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Las torturas del general de AMLO

Tortura, vejaciones y fabricación de culpables apuntan a Felipe de Jesús Espitia durante el Operativo Conjunto Chihuahua; AMLO lo mantiene como coordinador de asesores del Instituto de Seguridad Social para las Fuerzas Armadas Mexicanas con salario bruto mensual de 115 mil pesos

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Escrito en ESPECIALES LSR el

PRIMERA PARTE DE DOS

I

El auto huele mucho a pino, no a pino de verdad, sino a los pinos que se le ponen a los autos colgados del retrovisor, huele mucho a la fragancia del pino negro. Óscar canta la única canción que recuerda con la cabeza recargada sobre la pierna de un hombre que no conoce. “Canta”, le dijeron antes. Y él cantó lo primero que vino a su mente: “… No, no quiero ser, esa mujer// ella se fue a un abismo //y tú, no eres aquel, que prometió// sería mi súper héroe//… //Y, ¿dónde quedó, ese botón, que lleva a la felicidad?”. Óscar aprieta los ojos debajo de la venda negra. Óscar hace días que ya no es Óscar. Piensa que en cuanto termine de cantar le van a disparar en la cabeza, acostado en la parte trasera de su auto. Y lo desea, de verdad lo desea. Que se termine esto, que ya se termine, piensa. Como se terminó horas antes para su amigo Víctor Baca, con el disparo en la frente y el rostro desfigurado. Que ya se acabe. “Dejas que pasen cuatro canciones, te quitas la venda y te vas”, escucha. Los dos hombres de adelante y el de atrás, donde recargaba la cabeza, salen del auto. Pasan cuatro canciones, más, se termina el disco y Óscar no se levanta, no se quita la venda, posiblemente llora. No hay razón para que lo dejen vivir. Se va a levantar la venda sólo para ver el arma que expulsará la bala que perforará su cabeza, piensa, y, aunque lo desea, que se termine todo, pensar si va a doler demasiado, si va a quedar vivo unos instantes agonizando, ver el arma, prefiere que lo maten así, con la venda, pero termina el disco, no se quita la venda, pero la baja hacia su cuello, sale del auto, no ve, no sabe dónde está, la venda cubriendo sus ojos por días, quién sabe cuántos, y de pronto esto, el cielo inmenso y oscuro. Hay algo que contrasta con la oscuridad de la noche, una estructura gigante amarilla. Reconoce la entrada a Ciudad Juárez, la Puerta del Milenio, “Bienvenido a la Heroica Ciudad Juárez”. Es 2 de marzo de 2009 cerca de medianoche o, quizá, son los primeros minutos del 3 de marzo. Óscar Alejandro Kabata de Anda tiene 17 años y acaba de sobrevivir a cinco días de tortura en las instalaciones del Ejército mexicano, presenció la ejecución extrajudicial de su amigo Víctor Manuel Baca Prieto y escuchó y vio la cara del encargado por parte del Ejército del Operativo Conjunto Chihuahua, el general Felipe de Jesús Espitia Hernández, cuando le decía, sentado a su lado, que se trató de un error, que lo iban dejar vivir, pero que no debía decir nada, debía irse y no volver nunca, lo escuchó decirlo como se ofrece una disculpa por llegar tarde a una cita, mientras jugaba con su anillo dorado pasándolo de la mano izquierda a la derecha y le repetía que se fuera para siempre.

