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Reynosa: un pueblo en llamas

Son las 2:30 de la mañana y Beto recibe una llamada. Su amiga presenció como hombres armados ingresaban a la casa del vecino. Es el horror de vivir en Reynosa

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Tamaulipas (La Silla Rota).- Reynosa es como ciudad Gótica, pero sin Batman ni Robin a merced del hampa, la historia que me acaban de contar y suceder es increíble…

2:30 am. El celular empieza a temblar; le quité el sonido porque parece estar conectado al corazón cuando está activado y los sobresaltos son de infarto, más a esas horas de la madrugada.

Si suena ya sabes que no es nada bueno, sobre todo viviendo en Reynosa. Seguro es una tragedia, ese es el primer pensamiento que te pasa por la mente.

Los latidos del corazón empiezan a acelerarse sin saber ni siquiera qué está pasando. El cuerpo sabe que algo no está bien y empieza a apretarse por sí solo.

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—¿Beto, estás despierto?—, se escucha una voz femenina al otro lado de la bocina. Y para hacerla sentir bien, le respondo que sí. Al fin como quiera ya desperté, y qué mas da.

—Dime, ¿que sucede?, ¿en que te ayudo?—.

Su tono de voz es bajo, obviamente para no ser escuchada. Y temblando de miedo casi no puede armar la conversación. ¡Está paralizada, aterrada..!

—Lo que pasa es que estoy en mi casa y han llegado un montón de camionetas con gente armada. Son muchos y se metieron de manera violenta a la casa de mi vecino… ¡¿Qué hago?..!

“¡No me cuelgues, mantente en la línea!”…

—Por lo pronto mantente en la línea, no me cuelgues y respira profundo. Te aseguro que este asunto no es con ustedes dos. Traten de guardar la calma.

Hablaba con una de mis dos amigas, de quienes prefiero guardar sus nombres en el anonimato por obvias razones. Una de ellas decidió marcarme para avisarme desesperadamente lo que sucedía y no daba crédito de lo que ocurría. Y lo que sus oídos escuchaban durante la irrupción violenta en los departamentos donde vive.

La gritería y quebradero de cosas como quien busca “algo” o a “alguien” retumbaba en sus oídos y se ponía el ambiente tan denso que al otro lado del teléfono casi lo podía tocar con los dedos de mi mano.

Los minutos fueron transcurriendo lentamente, algo así como en cámara lenta y yo no paraba de hablar.

—¡Cálmate, pónganse a rezar y no hagan ruido! ¿Tienes puerta trasera?—, pregunté.

—No—, me respondió.

—¡Madres!. Pues no se muevan, ni mucho menos se asomen por la ventana. Hay que esperar—.

—Beto, disculpa que te llame a ti, no sabía qué hacer. Me da mucha pena con Ángela, tu esposa, y contigo, pero fuiste la primera persona en la que pensé—.

Me decía en repetidas ocasiones de manera atropellada con la voz muy baja y un poco temblorosa.

—¡No te apures! ¿En qué parte de tu departamento estás?—, cuestioné.

—Métete al baño y llévate contigo las llaves de tu carro y ponte abusada. Si te tocan la puerta presionas “el panic” ellos también tienen miedo, no son de fierro. Y traen los nervios de punta—.

—Y no me cuelgues vamos a seguir en la línea—.

—No te acerques a la ventana. ¿Conoces a tus vecinos? ¿Tienes su número de celular?—, repetía.

—Sí Beto. Es un ingeniero y su esposa, son de Monterrey. Les voy a enviar un mensaje de texto—, respondió.

—¡Perfecto!—, aprobé.

—Beto, ya me contestó la vecina, voy para su departamento—, me dijo la voz.

—Muy bien. Ve y me pones a su esposo al teléfono—, le dije.

—Ingeniero, buenas noches—.

—¿Quién habla?—.

—Soy Beto Deándar, amigo de sus vecinas ¿Usted escuchó lo que sucedió?

—No, yo estaba dormido… pero mi esposa sí escucho todo el movimiento—.

—Oiga, le encargo a sus vecinas. Déles chance de dormir un rato ahí en su sala, si es que se puede. Están muy alteradas y no creo prudente que salgan en este momento ni que vayan por ellas; son las tres de la mañana y al parecer estos tipos ya se fueron de ahí y pues la ciudad está que arde—.

—Claro que sí… no se apure. Aquí nos acomodamos. Ya estamos más tranquilos, gracias a Dios; aquí pasamos el resto de la noche y como quiera se reparten los nervios—.

Volví a hablar con mi amiga. Nos despedimos y me agradeció mucho. Ella rápidamente retomó la calma -típico en ella que es muy valiente- y ahí quedó la cosa.

Volvimos a hablar hasta al día siguiente, miércoles por la mañana.

Ella tuvo contacto con el gerente de los departamentos, quien le comentó que los hombres armados llegaron, entraron al

primero, revolotearon todo, y sabrá Dios qué más harían.

Se pasaron al segundo, que fue donde mis amigas escucharon los ruidos, gritos, mentadas, los pasos apresurados de hombres armados que iban y venían arremolinados, y el sonido del impacto de las suelas de sus botas sobre el piso casi les cortaba la respiración. Inesperadamente, como un ángel de la guarda, un vecino de la acera de enfrente encendió la alarma de su casa. Al parecer eso fue lo que afortunadamente los hizo desistir y retirarse. No llegaron por fortuna al siguiente depa, que era el de mis amigas.

A toro pasado, juro que no sabía ni qué hacer. Mi esposa y yo estábamos asustados y en realidad me limité a tratar de apoyar y a que no fueran a hacer algo que, a mi juicio, pudiera tener un desenlace fatal.

La ciudad no tiene una Policía que atienda este tipo de situaciones. Los ciudadanos no tenemos ni la menor idea de qué hacer en estos casos. Reaccionamos de acuerdo a nuestros instintos y resolvemos al puro sentido común; nos apoyamos con otros que tampoco saben nada y tratamos de encontrar una salida entre nosotros mismos -si es que la hay-.

Solo estando inmerso en algo así es cuando de plano se siente que no hay gobierno y que estamos completamente solos, y a la

buena de Dios.

Vivimos está maldita guerra desatinada que no defiende ideas, que la desata el dinero y el poder a secas, y nos mantiene en permanente estrés. Y como rehenes en nuestros propios hogares.

Finalmente, esta ciudad que tanto queremos y amamos los de aquí, y que nos negamos a abandonar, este inmenso llano ventoso que lo cruzan de punta a punta como potentes venas de cuerpo humano los canales Anzaldúas y Rodhe, y el majestuoso Río Bravo, que parece una serpiente gigante atravesada entre los dos países, son mudos testigos de que se soltaron los demonios… esos que no duermen y no dejan dormir. Y a su paso ni los perros ladran porque van sembrando el terror y nadie los puede detener.

Y todos en voz baja nos preguntamos lo mismo: ¿cuándo se detendrá?

La pregunta es unánime, pero la respuesta hoy por hoy parece que nadie, nadie la tiene.


Este texto fue escrito por Heriberto Deándar Robinson, director general de Hora Cero