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Blaberón. Una crítica a la idealización de los consensos

Normalicemos el conflicto, la coexistencia de lo diferente, de lo que no entendemos, de lo que no nos gusta. | Emanuel Bourges Espinosa

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Escrito en OPINIÓN el

A menudo se refiere al alcance de acuerdos como el objetivo primordial para la convivencia de una sociedad. Se aplauden decisiones unánimes, se buscan mayorías parlamentarias, se alientan los consensos. Y no es problema alcanzar consensos. El problema viene cuando los idealizamos, cuando perdemos de vista que son excepcionales y efímeros, cuando olvidamos que, en varias ocasiones, estamos frente a supuestas conformidades alcanzadas entre partes desiguales, en donde el resultado desestima el interés de una de las partes, e incluso peor, en donde el consenso no es tal sino cooptación y subordinación de una de las partes a la otra. El problema está en pensar el conflicto –entendido como división, ruptura, litigio, desacuerdo, interrupción, como distorsión, enfrentamiento o contradicción– como algo indeseable, inconveniente, desastroso.

En la literatura sobre la Política y el Derecho Constitucional comparados se reconoce el pluralismo en las cámaras legislativas, pero sobre todo se exaltan los sistemas que proveen estabilidad y gobernabilidad. Se ejemplifican como experiencias adversas la distribución de fuerzas en los parlamentos de la 4ª República Francesa, la Segunda República Española y la República de Weimar y, por el contrario, se menciona al parlamentarismo inglés, a la Alemania Occidental basada en la Ley Fundamental de Bonn y a la 5ª República Francesa como arquetipos que facilitan el alcance de acuerdos. Insisto, no está mal alcanzar acuerdos, no está mal que haya estabilidad y gobernabilidad. El problema radica en perder de vista la naturaleza conflictiva de las relaciones humanas y en menospreciar el enriquecedor contraste de intereses y planteamientos. El problema en el primer conjunto de experiencias al que hice referencia, que coinciden no casualmente en la primera mitad del siglo XX, fue que no lograron transitar –apelando a los términos de Chantal Mouffe[1]– de relaciones antagónicas a agónicas, sino al odio, a la violencia, al desgarramiento, a la guerra. Idealizar la armonía, lo orgánico, lo libre de conflicto, solo remite al totalitarismo.

En la naturaleza humana predomina el desacuerdo, entendido por Jacques Ranciere como una situación determinada de habla, en la que uno de los interlocutores entiende y a la vez no entiende lo que dice el otro, no por hablar de cosas diferentes sino por hablar las mismas palabras sin entender por ello lo mismo. No se trata de desconocimiento o de un malentendido por la imprecisión de las palabras, sino más bien de una discusión sobre lo que quiere decir hablar, un litigio sobre el objeto de la discusión y sobre la calidad de quienes hacen de él un objeto[2].

Para navegar en esta confusión necesitamos la política. La política entendida por el profesor emérito de la Université Paris 8 como la interrupción de un orden excluyente, de una lógica de dominación supuestamente natural, para entrar a un estado en la que los excluidos –dígase los pobres– existen como entidad, en donde hay un lugar y unas formas para el encuentro entre dos procesos heterogéneos, en donde se regula el conflicto social. La política implica, entonces, una interrupción, una torsión, de un litigio; la política “hace escuchar un discurso allí donde sólo el ruido tenía lugar, hace escuchar como discurso lo que no era escuchado más que como ruido”[3].

El problema está en dejar de hacer política, en degradarla, en secularizarla, en desmilitarizarla, en identificar las divisiones políticas como algo indeseable. La degradación viene cuando optamos por el establecimiento de una fuerza consensual adecuada al libre despliegue a-político de la producción, que se adapte puntualmente a las exigencias del mercado mundial, en donde se ensalzan los esfuerzos productivos comunes, el consenso nacional y la competencia internacional. Lo ofuscado está ahí donde se apuesta por espacios liberados de división, dirigidos a la maximización del éxito del ser-en-conjunto, a la pura gestión de lo social[4], en donde todo puede arreglarse a través de la objetivación de los problemas, en donde desaparece la apariencia perturbada y perturbadora del pueblo, en donde se suprime la distorsión. Recuérdese que no hay tal como un orden social natural, que las partes no preexisten al conflicto, que no hay leyes divinas que ordenen las sociedades humanas[5].

Lo catastrófico es llegar al punto en el que nos engañamos y suponemos que es posible la armonía y en donde no es el consenso lo que se manifiesta, sino la exclusión, el odio hacia el otro, el reunir para excluir. Piénsese en el momento actual o en los años treinta del siglo pasado, en donde el otro es un enemigo a vencer, a desplazar, a deportar, a desahuciar, a eliminar. Nótese que no son, solamente, los privilegiados los que atizan el golpe, sino también los excluidos, los desahuciados, los agraviados. Dice Ranciere que “se odia porque se está privado, se excluye porque se está excluido”[6].

Normalicemos, pues, el conflicto, la coexistencia de lo diferente, de lo que no entendemos, de lo que no nos gusta. Pensemos el buen régimen como una mezcla, un bazar de constituciones, en donde el estilo de vida da cabida a lo propio y a lo común[7]. Dialoguemos con la incomodidad de coexistir con aquellos a quienes queremos lejos. Transformemos el disgusto, el fastidio y la molestia en procesos de integración. La alternativa es la guerra civil y el aislamiento desolador.

[1] Chantal Mouffe (2005), On the political, New York: Routledge.

[2] Jacques Ranciere (1996), El desacuerdo, Buenos Aires: Nueva Visión.

[3] Ibídem.

[4] Jacques Ranciere (2007), En los bordes de lo político, Buenos Aires: La Cebra.

[5] Jacques Ranciere (1996), Op. Cit.

[6] Ibídem.

[7] Ibídem.

La deconstrucción de la otredad

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