Y Óscar prometió que eso haría, pero ¿a dónde iba a ir?, ¿cómo se empieza de nuevo cuando tiene más sentido intentar restaurar un espejo roto en miles de pedazos que es su vida? ¿A dónde va a ir?, piensa mientras conduce su auto con las costillas rotas, la nariz desviada, el dolor de la violación, las vejaciones, mientras se interna en las calles de la ciudad más violenta del mundo en ese momento, uno de los principales escenarios de la guerra que el entonces presidente de la República, Felipe Calderón Hinojosa, declaró al narcotráfico. Un escenario clave también para entender la estrategia de seguridad que estuvo en manos de un hombre -el entonces encargado de la seguridad nacional, Genaro García Luna- que simbolizó una cosa que, ahora, bajo arresto en Estados Unidos, acusado de tener nexos con el cártel del Sinaloa, parece otra cosa, una muy distinta a lo que se quiso mostrar entonces, quizá la vida de Óscar Kabata de Anda sería otra sin ese personaje, y sin que hubiera existido Felipe de Jesús Espitia y Felipe Calderón Hinojosa.

Pero ésta, la de Óscar, no es la única historia de tortura, vejaciones y fábrica de culpables que acumula en su trayectoria militar el general Espitia Hernández. De su pasado, en el sexenio de Ernesto Zedillo, hay una por el secuestro del teniente de infantería Gerardo Cruz Pacheco, en cuyos testículos un grupo a su cargo descargó corrientes eléctricas hasta inmovilizarlo, para después, con una bolsa de plástico con agua, cortar su respiración, mientras le ponían grabaciones de su familia recibiendo golpes, suplicando piedad.

Como responsable del Operativo Conjunto Chihuahua, 32 militares fueron procesados por tortura; en testimonios, reconocieron vejaciones y trato inhumano contra civiles, pero, argumentaron, recibían órdenes de la cadena de mando, entre cuyas cabezas estaba el general. Paradójicamente, los militares fueron torturados en sus cuarteles con las mismas prácticas que ellos aplicaban: toques en los testículos, ahogamiento y tablazos, según la relatoría enviada a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) que aceptó la queja porque consideró que era posibles violaciones a derechos humanos por parte del Estado Mexicano.

El presidente Andrés Manuel López Obrador lo mantiene como coordinador de asesores del Instituto de Seguridad Social para las Fuerzas Armadas Mexicanas (ISSFAM) con un salario bruto mensual de 115 mil 220 pesos. El historial militar de Espitia está clasificado como reservado por la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena), con el argumento de que dar a conocer su trayectoria y los operativos en los que ha participado ponen en riesgo su vida ante posibles ataques del crimen organizado, con el que también ha sido ligado por presunta protección.

La Silla Rota buscó al general para saber su opinión, vía el gobierno federal por medio de correos electrónicos y conversaciones telefónicas con el departamento de Comunicación Social de Sedena,  y hasta con un recado en físico enviado a su oficina donde se negó a atender al equipo de reporteros. Pero no hubo respuesta.

Hace unas horas, su nombre fue borrado del organigrama del ISSFAM y sustituido por el del general David Córdova, pero LA SILLA ROTA mantiene impresión de pantalla de días atrás, cuando aún aparecía como coordinador de asesores. Aún está activo en el listado de funcionarios y salarios de la Función Pública del gobierno federal, así como en el del Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales. Igualmente, figura en el puesto en la revista oficial del ISSFAM de diciembre de 2019.

