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Refrendando el fracaso y normalizando la excepción

La ley representa la militarización de la seguridad pública.

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Escrito en OPINIÓN el

No es casual que a diez años que inició la “guerra contra las drogas” durante la administración de Felipe Calderón, el Ejército Mexicano, en voz de su comandante el General Salvador Cienfuegos, exija a la clase política nacional dotar a las fuerzas armadas del país de un marco jurídico que regule su participación en el combate a la delincuencia y que permita al Ejército y a la Marina coadyuvar con certeza jurídica en las acciones en materia de seguridad interior y seguridad pública. La exigencia del ejército se expresó, en días recientes, a través de un discurso fuerte y contundente, del secretario Cienfuegos, acerca del papel que el ejército mexicano ha desempeñado en el combate al crimen organizado de drogas durante la última década.

 

En efecto, la función que las fuerzas armadas han desempeñado durante estos años no sólo se encuentra al margen de la legalidad y la constitucionalidad, sino que contradice los objetivos para los cuales se creó la institución castrense, por lo que no sólo se desvirtúa y desnaturaliza su misión y mística, sino que se le somete a presiones políticas que desgastan y deslegitiman su imagen. Al mismo tiempo, la guerra y su estrategia de mantener a las fuerzas armadas en las calles coloca a nuestros soldados y marinos en situaciones atípicas, que no pocas veces han concluido en terribles violaciones a los derechos humanos, tanto de presuntos criminales como de ciudadanos de a pie.

 

Pero el reclamo del secretario Cienfuegos no sólo ocurre en el contexto del simbolismo que representan diez años de campaña permanente y a ras de tierra contra la delincuencia organizada, ni sólo se expresan al calor de la coyuntura política y legislativa que hierve ante la discusión de la Ley de Seguridad Interior, sino que las palabras del secretario deben tomarse como tema de discusión pública obligada, sobre todo ante la contundencia del fracaso de la estrategia militarizada de combate a la delincuencia organizada.

 

En efecto, en una década de enfrentamientos, agresiones y ejecuciones, la guerra ha demostrado ser un profundo fracaso. Más que pacificar al país y disminuir los índices de criminalidad, los mecanismos de la violencia criminal se han transformado, transitando de espirales de violencia regional, a convertirse en un fenómeno sistémico que ha rebasado las fronteras de las mafias y el crimen para invadir y hacer imposible la vida cotidiana de la población en amplias zonas del territorio nacional. Al mismo tiempo, la violencia no sólo ha aumentado cuantitativamente, es decir, no sólo la tasa de homicidios dolosos vinculada a las organizaciones criminales de drogas ha crecido de forma dramática a lo largo de los años, sino que también se ha transformado cualitativamente, por lo que ha pasado de ajustes de cuentas entre sicarios, a innegables atrocidades de brutalidad criminal.

 

Por otro lado, las consecuencias sociales, políticas y económicas de esta guerra se han presentado profusamente en fenómenos inéditos y aun poco estudiados como el desplazamiento de decenas de miles de personas, las desapariciones forzadas en masa, las ejecuciones de periodistas, presidentes municipales y párrocos, el derrumbe económico de amplias zonas del país, entre los que destacan centro turísticos como Acapulco, Guerrero, así como persistentes y crecientes violaciones a los derechos humanos por parte de las instituciones del Estado mexicano, en especial de las fuerzas armadas. En este contexto, no debemos olvidar que desde hace ya cinco años mi colega Catalina Pérez-Correa, junto con un grupo de especialistas, ha publicado en la revista Nexos sendos estudios sobre el preocupante aumento en el uso de la fuerza letal por parte de las fuerzas armadas (en 2008 morían 5.1 civiles por cada soldado caído durante un enfrentamiento, mientras que en 2013 la cifra era ya de 20 civiles muertos por cada soldado). Esto en un contexto de mayor opacidad de las instituciones castrenses para informar sobre los enfrentamientos. Finalmente, la guerra ha catapultado efectos nocivos a los que cualquier Estado involucrado en una guerra está expuesto: la corrupción de funcionarios públicos (entre los que destaca las policías) y el desgaste en la confianza y legitimidad de las instituciones de procuración de justicia.

 

Si bien es cierto que la sociedad mexicana exige orden y tranquilidad, sobre todo aquella que habita en entidades federativas en que las instituciones del Estado están colapsando frente a la delincuencia organizada, la discusión de la Ley de Seguridad Interior eventualmente puede revalidar el error de estrategia que se ha cometido en esta década. Tal como está planteada, la Ley representa la militarización de la seguridad pública. Significa refrendar y dar nuevamente un voto de confianza al fracaso de los últimos años. Nadie lo ha dicho mejor que el propio ejército: la institución no está calificada para labores de seguridad pública. Los propios soldados dudan en cumplir órdenes ante el temor de que se les acuse de violaciones a los derechos humanos. Altos mandos, medios y tropa piden regresar a sus cuarteles. Más claro, imposible. Sin embargo, desde la necedad política se sigue apostando a la militarización de la seguridad pública, a la normalización de lo absurdo, a legalizar la ilegalidad y a la política de excepción como parte de la vida cotidiana.

 

@EdgarGuerraB

@OpinionLSR