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Los intrépidos expedicionarios en Yucatán

Una iglesia con murales del siglo XVI es el centro de un espacio arquitectónico desde el cual bastaría una escalera pequeña para alcanzar las nubes.

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Escrito en OPINIÓN el

Izamal (“Rocío del cielo”) la pequeña ciudad de las pirámides, la del majestuoso convento franciscano (construido con esas piedras que alguna vez fueron elementos de una pirámide). La ciudad de las fachadas pintadas (todas) en un amarillo que se acerca tantito al ocre. Sólo tantito y sobre todo en la noche. El convento comenzó a construirse en 1553 sobre una pirámide que los mayas llamaban Pap Hol Chack., que significa “Casa de los jefes”.  Los edificios del convento -construidos por aquellos nuevos “jefes”- fueron terminados en 1561, y se les agregaron en el siglo XVII los bellos arcos que rodean el jardín.

 

Una iglesia con murales del siglo XVI es el centro de un espacio arquitectónico desde el cual bastaría una escalera pequeña para alcanzar las nubes. ¿Se han fijado que en el sureste mexicano las nubes están más cerca de la tierra que en casi cualquier otro lugar de este mundo? Tenderse en el pastito y mirarlas. Un sol ardiente, cachondo, frenético. Un sol impío.

 

¿Por qué siento que el sol de Yucatán y su calor tan desenfrenado como el de Tabasco o el de Veracruz, se transforman acá en una experiencia pudorosa? Los yucatecos hablan más bajito, más suave. Las mujeres se cubren más, o digamos que se descubren menos. Hay algo de retenido en esa manera de moverse, de ser, al menos comparados con nosotros, -más alborotadores, más ruidosos- sus vecinos del sureste.

 

En la iglesia: Un Jesús negro crucificado. El sol impío y aquellos que habitaron bajo sus rayos se asimilaron un tanto y se rebelaron un mucho: este Jesús negro que por un lado acepta la historia y por el otro la cuestiona.  Le da la vuelta. El Cristo negro que el poblado de Sitilpech ofrece como préstamo a la iglesia del convento.  

 

Un guía recorre el espacio con un grupo de turistas españoles que quieren conocer la iglesia que visitó el papa anterior en 1993. “¿De dónde viene el Jesús negro?”. “No era negro”, me dice, “es que se quemó”. Recordé un Jesús negro en una iglesia de Tabasco, era muy blanquito de origen, pero fue quemado por los Camisas Rojas del gobernador Tomás Garrido Canabal durante la época de las persecuciones religiosas. Casi me creí su historia.

 

Pero este Jesús que les digo, nació, vivió y creció negro. Estoy segura. Tan segura como de que la virgen de Guadalupe es morena. Y quizá una tonalidad de la piel y la otra responden a razones similares: Crear íconos a nuestra imagen y semejanza. Buscar identidad en las deidades que fueron cambiando.  

 

El Cristo negro de Sitilpech.    

 

El Cristo de Sitilpech, efectivamente, ha sido negro desde que existe. Y adoradísimo por milagroso. Fue donado por un “extranjero” o “forastero” cuyos orígenes no se especifican. Subimos mi papá y yo por las rampas empedradas hasta el convento.  Expedicionarios intrépidos. Tuve miedo de que hiciera todo ese esfuerzo, de que se resbalara, de no poder sostenerlo. Llegamos hasta arriba a lo planito sintiéndonos los más chipocludos del mundo mundial. Pensé que todavía nos faltaba la bajada. Me da por pensar esas cosas. Consejo importantísimo: Cuando las circunstancias se empinen, no hay como subir o bajar descalza.

 

Una pareja de novios posa en la iglesia, en el jardín, en las escalinatas, durante horas y con la sonrisa congelada. “Sonríe, abrázalo, luce feliz, coloca tu mano en su hombro, recoge el velo, suelta el velo”. “San Antonio de Padua”, que le dije al santo, con un fervor inusitado dado mi agnosticismo (el convento lleva su nombre): “Te ruego que su luna de miel no sea así”. “San Toñito de Padua, que ella como la Salomé, suelte sus velos”. 

 

Después miramos las pirámides. Desde abajo. Mi papá no mencionó el ascenso al convento, pero sé que lo anotó en su lista de triunfos sobre su cuerpo. Así como cuando el reto eran tantos kilómetros en bicicleta, tantas idas y venidas de una orilla a otra del río. Tantas saltadas de cuerda en velocidades más y más aceleradas. Ahora de muy otra manera, es una lucha diaria por vencer la fragilidad. Por avanzar un tantito más allá.

 

Pirámide en Izamal. 