II

El hombre que está sentado enfrente es apenas un poco más que un vacío, un poco más que un lugar donde no habita nada, apenas un poco más. Le quedan, por ejemplo, pocas cosas que generen ganas de esperar, de esperanza. “Si tú pusieras un botón, ahorita, frente a mí y si yo supiera que si aplasto ese botón termina mi vida, te juro que lo hacía… esa es mi vida”, me cuenta. Pero aquí no hay botón para morir. Pienso en la canción que me dijo que cantó “Y, ¿dónde quedó ese botón, que lleva a la felicidad?”. No hay botones para Óscar, ya no hay. Pero hay otras cosas, botones que él nunca podría presionar, pero que le gustaría ver cómo alguien más presiona. Un botón, por ejemplo, para llevar a la cárcel al general Espitia Hernández, a quienes lo torturaron. Eso le queda. O sea, casi nada. Porque ¿quién puede llevar a la cárcel a un coordinador de asesores de la Secretaría de la Defensa Nacional?, ¿la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas (CEAV)?, ¿La Fiscalía General de la República (FGR), a través de la Fiscalía Especializada en Atención en Investigación de los Delitos de Desaparición Forzada?, ¿la CNDH?, ¿La misma Sedena que lo torturó?, ¿La Secretaría de Gobernación?, instancias todas con oficios e investigaciones iniciadas con el nombre Óscar Alejandro Kabata de Anda, “quien manifiesta que ha sufrido presuntas violaciones a sus derechos humanos cometidas por elementos militares”, o como la que inició la Segob “por una supuesta detención ilegal por parte de elementos del Ejército”. Instancias, investigaciones todas sin avances, que no le responden y que lo citan para que vuelva a contar la misma historia una y otra y otra y otra vez. O que detuvieron las investigaciones porque “el C. Óscar Alejandro Kabata de Anda no acudió a la comparecencia programada para…”. Eso dicen los documentos, pero no dicen que le depositaron el dinero para su traslado 15 minutos antes de la hora de la comparecencia, es decir, pretendían que viajara más de mil 200 kilómetros, de Ciudad Juárez a la Ciudad de México, en 15 minutos. Óscar se convirtió en un loco para las autoridades, un loco que toca puertas que nadie abre. Sin embargo, los mismos documentos terminan con oraciones como: “solicitamos que las medidas de protección se refuercen y se sigan brindando”. En otras palabras, las investigaciones no avanzan, están trabadas y posiblemente así sigan. No hay respuestas para Óscar. Y lo hacen pensar que está loco. “Es una continuación de la tortura”, me dice. Pero las autoridades encargadas de investigar saben que Óscar puede morir asesinado, y si un sobreviviente de tortura y desaparición forzada y testigo de una ejecución extrajudicial que denuncia, señala y reconoce directamente al general Felipe de Jesús Espitia Hernández, en el contexto del Operativo Conjunto Chihuahua y de la “guerra contra el narcotráfico”, muere asesinado sin escoltas, sería responsabilidad directa del Estado, y entonces la CEAV, la Segob, la Sedena y la FGR, mismas instancias donde no avanza la investigación, tendrían que explicar. Pero Óscar anda con escoltas, aunque ninguna instancia de gobierno lo tome en cuenta. Incluso, después de declarar para este reportaje fue amenazado de nuevo por ello.

En esa época, cuando él fue secuestrado, esa época de “guerra contra el narco”, Espitia era el  responsable de aquel operativo, y los militares detenidos, en sus confesiones, aseguran que recibían órdenes del general.

El cuerpo de Víctor Manuel Baca Prieto fue encontrado cerca del puesto de revisión militar que se encuentra a la entrada de Ciudad Juárez, en octubre de 2009, es decir, ocho meses después de su ejecución. Sus restos fueron trasladados al Servicio Médico Forense donde permanecieron más de 8 años, a pesar de que su papá entregó las pruebas de sangre el 6 de marzo de 2009 y de que fue a preguntar cada semana durante 8 años.

En un informe -del que LA SILLA ROTA tiene copia- enviado a la Fiscalía de la Corte Penal Internacional (CPI) sobre crímenes de lesa humanidad cometidos por el Ejército Mexicano durante el Operativo Conjunto Chihuahua, entre 2008 y 2010, en el periodo de Espitia, organizaciones defensoras de derechos humanos documentaron 35 casos de civiles llevados y retenidos en instalaciones militares por un promedio de 25 horas, a pesar de encontrarse en localidades donde existían autoridades civiles para ser puestos a su disposición inmediata.

