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Vientos autoritarios

Cada vez son más las conciencias que se encienden y que alertan sobre los riesgos de volver a ingresar a las penumbras autoritarias.

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Escrito en OPINIÓN el

Soplan vientos autoritarios. No es que el grupo dominante no entienda que no entiende, como ha señalado The Economist. Me temo que el problema es de mayor envergadura: Entiende cabalmente lo que pasa y no le importa. Le vale. Ya ha tomado una determinación de rumbo. El pronóstico del tiempo indica que se acerca un fuerte vendaval. 

 

Cuando un régimen pasa por una crisis de legitimidad puede optar entre dos alternativas: la democrática consiste en el reconocimiento de nuevos derechos, en convertir las demandas sociales en políticas públicas y abrir cauces institucionales para el disenso. Esto es, reformarse para sobrevivir. La otra vía es la autoritaria. Consiste en gestionar la crisis a través del endurecimiento, de guarecerse en la fortaleza del Estado y escindirse de la sociedad. Frente a esta encrucijada, el régimen ya optó por la segunda alternativa.

 

El ogro filantrópico, ese Estado que quita y reparte, amo desalmado que obra no como un demonio sino como una máquina –del que hablaba Octavio Paz en 1978– está cobrando su segundo aire. Despojado del mito fundacional del nacionalismo revolucionario, ahora se revela como un ente vacuo. Por ello se despliega sobre la sociedad como una maquinaria cuyo único fin es hacer del poder su patrimonio.

 

Para asegurar su preservación, el ogro filantrópico está haciendo uso de algo no muy lejano a lo que Naomi Klein ha denominado la doctrina del shock, teoría que puede ayudarnos a entender los cambios desconcertantes que actualmente presenciamos. Esta periodista canadiense sostiene que las catástrofes surten impactos severos en la psicología social. Dicha conmoción colectiva es aprovechada por políticos y corporaciones para implementar políticas drásticas e impopulares. Se trata de medidas que sólo se pueden aplicar mientras la ventana de la crisis se encuentra abierta, pues su ejecución sería imposible siquiera de imaginar bajo circunstancias normales.

 

Sólo tras un tsunami, en Sri Lanka se traspasaron las propiedades de los pequeños pescadores de la costa a grandes cadenas hoteleras; sólo tras los ataques a las Torres Gemelas del 9/11, George Bush pudo declarar la guerra a Iraq y publicar leyes que socavan la privacidad y garantías básicas de los estadounidenses; solo tras la hiperinflación en Bolivia de la década de los ochenta, el gobierno pudo impulsar las recetas impopulares del neoliberalismo. 

 

En el caso mexicano, podemos ubicar el inicio de la más reciente terapia de choque cuando Felipe Calderón le declaró la guerra al narcotráfico, sacó al Ejército a las calles y, consecuentemente, ascendió dramáticamente la violencia y la inseguridad. No es coincidencia que de aquel tiempo a la fecha el Estado Mexicano haya cambiado completamente su fisionomía a través de las reformas estructurales. La violencia ha conducido al miedo y por tanto a la desmovilización y desorientación de las mayorías. Sólo tras la ola de violencia, el grupo dominante pudo impulsar su agenda privatizadora.

 

Esta terapia de choque recobró fuerzas tras la masacre de Iguala. El gobierno anunció iniciativas que en vez de fortalecer y democratizar al municipio, van a aniquilarlo: proponen mando único policiaco y dotarse de la facultad de disolver poderes locales sin presentar pruebas empíricas y teóricas que sustenten por qué esto sería conveniente. Después nombraron a Medina Mora como ministro de la Suprema Corte, lo cual representa el comienzo de la captura partidista del Poder Judicial. Estos dos actos forman parte de una estrategia recentralizadora cuyo objetivo es socavar los pesos y contrapesos tanto verticales –el federalismo–, como horizontales, es decir, la división de Poderes entre Ejecutivo, Legislativo y Judicial.

 

Uno tras otro, los golpes han sido ejecutados sin darle tiempo a la sociedad de procesarlos. Las polvaredas del presente ocultan las del pasado y entre tanta confusión la ciudadanía no tiene la capacidad de vigilar múltiples pistas a la vez.