 

Como en el túnel del tiempo, los cascos de los caballos resuenan contra el pavimento del Paseo Montejo. Es cosa de esperar a que sea tarde en la noche, entonces el servicio de restaurante en la terraza cierra y nos quedamos: ustedes, el año nuevo, la ciudad y sus luces, mi máquina de escribir y yo. Sin autos y sin caballos. Estarán abriendo sus agendas nuevas. Apuntando deseos, proyectos, citas. Algunos sueños. Los “ojalá”, los “eso sí”, los “eso no”. Vivimos la ilusión del parte aguas. Los ejercicios de memoria. Quiero recordar hasta el último de mis días esa sensación de la mano de mi padre sosteniéndose en mi brazo. Es tan evidente y tan inimaginable: llega el día en que ya es así. Nos llegó hace cuatro años. Algo profundo cambió en el íntimo orden del mundo.

 

Al mediodía me despedí de mis papás en el aeropuerto de Mérida. Lo último que vi fue a mi mamá muy sonriente agitando la mano desde la silla de ruedas, aferrada a su bastón, a su bolsa de mano siempre enorme, y  a la bolsa de regalitos para sus nietos. Mi papá caminaba a su lado muy despacito y con aires serenos, después de armar dos zafarranchos de esos que son su especialidad: ¿Cómo se atreven a ofrecerle a él una silla de ruedas? ¡Cómo! “¡Ni siquiera he cumplido noventa años! Yo camino junto a mi esposa”, me dice/les dice, el héroe de las rampas largas y empedradas.

 

“Ay sí, papá, qué imprudentes, ¿verdad?”. Como me dijeron que los pasillos son largos, pedí dos sillas de ruedas. Primero muerta que confesarlo. Nunca contradecir su entrañable y engorroso lado: “Yo Tarzán tu Jane”, el lado Jorge Negrete. Clark Gable en “Lo que el viento se llevó”. ¡Cómo pude olvidarlo! Soy una loca. El segundo altercado fue mi papá explicándole al señor de seguridad que de ninguna manera le entregaba su navaja suiza. Él ha viajado toda su vida con su navaja suiza en el bolsillo.  ¿Y si la necesita en el avión?

   

Chac Mool, Museo Regional de Antropología.

 

Como no puede pasar por el umbral electrónico –por su marcapasos- lo revisaron como si fuera el camello más buscado del narcotráfico. También a mi mamá. Allí sí el zafarrancho lo armé yo, mientras recogía la navaja suiza con la cual mi peligrosísimo papá pensaba –quizá- limpiarse las uñas en el avión.  Allá va mi yucateco padre, alejándose de la ciudad de sus orígenes, con todo lo que nos faltó por decirnos, con todo lo que no me contó de su vida. Con todo lo que aún no sé de él. Supongo que es así la vida: esa añoranza de lo no dicho que parece a punto, cada vez a punto de decirse. ¿Pero todo lo no dicho es decible? Supongo que no. A veces, me cuesta demasiado entenderlo. Es más. No puedo entenderlo.

 

Cumplimos buena parte de los rituales. Como con las palabras, también con los rituales nos quedamos cortos. Tenemos que regresar para sus 90 añotes. Visitamos la plaza central, la universidad, el teatro Peón Contreras. Comimos panuchos y tomamos sopa de lima en la Plaza Santa Ana, escuchamos trova en la plaza Santa Lucía. Nos subimos a pasear en una calandria. Visitamos –ellos por afuerita y yo por dentro- el Museo de Antropología y el Museo Fernando García Ponce. Las escaleras son tantas veces un impedimento: ni elevadores, ni rampas. Desmenuzamos el mar desde la arena de Progreso. Comimos helados en El Colón.

 

El primero a las tres de la mañana no encontramos taxi de regreso, teníamos que caminar una cuadra larga larga del restaurante al hotel. Descansaron en unas de esas sillitas románticas y “encontradas” del Paseo Montejo. Mientras mi papá se sentaba y le decía a mi mamá: “Tengo que decirte que eres una mujer muy guapa y estoy muy enamorado de ti”, (y sí, con los años su romanticismo ha ido en vertiginoso ascenso) una pareja de hombres jóvenes me pidió que les tomara una foto frente a un monumento.

 

Como que se acercaban, pero no se acercaban. “Bueno, muchachos, pero acérquense, abrácense, hagan algo”. Los muchachos se dieron un beso largo y amorosísimo. “Nunca vi a dos hombres besarse así”, me dijo mi mamá muy intrigada. “¿Así cómo?”. “Ay, niña, pues así”. “Yo nunca antes vi a un Jesús negro”. “Es cierto, eso también es muy diferente”.  “Y mi papá llegó derechito y sin traspiés hasta la cima de una pirámide tomada por un bello convento”. La vida está llena de pequeñas sorpresas. Los expedicionarios del Paseo Montejo retomaron su aliento y continuaron su marcha.

 

¡Feliz año 2016!

 

@Marteresapriego