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El performador

López Obrador es un performador consumado, un enunciador performativo experimentado; más no un gobernante efectivo. | Luis Farías Mackey

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Escrito en OPINIÓN el

El performador pretende cambiar la realidad con palabras, a ello se le llama “enunciados performativos”, y si bien la palabra es una forma de acción, no estamos frente al ciudadano común que ejerce el poder sobre la ciudad valiéndose del lenguaje racional y veraz, el gobierno de la Polis por el Logos, sino de cara a un entramado institucional donde el performador (performer) detenta un status de poder en una situación institucionalizada. El dato es importante porque si todo se sostiene por una situación de preminencia, cuando está merma el performador, cual carroza de Blanca Nieves, se convierte en merolico.

En todo enunciado performativo encontramos, según lo describieron John Langshaw Austin (1911-1962) y John Searle (1932-), dos denominadores comunes: el soberano y los efectos de su enunciado. De ciertos de sus enunciados se espera un efecto conocido, diríamos que hasta regulado, que es, precisamente, el carácter performativo del enunciado.

A diferencia del hablar del ciudadano, que abre con su palabra un océano de posibilidades de efectos y de riesgos; en el enunciado performativo, en palabras de Foucault, “lo performativo se cumple en un mundo que garantiza que el decir efectúe la cosa dicha”.

El filosofo francés explicaba la diferencia entre la palabra ciudadana y el enunciado performativo con Galileo, quien por sostener su saber científico arriesgaba la vida, en contraposición del que enuncia algo dentro de un código y una institucionalidad que provocan un efecto predeterminado y lo protegen. Los tweets de Trump tendrían otra lectura y efectos si no fuera presidente, como las acusaciones de Torquemada o las proclamas de Hitler las hubieran tenido de no haber sido uno Inquisidor Mayor y otro Führer.

No es lo mismo el sacerdote que consagra desde el altar, el juez que sentencia desde el tribunal, o el banquero que cobra con policía, al ciudadano que aventura libremente su opinión.

El papel y status del performador juegan, pues, un papel esencial en los efectos del enunciado performativo. Veamos el caso de nuestra comentocracia: si se es de las capillas de comentaristas orgánicos de los medios tradicionales, lo que importa es lo que “performan”, no tanto su contenido y veracidad. Pero si quien expresa su opinión carece del status que otorga la patente de corsario mediático, además de no tener efectos garantizados, sus consecuencias son mayores.

No pasa lo mismo en la relación que guarda el performador con lo que enuncia. Poco cuenta si quien preside una asamblea la declara abierta sin importarle un comino ésta, o lo hace en calidad de autista, como Muñoz Ledo en el Congreso, o sin saber qué se va a tratar en ella. Puede que ni siquiera le interese o desee aperturarla, pero basta con que lo enuncie para que se dé. Para el performador lo enunciado le puede ser indiferente. Caso diverso al que sostiene, incluso bajo riesgo personal, su libre opinión. Esto es lo que pienso y lo digo. Hay aquí un compromiso y un riesgo. Foucault habla de un pacto de veracidad y un pacto con las consecuencias de esa veracidad. De hecho, habla de “vericidad”, en tanto hombre verídico que dice su verdad y se ata a ella.

No es su status lo que hace valer, sino su verdad, su compromiso y sus consecuencias. Y al hacerlo se autoafirma con todos los riesgos que ello pueda acarrearle; se autoafirma en su verdad, no por una situación de preminencia.

En el enunciado performativo es el status del performador y su circunstancia institucionalizada lo que determina qué puede y debe decir; no hay aquí mayor libertad, ni necesariamente compromiso. El performador puede mentir abiertamente, sostener lo que no piensa, aventurar sin arrostrar consecuencias. No hay en esta ecuación una relación entre libertad y verdad. Al performador le basta afirmar que el gobierno francés avala un estudio que niega todos los de las agencias especializadas -y que de inmediato desconoció dicho gobierno-, para acreditar que el NAIM era inviable, o bien performar una consulta pública para cancelarlo.

El performador no necesita siquiera conocer de lo que enuncia, le basta performar desde un camión descapotado con un plano a mano alzada para diseñar sobre las rodillas un aeropuerto contra toda ciencia y razón.

Las mañaneras, como los discursos de templete, los videos en redes y las entrevistas banqueteras de López Obrador son enunciados performativos, donde -antes como candidato perenne y hoy como presidente omnipresente-, performa desde su status, bajo una situación institucionalizada y con códigos que garantizan efectos prefijados. En tratándose de performar no opera, en su caso, mandar al diablo a las instituciones: lo hace en papel de Gran Tlatoani y con lujo de símbolos.

Él lo sabe y lo explota, lo importante es lo que performa y desde donde lo performa; no tanto si es verdadero, responde a su profunda convicción o siquiera le importe.

Negar que las cifras de violencia hayan crecido sin aportar mayor argumentos o datos que su gastada descalificación de prensa conservadora y fifí, es un acto performativo; como lo es proclamar la lucha contra la corrupción sin hechos y recursos que garanticen su efectividad en la vida real, o sostener que Santa Lucia va contra viento y marea, o negar que va a pagar más caro un aeropuerto que no va a existir (NAIM).

El performador cree poder cambiar la realidad a base de enunciados, pero la realidad y la Polis suelen ser algo mucho más complejo que enunciar y performar.

Y como todo en la vida, el performador se desgasta y sus performaciones dejan de cautivar en tiempo breve. Pasan pronto al hartazgo y al rechazo abierto y aireado.

López Obrador es un performador consumado, un enunciador performativo experimentado; más no un gobernante efectivo. Lo que le vemos hacer todos los días es performar, no gobernar.

Mentira como divisa

@LUISFARIASM | @OpinionLSR | @lasillarota