 

Cuando creíamos que no quedaba nada más por privatizar, se les ocurrió el despropósito de ir por el agua, iniciativa que por cierto, no ha sido enterrada. Días después vino la gota que derramó el vaso: El golpe perpetrado contra la periodista Carmen Aristegui, una voz crítica que destacaba en un espectro radiofónico caracterizado por su uniformidad y alineamiento al poder. Su salida del aire tiene graves consecuencias para la libertad de expresión. Además de represalia por dar a conocer el fulminante caso de la Casa Blanca de la primera dama, también constituye una amenaza para el resto de los periodistas y consorcios mediáticos de lo que les puede ocurrir si asumen una postura desafiante.

 

En el gobierno federal entienden con claridad los costos que la salida de Aristegui implican y están dispuestos a pagarlos sin importar cuán altos sean. Son tiempos electorales y las voces disonantes desarmonizan al coro oficialista. Para el PRI y sus aliados lo verdaderamente importante es conseguir una holgada mayoría absoluta. Su objetivo es volver a hegemonizar las instituciones del Estado Mexicano.

 

Del otro lado, una oposición desgarrada, con fuertes luchas intestinas y desacreditada frente a la sociedad no está en condiciones de impedirlo. No es de sorprenderse que las facciones que acapararon las candidaturas tanto en el PRD como en el PAN sean las que firmaron el Pacto por México y pavimentaron el camino a las reformas estructurales. La oposición tutelada y patrocinada por el gobierno es un rasgo recurrente en la trayectoria histórica del autoritarismo en México.

 

No hay evidencia empírica que sustente que las democracias tengan su permanencia asegurada en el tiempo. Más aún en países como el nuestro de larga tradición autoritaria y cuya alternancia no desmontó al Antiguo Régimen. Contrariamente, el pluralismo asimiló sus prácticas y adoptó los tradicionales mecanismos de la política. El problema es que cuando una transición no avanza hacia su consolidación, retrocede. Lo que hoy estamos viviendo son los estragos de una transición interrumpida, de una regresión autoritaria.

 

Hay paralelismos entre el año 1976 cuando arbitrariamente el gobierno perpetró un golpe contra el periódico Excélsior dirigido en ese entonces por Julio Scherer y el más reciente de los ya numerosos despidos de Aristegui provocados paradójicamente porque hace muy bien su trabajo. Por aquellos años Octavio Paz escribió que la cuestión que la historia ha planteado a México desde 1968 no consiste únicamente en saber si el Estado podrá gobernar sin el PRI sino si los mexicanos nos dejaremos gobernar sin un PRI.

 

La interrogante me parece tan fascinante como vigente, pero hay un detalle que no es menor y que marca la diferencia entre el antes y el ahora. En ese entonces Paz se lamentaba porque el descontento del pueblo mexicano no se expresaba en formas políticas activas, sino como abstención y escepticismo. Actualmente es recurrente sucumbir a la tentación del mismo lamento. Sin embargo, las multitudinarias movilizaciones sociales por Ayotzinapa o las millones de firmas que se han acumulado en causas como la consulta petrolera, el despido de Medina Mora y la solidaridad con Aristegui, lo desmienten. Son muestra de una ciudadanía deseosa de emanciparse del ogro filantrópico. Un ogro que por cierto tiene múltiples grietas, rivalidades internas y cuyas alianzas con el sector privado no están exentas de querellas. Algo habrá que hacer para que estos flancos vulnerables sirvan al cambio social.

 

Cada vez son más las conciencias que se encienden y que alertan sobre los riesgos de volver a ingresar a las penumbras autoritarias. La asignatura pendiente es, como apunta Juan Carlos Monedero, cambiar el miedo de bando. Conseguir que el esfuerzo de indignación se convierta en voluntad política. Recordar aquel lema: somos mayoría, somos alegría. Y tener muy claro que ya no vivimos en un tiempo en donde nadie vaya a venir a solventar por nosotros los retos que enfrentamos.

 

@EncinasN