Las víctimas fueron sujetas a torturas con tácticas que incluían golpes, choques eléctricos, tortura psicológica, asfixias con bolsas de plástico o agua, incluida la técnica del “waterboarding” y once casos de tortura sexual. En 15 hubo participación de personal médico militar en los actos de tortura o tareas de reanimación. El objetivo era conseguir o fabricar información sobre bandas criminales, posteriormente fueron presentados ante medios de comunicación y ante los fiscales civiles con drogas o armas que les fueron plantadas.

Una de estas torturas ocurrió el 18 de octubre de 2009 cuando dos personas viajaban en un vehículo Derby blanco y fueron detenidos por elementos de la Policía Municipal de Nuevo Casa Grandes, Chihuahua. Tras el supuesto descubrimiento de un arma de fuego de uso exclusivo del Ejército, los policías entregaron a los detenidos a los militares, quienes, a su vez, los trasladaron al cuartel del 35 Batallón de Infantería. Eran aproximadamente a las 13:30 horas.

Los militares, con autorización de los mandos, le vendaron los ojos a una de las víctimas, lo desnudaron, lo colocaron en una cama metálica, le pusieron un trapo húmedo en el rostro y vertieron agua sobre él. Al poco tiempo se percataron que no respiraba. Uno de los soldados salió del pelotón y regresó al lugar con el Subteniente de Sanidad para intentar reanimarlo, pero ya no tenía signos vitales.

Como lo habían matado, el coronel de infantería les ordenó privar de la vida al otro mediante batazos en la cabeza y cavar un pozo profundo para enterrarlos. Ambas víctimas fueron trasladadas a una brecha de la carretera de Janos a Agua Prieta, en donde les dieron dos disparos en la cabeza con una ametralladora MP5; luego los enterraron en una fosa clandestina.

De aquel entonces, Wikileaks guarda un archivo: el email 1147067 de la agencia Stratfor, proveedora de los servicios de inteligencia de Estados Unidos, que contiene una relación de gobernadores mexicanos en territorios donde había operación de cárteles en 2008. En la descripción de José Reyes Baeza, entonces mandatario de Chihuahua, menciona al general Espitia por mantas que aparecieron contra él en julio. En éstas, colgadas sobre la avenida Tecnológico con la firma “Gente Nueva”, grupo ligado al Cártel de Sinaloa, acusaban al militar de supuesta traición y de apoyar a una célula del Cártel de Juárez.

“Así nos gusta Reyes, que hagas caso, kitaste a Sias: te falta la wey de la procu y tu general Espitia vas a morir por traidor, x apoyar a la línea estas ubicado. atentamente gente nueva”. Ese fue el primer mensaje.

Una segunda manta decía: “Pinche general Espitia te vamos a matar por traidor, pinche marrano y tu mansión en el DF estas ubicado por apoyar a la línea, atentamente gente nueva y sigue Borruel”. El general nunca ha hecho público su patrimonio; no autoriza a la Secretaría de la Función Pública (SFP) difundirlo.

Entre los 32 militares que fueron procesados, uno, el general de Brigada José de Jesús Moreno Aviña, reconoció en sus declaraciones que tenían como informantes a miembros de La Línea, brazo armado del Cártel de Juárez. El Sebos y El Dani, como los identificaban, ya están muertos, pero los protegía el Ejército y Espitia estaba al tanto.

III

Óscar viste un pantalón color azul marino, una chamarra gris, casi negra, una camisa blanca que no se ve completa, pero seguramente está muy planchada, unos tenis blancos, impecables. “Me gusta mucho el color blanco”, dice. Tiene 28 años, un cuerpo grande con piernas largas y brazos fuertes, un corte de cabello muy cuidado, con la partidura recta que dirige hacia el otro lado la parte más larga, no mucho, de su cabello negro, es de piel blanca y da la apariencia de que si no se rasura en pocos días se le vería una barba pronunciada. “Me baño y me visto todos los días con ropa limpia por mi familia, para hacerles creer que estoy bien, pero no estoy bien, no estoy bien”, dice. Y llora. Óscar pide disculpas, a cada rato, por cosas que no debería disculparse, si le sale un moco se disculpa, si le sale una lágrima se disculpa, si olvida un nombre se disculpa, si necesita ir al baño se disculpa. Óscar se disculpa por contar su historia a cada momento. Pero no hay disculpa que lo repare a él.  

