachos con unos plebes del Betón, que iban en búsqueda de El Charrito. Y hubo un momento que los plebes pusieron de punta los cuernos y los militares se siguieron de frente…”

“….Aquí no hay Ley ese gente (los pistoleros) hacen lo que quieren y la merca (la mariguana) se las compran siempre”.

El éxodo en El Pozo, parece no detenerse. Cuando uno abandona la ranchería nadie dice adiós. Y si acaso, ladrará un perro de una de las casas vacías, ya sin niños y mujeres, ahora viudas.