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Para amar hay que ser valientes

¡Qué gente tan ridícula!”, seguramente les dije “víctimas del marketing”.

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Escrito en OPINIÓN el

Mi primer recuerdo de San Valentín es una pesadilla. Yo tenía 11 años y me propuse  enamorar a la chica más bella y popular del salón con dos docenas de rosas. Ella se llamaba Melissa, era dos años mayor que yo, tenía piel de almendra tostada y una sonrisa que iluminaba los pasillos lúgubres de aquel centro educativo. Se rumoraba que hace poco, en la bodega de deportes, Melissa había besado  a Diego, el capitán del equipo de fútbol. Diego tenía 16 años era flaco atlético y güero, todo lo que yo no era, pero yo estaba seguro que yo la amaba más y que gracias a eso tenía la fuerza de mi lado. Dichoso yo que había encontrado el amor verdadero a mis 11 años de edad. ¿Qué podría salir mal? Resulta que todo.

 

Imagínense a un niño de 11 años gordito, de lentes y agripado parado en el patio de la escuela con tantas rosas en las manos que ni siquiera puede ver lo que hay enfrente de él. Imagínense como, guiado por el amor, camina torpemente hacia su amada con los ojos de todos sus compañeros siendo testigos de una marcha silenciosa hacia un rechazo anunciado. Yo me percibía como un valiente soldado del amor, ellos me veían como un reo marchando hacia su sentencia de muerte.

 

Faltaban diez  pasos antes de llegar a ella. El corazón comenzaba a latir muy fuerte. Faltando siete pasos me di cuenta que no había conceptualizado lo que sería mi declaración de amor, no había pensando jamás que ese momento llegaría. ¿Qué le diría?  A los cinco pasos de mi amada, el destino decidió intervenir al hacer que un balón de fútbol me golpeara violentamente la cabeza y me tumbara al asfalto con todo y rosas. ¿Me ven? Tirado boca arriba, nariz sangrando, lentes rotos y rosas regadas en un diámetro de dos metros. ¡Era un mártir! Morí por el amor. No sé que mérito hizo San Valentín para ser el santo del día del amor (y la amistad), pero seguro mi acto fue más heroico.

 

A la fecha no estoy seguro si ese balonazo fue un acto de crueldad de un compañero, un acto de misericordia divina o un acto aleatorio de un universo caótico; y si bien no morí, creo que si murió un pequeña parte de mí. Aquella parte que se atrevía a caminar por un patio lleno de observadores para llevarle a un chica veinticuatro rosas y decirle que la amaba más que nada en el mundo. Murió un poco del arrojo necesario para llevar a cabo grandes actos de valentía, no sólo en el amor, si no en todo. En retrospectiva, era como si el universo me estuviera diciendo: “Estate quieto, no me gusta que llames la atención”.

 

No me había percatado cuánto impacto tuvo ese balonazo o  “llamada de atención” hasta que en mis veintitantos caminaba por la calle y en un 14 de febrero vi un coche TAPIZADO de post-its de colores con mensajes de amor. Me revolvió el estómago. Pensé: “¡Qué gente tan ridícula!”, seguramente les dije “víctimas del marketing” o algo semi intelectualoide de ese estilo. Al expresarme así, caí en la ignominia de los románticos del  mundo, de los luchadores, de los niños de 11 años que cargan rosas para sus amadas sin temor alguno de caer en lo ridículo. Creo que el mundo necesita más de esos, en vez de las legiones de conformistas que nos escondemos en el anonimato del Tinder para no arriesgar el rechazo.

 

Para amar hay que ser valientes.

 

¡Feliz día del amor! 

 

@RobertoMorris