Uno de sus escoltas lo espera afuera del cuarto donde hablamos. Óscar dice: “Esta historia se va a acabar con una de dos maneras, o me mata él o me mato yo. Pero esto se va a acabar conmigo muerto”. Y quizá tenga razón, o lo matan o se mata él. Pero queda esa fracción de esperanza que es apenas un poco más que nada. Llevar a alguno a la cárcel. Por eso hizo la denuncia, cuando el miedo se lo permitió, a las 12:50 del 22 de junio del 2015. Y entonces, la vida, lo que quedaba de ella, se volvió insoportable. Todavía más.

Porque comenzaron las llamadas donde le anunciaban la forma en que vestía, en donde estaba, con quién, “te vamos a matar, a ti y a tú familia”, dice que le mencionan a cada rato. Y lo peor, es que no pasa, no lo matan, pero le dicen que lo van a hacer, se lo repiten a cada momento, y eso puede ser peor que hacerlo, señala. “No sé qué quieren de mí, me vuelvo loco o pienso que me vuelvo loco”, me comenta.

IV

Felipe Calderón Hinojosa inició su mandato el 1 de diciembre de 2006, ya con una promesa desde campaña de enfrentar a los cárteles involucrados en el tráfico de drogas. Tres días después el papá de Óscar, Carlos Eduardo Kabata de Anda, oficial de la Policía Federal de Caminos, desapareció en Tijuana luego de un cambio inesperado ordenado por un superior, Ardelio Vargas Fosado. Esa fue la primera vez que la estrategia de seguridad de la guerra contra el narcotráfico hizo pedazos la vida de Óscar.

Aunque no estuviera cerca de casa, el oficial Carlos Kabata siempre llamaba por teléfono a Óscar por su cumpleaños, ese 30 de noviembre, como era de esperarse el celular de Óscar sonó y apareció en la pantalla el nombre de su papá, pero Óscar no quiso contestar, estaban molestos por una cosa muy adolescente como lo es empezar a fumar, pelearon unos días cuando Carlos supo que su hijo empezaba a fumar, por eso Óscar no contestó ese día en que cumplió 15 años. Y después ya no hubo oportunidad. Entonces Óscar tomó la costumbre de llamarlo para escuchar la grabación con su voz, fue todo lo que quedó, por un tiempo, hasta que se suspendió la línea. “6 73 73 799 44”, dice de memoria, ahora que han pasado 13 años de ese 4 de diciembre, “ese era su número”.

Y aunque el oficial Carlos Kabata no es el papá de Óscar, es algo más importante: su figura paterna. Carlos Eduardo Kabata de Anda es el hermano de la madre de Óscar, pero Óscar dice cada vez que se refiera a él: “mi papá” y así le decía a Carlos. Así lo hizo desde muy pequeño, cuando esperaba ansioso el momento de ver a Carlos con su uniforme de Policía Federal de Caminos y poder subir, aunque sea un momento, a su patrulla. Óscar quería ser Carlos cuando pidió que su fiesta de cumpleaños fuera de policía, deseó ser policía federal de caminos hasta que el 4 de diciembre después de llegar a Tijuana, Carlos no se presentó a trabajar. Ni al siguiente día, ni al otro, ni ninguno, hasta hoy. Desapareció y hubo llamadas para pedir rescates que se pagaron. Pero nunca lo entregaron. Después la llamada de alguien quizá piadoso quizá cruel que sólo dijo que estaba muerto y colgó. Y los años para resignarse a que no iba a volver.

