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Cementerio de Pachuca, entre flores, capillas, brujería y apariciones

Don Fernando es los ojos y la lengua del cementerio de Pachuca, donde se desdibuja la línea entre lo místico y lo real

Escrito en HIDALGO el

PACHUCA.- Hasta el fondo de un cazo hondo y extendido, los ojos de don Fernando alcanzaron a ver una gallina de color negro azabache, al parecer ya sin vida o al menos en agonía por todos los químicos y menjurjes que le untaron al animal. No pudo reconocer las sustancias, pero sí inhalar de manera involuntaria el olor fétido cuando se acercó a las personas que hacían brujería en el panteón, para pedirles, que abandonaran el recinto.

Aquella noche no fue la única ocasión. Aunque está prohibido, es común que las personas que creen y practican la magia negra visiten el Panteón Municipal de Pachuca para esconderse entre las tumbas y hacer rituales, principalmente en la parte más alta del recinto, donde -en su mayoría- yacen los restos de recién nacidos.

Justo en esta zona del cementerio, que colinda con terracería y se pierde entre las faldas del cerro, dice don Fer que sin buscar es probable tropezar con muñecos de tela llenos de alfileres y clavos, algunos sin cabeza, otro con nombres, una que otra foto en las que apenas se reconoce el rostro o facciones de las personas a las que les hacen “trabajitos”, magia negra, pues.

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Eso y las tangas rojas, la ropa interior colgada en las tumbas o representaciones de la Santa Muerte ya no son novedad para Fernando Chávez, pues lleva más de cinco lustros laborando en el panteón de la capital hidalguense, rescatando cuerpos de la fosa común, enterrando a cercanos o amigos y en más de una ocasión, ha sido testigo de las prácticas de brujería que están prohibidas en el recinto por ser un espacio público.

¿Novedad?, ya no; ¿el miedo? es el que nunca se quita, cuenta don Fer, el miedo es el que por naturaleza siente al caminar cada noche cuando hace sus rondines de velador.

El miedo es el que lo carcome al pasar por aquellas tumbas que los familiares adecuan en forma de pequeñas capillas o casas que terminan en pico, porque ahí, la visión de alrededor se corta, los anchos pasillos de terracería se estrechan y donde termina una lápida, inicia otra.

Aunque con su figura corpulenta, su ancha espalda al igual que su barriga y el bigote tupido de color negro que combina con sus canas que saltan a la vista entre su pelo corto, pocos creerían que la sensación de miedo forme parte de su actividad cotidiana, aun cuando a sus 51 años y con plena seguridad, transita por los pasillos del panteón que por nombre llevan flores como violetas o azaleas.

La fecha no importa, pudieron ser 15 o quizá más años atrás, la hora “pues ya era tarde” pero mucho antes de que cayera la noche, esos datos son irrelevantes porque con el paso del tiempo se pierden, lo que no se le olvida fue aquella ocasión cuando presenció un ritual de brujería con un ave muerta.

No hay que creer, pero sí hay que creer un poco, no hay que decir que no hay porque sí hay, no sé qué tanto revuelven qué, sí me hizo daño eso, empecé a volver el estómago como amarillo con negro, no vine a trabajar al otro día porque sí me sentía malísimo”.

¿Apariciones?, dice don Fer que en ciertos puntos y a más de un compañero le ha tocado ver a una mujer de blanco, también comenta que existen vibras pesadas al transitar por zonas del panteón y más si es de noche, aunque como parte de su labor cuenta que aprendió a platicar con quienes están enterrados. Aunque no sabe si lo escuchan, cuando el miedo es fuerte y para dispersar su mente, les explica a los muertos que estar en el panteón solo es parte de su trabajo.

Pero esas acciones pasan, llega el día y el recinto luce normal, con criptas llenas de flores y tumbas que por años fueron y seguirán abandonadas, más que las experiencias extrañas y entre aquello que don Fernando define como “las cosas buenas” y “malas”, hay situaciones que simplemente “no deberían de ser” y que a un sepulturero aun con los años de experiencia en un panteón, no dejan de doler.

Lo más difícil es cuando luego los angelitos se nos llegan a ir, que todavía no conocen la vida, que no han conocido la luz que Dios nos da y se siente feo porque los sepultan pequeños. Cuando sepultan a una quinceañera por enfermedad o porque la mataron, esos son sentimientos que se queda uno con ellos porque es algo difícil de creer de que haya gente mala para hacer cosas que no deberían de ser”.

EL TRABAJO DEL QUE TODOS SE SIRVEN, PERO NADIE QUIERE

Don Fer llegó al panteón en la juventud, por allá de los 18 años. El motivo no lo recuerda con exactitud, dice que quizá fue por causalidad o a lo mejor porque el destino, como él dice, ya le tenía encomendada esa ocupación que en sus propias palabras: “nadie quiere” porque implica convivir con los muertos, porque se trabaja entre la tierra, simplemente porque ante la mirada de otros pareciera un trabajo sucio.

Inició en las cuadrillas de mantenimiento para limpiar la maleza que germina entre las tumbas, aplacar la terracería, levantar escombro y juntar la basura del panteón que se genera principalmente de las flores putrefactas que los visitantes les llevan a sus muertos o de aquellas coronas que perecen al igual que al difunto que tres días atrás enterraron.

Después inició como sepulturero, ahí aprendió a identificar el número de campanadas que se timbran cuando entra un difunto en la carrocería, ya que como el panteón se divide por áreas y cuarteles cada sonido además de ser una alerta para los trabajadores que enterrarán al muerto, indica la zona a la que se dirigen los familiares con el cuerpo sin vida de su ser querido.

Fer pasó un cuarto de siglo removiendo la tierra, llegando a las siete de la mañana para cargar piedras, lápidas y ataúdes que al paso de los años “joden la espalda”, causan dolores físicos en los huesos, los pies o rodillas y hasta uno que otro padecimiento emocional, como cuando un 12 de diciembre, el día de la virgen Guadalupana, le tocó enterrar a su mentor, el sepulturero “mayor” Luciano Reyes.

Las piedras, pues, no están tan pequeñas, es puro cemento y la mayoría de mis compañeros, de los sepultureros, están malos de la cintura, hay unos que los van operar”.

Un día, don Fer dejó de ser tapador de muertos no por gusto aun cuando narró que en esta labor se corre el riesgo de agarrar una infección al sacar un “muerto fresco” a petición del Servicio Médico Forense (Semefo), sino a raíz de un accidente que le fracturó la mano al grado de que le imposibilitó agarrar un pico o una pala, los principales instrumentos de su labor.

Por eso, su trabajo ahora es ser velador, pasear por las calles del panteón con más de cinco llaves colgadas al cuello y un perro negro que lo acompaña a cualquier parte donde camina, dice que son estos animales los que avisan e incluso, ven las presencias que el ojo humano no puede.

Como trabajador nocturno lidia con aquellos que se meten por la noche a intentar robar o simplemente a destrozar las tumbas porque no hay objetos de valor que hurtar, de quienes le envían más de una maldición por no dejarlos practicar la brujería y del miedo que después de cinco lustros no se termina al recorrer las tumbas de noche.

“Hay unos que tenemos que estar en las oficinas, hay otros que tenemos que ser albañiles, y pues me tocó estar aquí, por cosas del destino”. Eso sí, don Fernando al morir ya pidió ser cremado para que sus cenizas sean llevadas lejos del panteón al que le dedicó más de la mitad de su vida.

 


emh