V

El 28 de marzo de 2008 entró en vigor el Operativo Conjunto Chihuahua, en el marco de una declarada guerra contra el narcotráfico del entonces presidente de la República, Felipe Calderón Hinojosa. Ciudad Juárez se convirtió en el principal escenario de ejecuciones entre el Cártel de Juárez, el de Sinaloa, los Beltrán Leyva, el Ejército, la Policía Federal, la Estatal y la Municipal. Y a pesar de esto, los enfrentamientos fueron mínimos, las víctimas, en su mayoría, iban desarmadas. Las principales víctimas fueron hombres, jóvenes y pobres, de acuerdo con la investigadora de la UNAM, Luciana Ramos Lira.

Entre 2007 y 2010 los homicidios incrementaron mil 961.4 por ciento sólo en Ciudad Juárez; mil 239.5 por ciento en todo el estado de Chihuahua y 290.4 por ciento en todo el país, de acuerdo con cifras del Instituto de Nacional de Estadística y Geografía (Inegi). Juárez, que registró 192 homicidios en 2007, pasó a ser la ciudad más violenta del mundo con 3 mil 766 asesinatos sólo en 2010 y una tasa de 190 homicidios por cada 100 mil habitantes, cuando ningún municipio del país ha superado la tasa de los 100 homicidios por cada 10 mil habitantes, de acuerdo con los datos del Inegi; Chihuahua pasó de 518 homicidios en 2007 a 6 mil 421 en 2010; y el país fue de 8 mil 867 defunciones por homicidio en 2007 a 25 mil 757 en 2010.

Evidentemente algo cambió la estrategia de guerra contra el narcotráfico y la llegada del Ejército y Ciudad Juárez cargó la tasa más alta de homicidios entre todos los municipios, pues desde la entrada del Operativo Conjunto Chihuahua en esta ciudad, de entonces un millón 300 mil habitantes, que representa el 1 por ciento de la población del país, esta sociedad sufrió alrededor del 15 por ciento de todos los homicidios que se registraron en México.

“Los principalmente asesinados son hombres jóvenes de 30 a 35 años, seguidos de los de 18 a 24; se señala que en su mayoría son pobres, sin empleo, sin estudio, ni oportunidades”, de acuerdo con la investigadora Ramos Lira. En el segundo rango de edad de las víctimas es en el que se ubica Víctor Manuel Baca Prieto, asesinado a los 21 años de edad, por militares del Ejército mexicano en la guarnición ubicada en la calle Barranco Azul, de Ciudad Juárez, Chihuahua, entre el 26 de febrero y el 2 de marzo, probablemente el 28, es difícil tener noción del tiempo cuando te están torturando con los ojos vendados, pero eso cree Óscar Kabata, que pudo ser ese el día que oyó el disparo que mató a su amigo. La Sedena afirmó que no tiene registro de ninguna queja por tortura durante el Operativo Conjunto.

VI

Durante los últimos minutos del 26 de febrero, un comando de militares llegó a un establecimiento de comida y se llevó de ahí a Óscar Alejandro Kabata de Anda, de entonces 17 años, y a Víctor Manuel Baca Prieto, de entonces 21 años.

Los llevaron a la Guarnición del Ejército Mexicano en Ciudad Juárez, los acusaron de secuestrar a una regidora, dato del que ni siquiera hay registros. E iniciaron la tortura. Primero se pusieron dos soldados de cada uno de los lados de ellos. Uno les pegaba en una de las costillas en un costado, para que doblaran el cuerpo hacia ese lado. Luego otro les golpeaba en la misma zona, pero del otro lado. Obligándolos a moverse como si fueran un péndulo. Pero las costillas no resistieron demasiado.

También les sumergieron la cara en baldes con agua, una y otra vez y por periodos cada vez más prologados hasta que perdían el conocimiento. Lo mismo hacían con bolsas de plástico para cortarles la respiración. Y más golpes, también en la cara, en la nariz. Hasta que al segundo día, probablemente el 28 de febrero, Óscar escuchó que a Baca le costaba mucho trabajo respirar, hasta que dejó de oírlo.

La tortura a Óscar y Baca no dista de la que relató a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) el teniente Gerardo Cruz Pacheco, aunque haya doce años de diferencia.

El 2 de octubre de 1996 Gerardo estudiaba con veinte oficiales de las fuerzas armadas en un cuartel del segundo batallón de la policía militar del cuerpo de guardias presidenciales, cuando fue secuestrado por autoridades militares a cargo de Espitia.

Lo golpearon en la cabeza y planta de los pies con una tabla vendada, después lo envolvieron en sábanas mojadas y los golpearon con un arma. La tortura duró dos días, entre el 10 y 11 de octubre, hasta que fue puesto a disposición de las autoridades civiles federales y encarcelado en una prisión de máxima seguridad, el Centro de Readaptación Social No. 1 “La Palma”, acusado de porte de armas ilegítimas y homicidio.

El certificado médico emitido al ingresar a ''La Palma'', que el teniente envió a la CIDH, revela cicatrices múltiples por ''quemadura eléctrica en tórax anterior y posterior''.

Dos hojas de la sentencia de primera instancia que envió también citan un certificado emitido por el médico del Centro Federal de Readaptación Social el 12 de octubre de 1996, el cual dice:  ''corroborándose, que el inculpado en cita, fue torturado [...] y como puede advertirse con los certificados médicos [...] que Gerardo Cruz Pacheco, presenta huellas de lesiones externas recientes [...], múltiples heridas cicatrizadas, al parecer por aplicación de toques eléctricos, con una evolución de ocho a diez días''.

VII

“Nunca voy a olvidar el sonido de una persona, de Baca, cuando se está yendo, es un sonido que tengo bien marcado, es algo yéndose, literalmente, algo está yéndose, ese sonido sí me da miedo Yo me pregunto si por mi culpa está muerto Baca y eso me duele un chingo, aunque yo no lo matara me siento mal de que estuviera conmigo y a mí no me mataran”, dice Óscar, y claro, llora, llora mucho.

Entonces llegó un militar y le dio un disparo en la cabeza. Y se fue. Como si hubiera llegado a decir buenas noches, nada más. Sin titubeo ni preámbulos. Igual que violaron a Óscar tres militares, uno tras otro, aunque eso no dijera en la denuncia porque le daba vergüenza, por eso dijo que fue uno, pero no lo olvida, entró uno y luego otro y luego otro. Y entonces la vida, lo que conocía como la vida, fue otra cosa.

Después sucedió lo de sentarse en el sillón verde para ver a Espitia y escucharlo decir, vete y no vuelvas. Y desde entonces, aunque Óscar lleve escoltas y haya vuelto, nada ha vuelto en realidad.

Óscar sube a un auto. Sabe que es su auto porque huele pino, huele mucho a la fragancia de pino negro, alcanza a ver bajo la venda un poco y no hay pino negro en el retrovisor. Es su auto, debe haber tres pinos, uno en el cenicero y dos debajo de los asientos de enfrente. A Óscar le gusta el olor de la fragancia de pino negro, pero no cómo se ven colgados de los retrovisores. Entonces alguien le dice “canta una canción”. Y el empieza: “Sí, yo quería ser, esa mujer, la madre de tus hijos // y, juntos caminar hacia el altar directo hacia la muerte // y al final, ni hablar, y al final, qué tal, tú y yo ya no existimos”. Llegan a un lugar y le piden que espere a que pasen cuatro canciones para quitarse la venda. Para cuando se atreva a bajarse la venda de los ojos hacia el cuello y a salir del auto, Óscar solo verá la inmensa noche y al frente, a lo lejos, como puntitos blancos, las luces de la ciudad más violenta del mundo.


UNIDAD DE INVESTIGACIONES ESPECIALES LA SILLA ROTA

Coordinación: Sandra Romandía